¡No tengas miedo José! - San Mateo 1, 18-24 -
El anuncio de la venida del Señor, que domina el Adviento, se convierte, en el Cuarto Domingo, en el anuncio de su venida en la carne: acontecimiento manifestado por el anuncio angelical a José del nacimiento de un hijo de María por obra del Espíritu Santo. Este anuncio exige fe y obediencia: José cree al ángel y le obedece.
El texto evangélico es quizás el único de todos los Evangelios
en el que la figura de José es decididamente central. Así, este Domingo, ya
totalmente centrado en el nacimiento del Niño, ofrece una ocasión única y excepcional
para reflexionar sobre la figura de José y lo que tiene que decirnos sobre la
paternidad.
Una reflexión inusual, dado que en la tradición
siempre ha quedado en segundo plano con respecto a la figura de María, y
paradójica, ya que fue padre de Jesús, pero no según la carne.
José, el cabeza de familia del núcleo familiar en el
que nació y creció Jesús, es un nombre hebreo que significa «Dios
añada» o quizás «Que él reúna».
Los Santos Padres escriben que José no tuvo ningún
papel en el nacimiento de Jesús, salvo por su servicio y su afecto. Es por este
servicio fiel que la Escritura le da el nombre de padre, y subrayan la
dimensión educativa de la paternidad de José, la dimensión no tanto en el
origen (la concepción), sino después del nacimiento: el acompañamiento, el
servicio, la proximidad al hijo, el camino educativo esencial para la
paternidad.
Traer un hijo al mundo no significa solo engendrarlo,
sino también educarlo, prometerle la propia presencia que lo sostenga y lo
encamine hacia la autonomía. Se trata de una tarea difícil, porque coloca al
padre en la posición de quien debe rebajarse ante quien es más pequeño que él
para hacerlo crecer y luego dejarle espacio, cederle el paso, consentir que el
hijo se vuelva autónomo y viva su propia vida, y que el nombre impuesto al hijo
se convierta en el sello de una vida vivida por el hijo en su propio nombre.
José, que no lo engendró físicamente, fue sin embargo
padre de Jesús, y el Evangelio de Lucas no duda en llamarlo así (Lc 2,33.48).
Al asumir la paternidad de Jesús, aunque no fuera su
progenitor, desempeña la vital tarea paterna del reconocimiento. El niño que viene al mundo necesita reconocimiento,
es decir, un contexto humano que lo acoja con amor. Ser reconocido significa
formar parte de la historia en un contexto de relaciones humanas.
José, al asumir la paternidad legal de Jesús, le da un
nombre, lo inserta en una historia, le proporciona un terreno en el que podrá
echar raíces para desarrollar su singularidad. Le da un pasado gracias al cual
podrá avanzar hacia el futuro.
No es casualidad que el texto del anuncio a José vaya
precedido de la larga genealogía que hay detrás de José y Jesús (Mt 1,1-17).
José ha cumplido con su deber de padre y nos muestra que la paternidad no solo no coincide
con la procreación, sino que tampoco puede identificarse con un papel que
obedece a reglas y simbolismos preestablecidos: es un acontecimiento relacional.
Es un acontecimiento que tiene lugar entre la libertad
del progenitor y la fragilidad del hijo, la potentísima fragilidad del recién nacido
(una fragilidad que dice: «o me cuidas o muero»). Y del
encuentro entre la libertad del progenitor y la fragilidad del hijo nace la
responsabilidad del padre, nace la paternidad como responsabilidad.
Lo que se nos muestra de José se caracteriza esencialmente
por el acto de acoger. José acoge a María, embarazada pero no de él, como su
esposa, y al niño, no engendrado por él, como su hijo. He aquí la paternidad de
José. He aquí lo que podríamos llamar el gesto de José. He aquí la locura del
gesto de José.
Pero antes de señalar la peculiaridad del gesto de
José, conviene hacer una observación antropológica. Observemos el
comportamiento de «paternidad» y «maternidad» entre los mamíferos: el instinto
lleva al macho del animal a fecundar a la hembra, que luego dará a luz a la
cría, pero luego el macho se desinteresa, dejando que sea la hembra la que la
amamante y la inicie en una existencia independiente. El macho no persigue ni
la relación con la hembra ni la paternidad de los hijos.
En la sociedad humana, en cambio, el hombre está
llamado a una tarea importante y fundamental, que está en la raíz de la
responsabilidad paterna como tal: el acto originario de ser padre, por el cual
un hombre, un varón, declina su identidad aceptando medirse con la fragilidad
del recién nacido. En José encontramos este cuidado, pero también algo más.
Hay algo inusual en la paternidad de José. Hay algo
maternal. Podríamos decir que su
gesto es paternal y maternal.
Si el padre es la figura de la ley y de la palabra,
José es un hombre de silencio. Si el padre es aquel que separa, que enseña al
niño que la madre no es todo el mundo y no es el único mundo, José aparece como
aquel que asume, acoge, toma consigo. El gesto de José es acoger, tomar
consigo. Toma consigo tanto a María como al niño (Mt 1,24; 2,14; 2,21).
José va más allá de la ley, va a la profundidad de la
ley, va al nivel del deseo. Realista, como exige el principio masculino, José
sabe dar espacio al sueño y, por tanto, al deseo. José es el padre que sabe
vivir la paternidad porque la despoja de lo que puede haber de agresivo, pero
también de miedo y autodefensa en el ejercicio de la paternidad.
Aquí tenemos el modelo de una paternidad desarmada.
José ha recorrido un largo y fatigoso camino de
despojamiento interior para alcanzar esa mansedumbre y pobreza que le permiten
acoger a María y al niño y acceder así a su paternidad.
José deberá guardar este gesto en silencio: el
silencio será el caparazón protector con el que José podrá renovar su elección
día tras día.
Y así, José, hombre de sueños y cuidados, se convierte
también en hombre de silencio y profundidad. Hombre que no teme desaparecer, no
imponerse, no aparecer.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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