sábado, 22 de noviembre de 2025

Primero, la persona.

Primero, la persona 

«Imploro, de manera apremiante, esperanza para los millares de pobres, que carecen con frecuencia de lo necesario para vivir. Frente a la sucesión de oleadas de pobreza siempre nuevas, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Pero no podemos apartar la mirada de situaciones tan dramáticas, que hoy se constatan en todas partes y no sólo en determinadas zonas del mundo. Encontramos cada día personas pobres o empobrecidas que a veces pueden ser nuestros vecinos» (Spes non confundit 15). 

Estas palabras del Papa Francisco dan un primer paso importante: de una categoría a una persona, de los «pobres» al «pobre de al lado». 

Es innegable que las condiciones de indigencia material, relacional, cultural y espiritual pueden marcar profundamente la existencia de una persona, pero el esfuerzo de quien se acerca al pobre es rebelarse contra esta expropiación de identidad para relacionarse con una persona, un rostro, un nombre, una historia concreta. 

Los «miles de millones de pobres», precisamente por la inmensidad a la que se refieren, siguen siendo una cifra que nos deja sin palabras, que nos deja con una sensación de impotencia e inevitabilidad. 

El encuentro con la persona concreta que ha perdido su trabajo, que no puede mantener a su familia, que ha sido desahuciada, que se encuentra aislada tras una ruptura matrimonial, con el sin techo, con el inmigrante..., nos conmueve y nos interpela, y puede transformar nuestro corazón. Porque es Jesús mismo quien nos visita en la carne del pobre (cf. Mateo 25, 31-46). 

Seguramente un segundo paso pueda ser del «pobre de al lado» a «nosotros». En lugar de hacer de los «pobres en general o de los pobres de al lado» un tema de conversación, debemos aceptar que ellos nos juzguen: su autoridad escatológica (de nuevo Mateo 25,31-46) pone en crisis nuestro comportamiento hacia ellos. 

Y ante quienes viven situaciones de privación que atentan contra su plena humanidad, podemos caer en la costumbre, en la resignación y apartar la mirada. En otra ocasión, el mismo Papa Francisco decía: 

«No se trata de arrojar una moneda en las manos de un necesitado. A quien da limosna yo le pregunto dos cosas: Tú ¿tocas las manos de las personas o les arrojas la moneda sin tocarlas? ¿Ves a los ojos a la persona que ayudas o miras hacia otro lado?» (Misa por la VIII Jornada Mundial de los Pobres 2024). 

A menudo habita en nosotros, inconfesada e inconfesable, la idea del pobre como marcado por una inferioridad, por una condición de menor humanidad que nosotros. Para curarnos de esta patología, es necesario reconocer al hombre detrás de las etiquetas: «pobre», «refugiado», «inmigrante», «mendigo», «solicitante de asilo» ... 

Lo que significa que no se trata solo de dar ayuda económica, alimentaria o logística, sino también tiempo, escucha, presencia, palabra. Es decir, entrar en relación. Porque el pobre no es ante todo un pobre, sino una persona. 

Nos queda siempre la pregunta: ¿vemos a la persona que es el pobre? 

Un episodio de la vida del poeta Rainer Maria Rilke cuenta que, cuando vivía en París, cada día salía de casa y se encontraba con una mendiga a la que solía dar limosna. Un día no le dio dinero, sino una rosa, y la pobre mujer se iluminó y exclamó, llena de alegría: «¡Me ha visto! ¡Me ha visto!». 

Siempre existe el riesgo de que una acción en favor de los pobres haga mucho por el otro sin verlo. También hoy es necesario dar voz a quienes no la tienen, descubriendo las formas siempre nuevas de pobreza que difícilmente se hacen notar y se hacen socorrer. 

Por lo tanto, también es necesario dar visibilidad a quienes son invisibles. El otro existe cuando acepto verlo, encontrarlo, escucharlo. Pero a menudo permanece invisible, como Lázaro, que yacía a las puertas de la casa del rico que vivía en el lujo y no movía un dedo por él (cf. Lucas 16, 19-31). 

La novela afroamericana de Ralph Ellison, “El hombre invisible”, comienza con estas impactantes palabras: 

«Soy un hombre invisible... Soy invisible porque la gente se niega a verme... Cuando los demás se acercan, solo ven lo que me rodea, o a sí mismos, o inventos de su imaginación, todo y cualquier cosa, en definitiva, excepto a mí... La invisibilidad de la que hablo... depende de la estructura de sus ojos internos, es decir, aquellos con los que, a través de los ojos corporales, miran la realidad». 

¿Cómo olvidar que fue también a partir de la meditación sobre la parábola evangélica del «rico y Lázaro» y de la profunda impresión que le causó, que Albert Schweitzer se fue a África, donde construyó el hospital de Lambaréné (Gabón)? De hecho, él veía África como un pobre Lázaro a las puertas de la rica Europa. El Evangelio le abrió los ojos y llevó a Albert Schweitzer a ver y tocar a Cristo y a cuidar de él en los pobres. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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