¿Una cátedra de los pobres?
El Día del Señor es siempre el día del encuentro de la Iglesia con su Señor, precisamente, el día de la comunión entre hermanos y hermanas, discípulos y discípulas de Jesús; pero en este encuentro es sin duda una gracia contemplar un misterio revelado por la venida de Dios a la humanidad, por la encarnación del Dios invisible en Jesucristo.
En este «Domingo de los pobres», la mirada sigue dirigida y fija en él, Jesucristo (cf. Hb 12,2), el pobre por excelencia, y al mismo tiempo abraza a sus hermanos y hermanas, los más pequeños, los pobres del mundo.
Los cristianos no podemos olvidar que el señorío de Jesús se manifestó en su ser siervo, su carácter real en su ser pobre, su gloria en ser rechazado, condenado y asesinado como justo, manso y humilde de corazón.
En Libro de los Salmos, Dios responde renovando su promesa y confirmando que la esperanza de los pobres no será defraudada (cf. Sal 9,19), porque en el Día del Señor, que puede tardar pero que sin duda llegará, «el pobre será levantado del estiércol y del polvo» y verá cumplirse la justicia de Dios.
Jesús advirtió repetidamente a sus discípulos sobre «ese día», el día del juicio, pidiéndoles que estuvieran atentos aquí y ahora a la relación con los pobres y los necesitados, porque precisamente en función de las actitudes de rechazo o de compartir, de insensibilidad o de compasión hacia los últimos, se decidirá la salvación de cada uno.
Esta atención de la Iglesia hacia los pobres nunca ha faltado a lo largo de la historia, pero fue el papa Juan XXIII quien inauguró en la Iglesia católica la conciencia de que «la nuestra es la hora de los pobres». Poco antes del inicio del Concilio Vaticano II, había dicho: «La Iglesia se presenta como es y quiere ser, como la Iglesia de todos, y particularmente la Iglesia de los pobres» (Mensaje radiofónico a los fieles de todo el mundo, 11 de septiembre de 1962).
Estas palabras durante el Concilio prendieron fuego y se convirtieron en una urgencia sentida con fuerza, un signo de los tiempos. Cincuenta años después llegó el Papa Francisco, quien a la elección del nombre del «Pobre» de Asís añadió un grito presente entre sus primeras palabras: «¡Ah, cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!» (Audiencia a los representantes de los medios de comunicación, 16 de marzo de 2013).
La Iglesia sigue estando llamada a prestar atención a los pobres, a trabajar concretamente para combatir la miseria, el hambre, la violencia y aliviar los sufrimientos de quienes son víctimas, desechos de la sociedad, no reconocidos en su dignidad de mujeres y hombres, en todo nuestros hermanos y hermanas.
Nuestro Dios se reveló precisamente escuchando el grito de los pobres, viendo los sufrimientos de sus hijos, conociendo las injusticias que padecían y, por tanto, viniendo a liberarlos (cf. Ex 2,23-25; 3,7-8).
Y Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre y venido entre nosotros, no solo «de rico que era, se hizo pobre» (2 Cor 8,9), sino que se despojó de toda condición de poder y se hizo esclavo, siervo de todos hasta la muerte (cf. Flp 2,6-8). Así pudo identificarse con los que tienen hambre y sed, están desnudos, en la cárcel, enfermos, son extranjeros, aquellos a quienes Jesús mismo llamó sus hermanos más pequeños (cf. Mt 25,40.45).
Los pobres deben ser considerados, pues, como una categoría cristológica: nos dicen algo de Jesucristo porque tienen comunión con Él no solo en el sufrimiento, sino también en la fe y en la esperanza.
Los pobres no son meros destinatarios de nuestro cuidado y nuestra caridad, sino sujetos que pueden evangelizarnos, portadores de un magisterio al que no prestamos atención y sobre el que no ejercemos nuestro discernimiento: tienen mucho que enseñarnos.
En la Evangelii gaudium, el Papa Francisco escribía que «debemos dejarnos evangelizar por ellos» (EG 198), porque en sus vidas hay una fuerza salvífica, la de la cruz, que es locura para el mundo, pero en realidad es salvación y poder de Dios (cf. 1 Cor 1,18).
Los pobres son capaces de evangelizar a la Iglesia en el sentido de que son como los «anawim» del Antiguo Testamento, esos pobres encorvados que esperaban todo del Señor y, por consiguiente, estaban dispuestos a reconocer su venida, hasta el punto de anunciarla a la comunidad de creyentes.
Los pobres son el sacramento de Cristo, «una presencia del Señor», pero también son el signo de nuestras injusticias y, por lo tanto, poseen una cátedra, un magisterio que las Iglesias deben escuchar.
Y si me ha hecho pensar, y mucho, que el Cardenal Carlo Maria Martini tomara la iniciativa de crear una «cátedra de los no creyentes», creo que por ejemplo el Papa León XIV podría continuar con una «cátedra de los pobres»: esto porque los pobres —en una sociedad y en una Iglesia en la que «los pobres» siguen siendo y siempre serán «los otros»— puedan tomar la palabra, expresarse, darse a conocer, acercarse, de modo que sea posible tocarlos como «carne de Cristo», estrecharles la mano, abrazarlos y mirarlos a los ojos. Al igual que Jesús tocaba a los pobres y a los enfermos, abrazaba a los necesitados, se sentaba a la mesa con los marginados de la sociedad, los impuros y los excluidos.
La Iglesia ha sabido expresar una verdadera pobreza cristológica o una cristología de la pobreza, con acentos que recuerdan a los profetas de la antigua Alianza o a los Padres de la Iglesia.
Pero precisamente sobre este tema de los pobres se consume hoy en la Iglesia una división, una contraposición entre los que ven en los pobres una realidad inherente a nuestra fe cristiana y los que, en cambio, lo consideran solo un tema periférico de la vida cristiana.
Por lo tanto, debemos tener el valor de confesarlo: ¡el Evangelio de los pobres escandaliza tanto como el Evangelio de la misericordia!
Por otra parte, la misericordia y los pobres son dos temas que se remiten mutuamente y que están en el centro de la predicación y de las actitudes de Jesús. No es fácil aceptar, no solo intelectualmente, sino sobre todo en la práctica cotidiana, el escándalo de la pobreza, y cada uno de nosotros sabe que cuando habla de los pobres y de la pobreza siente que le arden los labios.
Pero si somos discípulos de Jesús, debemos mantener viva una inquietud que nos interroga sobre nuestras relaciones cotidianas con los pobres: ¿los vemos, los encontramos, les hablamos, los abrazamos, nos acercamos a ellos con empatía, tratando de compartir su situación y aliviarla?
En su relación con los pobres, la Iglesia pone en juego su fidelidad al Señor, porque existe un vínculo inseparable entre nuestra fe en Jesucristo y los pobres.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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