martes, 18 de noviembre de 2025

Si una política sin ética es un cuerpo sin alma… una política sin competencia sale cara.

Si una política sin ética es un cuerpo sin alma… 

A menudo se oye decir, con el indiferentismo propio del desinterés más caustico, que «la política es algo sucio», lo que implica el deber moral de las personas íntegras que desean mantenerse como tales de abstenerse de cualquier tipo de implicación con ella. 

El corolario necesario de esta premisa es que, para dedicarse a la arena política, habría que tener desde el principio una aptitud para los negocios turbios, lo que la desnaturaliza totalmente de su propio etimológico, que es el de servicio a la «polis», es decir, a la causa del bien común. 

Dicen que en la tradición grecorromana, se entendía la política como educación ético-religiosa para la consecución de fines generales de bien común, es decir, de libertad, por lo que la política que se apartara de ella estaba destinada a revelarse, a lo largo de la historia, como de corto alcance. Los regímenes que la combatían con violencia y opresión estaban, por lo tanto, destinados a ser derrotados con el paso del tiempo. 

También a nivel individual, cada hombre que vive dentro de la polis (es decir, del Estado), cualquiera que sea su papel socialmente activo, debido a su dimensión relacional con sus semejantes, puede definirse como «hombre político» en sentido amplio, o hombre social, si se quiere, en la síntesis entre la ética (dimensión espiritual) y la vida económico-política (dimensión física). A cada uno, en su ámbito, le corresponde contribuir a la promoción de la res publica. 

El contraste entre la vida contemplativa y la activa es solo aparente, si se tiene en cuenta la enseñanza de Aristóteles, para quien no solo eran prácticas las acciones concretas, sino también las reflexiones que, al educar la mente, preparaban para el buen hacer (euprassia). El hombre moral era el vir bonus agendi peritus, que actúa en la vida cotidiana a la luz de una conciencia recta que inspira su acción concreta, indicando los fines de utilidad general que hay que alcanzar y de los que hay que ser instrumento. 

La vida moral abarca indistintamente a todos los hombres del gobierno y de la oposición, si son personas de buena voluntad y tienen como objetivo la noble causa del progreso de los ciudadanos, en una armoniosa «concordia discordante», que es la sal de la democracia y la distingue de los sistemas totalitarios. 

Alguien, un político para ser más exactos, dijo una vez: 

«La política, si no es moral, no me interesa... ni siquiera la considero política. La considero una palabrota que no quiero pronunciar. No existe una moralidad pública y una moralidad privada. ¡La moralidad es una sola, por Dios! Y se aplica a todas las manifestaciones de la vida. Y quien se aprovecha de la política para ganar puestos o prebendas, no es un político. Es un negociante, un deshonesto». Y aún más: «Soy intransigente, ante todo conmigo mismo... Digo que la política debe hacerse con las manos limpias. Es decir, [el político] no debe cometer actos deshonestos, ya que debe responder no solo ante su conciencia, sino también ante el electorado». 

La política no es algo sucio sino que son los individuos que con su conducta reprochable pueden mancharla. Y soy de los muchos que siguen creyendo que para tener una política sana no basta con no haber infringido el código penal, ya que quienes ocupan cargos públicos —sobre todo en el caso de los parlamentarios— no deben incumplir los comportamientos inspirados en los valores de honor. 

Por lo tanto, ante un desolador deterioro de las costumbres políticas en la forma y en el fondo, una divergencia entre la acción política y la acción moral, con la consecuencia de que habría que aceptar el crudo esquema de Maquiavelo, que teoriza una Razón de Estado según la cual el fin justifica los medios (siempre que, claro está, el fin sea de utilidad pública y no de beneficio personal). 

Tampoco es aceptable que se pueda profesar una moral pública antitética a la privada: el hombre moral es un todo indivisible en su persona. Ante las bajezas astutamente justificadas por necesidades históricas o por realismo político, como se quiera llamar, nunca hay que renunciar al papel de la propia conciencia y a la ley del deber constantemente evocada por Kant. 

Tampoco hay que resignarse cobardemente a sintonizar con «cómo va el mundo», sino que es necesario preocuparse por seguir la voz de la propia conciencia, que no admite ser sofocada, salvo a costa de tener que sentir vergüenza de uno mismo al final de sus días. 

La vida política debe estar en permanente sinergia con la del espíritu. Una política desvinculada de la ética deja de serlo, ya que carece de contenidos socialmente apreciables, por lo que el fraude que se deriva del contrato social idealmente estipulado entre representantes y representados implica que estos últimos revoquen el mandato electoral no cumplido con honor. 

Mirando nuestra actualidad, incluso en momentos de crisis como el que estamos atravesando, moral antes que económica, que es consecuencia directa de la primera, es necesario partir de una conciencia correctamente orientada, sin desanimarse por el hecho de que el entusiasmo moral conoce altibajos, ya que, como enseñaba Goethe, los períodos de decadencia deben considerarse momentos del propio progreso. 

Reflexionar sobre la incompetencia, sobre todo si se dirige a la política, es una de las mejores maneras de atraer todo tipo de críticas... especialmente la del elitismo que, acechando a la vuelta de la esquina, feroz e inflexible, es hoy en día la crítica suprema. 

Porque hoy en día se puede ser de todo —vulgar, agresivo, ignorante, fanfarrón, constructor ilegal, evasor y falsificador—, pero ¡ay de quien defienda la educación y las competencias adquiridas con esfuerzo y trabajo duro! 

No es fácil identificar el momento exacto en el que el conocimiento y las competencias se convirtieron en conceptos asociados negativamente a una casta de intelectuales, representantes de los poderes fácticos o de algún lobby. 

Sin embargo, a pesar de los tópicos generalizados, la educación y la formación siguen siendo hoy en día la mayor oportunidad de redención social y, me gustaría pensar, los dos factores más importantes para afrontar cualquier tipo de carrera profesional, sobre todo si está ligada al destino no solo personal, sino de una comunidad humana… ciudad… comunidad autónoma… país… 

Pero tantas veces me parece que la política se mantiene alejada de quienes estudian y se esfuerzan. Hoy en día, los políticos son aquellos que saben dar voz, a ser posible gritando más fuerte que los demás, a las necesidades de la gente, son los que escuchan el «instinto» de los ciudadanos, los que levantan polvaredas y denuncian problemas e injusticias. Pero entonces, ¿quién elabora las soluciones? 

Muchos no parecen preocuparse por esto, convencidos de que existen recetas fáciles y milagrosas, listas y al alcance de cualquiera. 

Pero no es así: en el mundo actual, con el avance tecnológico y la intensificación de la competencia en los mercados globales, las competencias científicas, económicas, gerenciales, pero también políticas necesarias para gobernar son aún más complejas que en el pasado. Y ante estos retos, no podemos permitirnos un sistema político que no sea capaz de formar, seleccionar y valorar a las personas mejores y más preparadas. Sin embargo, hasta ahora, pocos parecen haber comprendido esta urgencia. 

Hoy en día, un líder hábil en formular eslóganes y comunicarse con menos de 280 caracteres obtiene más consenso que uno capaz de leer y comprender expedientes de cientos de páginas. Prevale la idea de que personas sin formación ni experiencia laboral son perfectamente capaces de gestionar una comunidad humana. 

Nos hemos acostumbrado a un lenguaje desordenado, a la ignorancia confundida con espontaneidad y cercanía al pueblo, nos hemos convencido de escuchar a quienes gritan e insultan, en lugar de prestar atención a voces menos ruidosas pero más fiables. 

Nos han hecho creer que con la ignorancia en el poder se podía encontrar un atajo y dar un golpe a las élites, a los intelectuales y a los poderes fácticos. Pero es un error, es un gran engaño. Que perjudica a los ciudadanos en todos los frentes: el individual, el privado y el político, el público. 

Denigrar la educación, restar valor a la ardua conquista de la competencia significa crear una sociedad en la que ya no habrá ascensores sociales y en la que solo prevalecerán la fuerza, la riqueza y la astucia, en la que los poderes fuertes y opacos serán cada vez más fuertes y más opacos, mientras que los débiles y los honestos estarán cada vez más marginados. 

Del mismo modo, menospreciar el valor de la competencia en la política, exaltar la ignorancia como símbolo de frescura e instrumento para expulsar a las élites y devolver el poder al pueblo son ilusiones: la política ignorante e incompetente tiene un coste muy alto. Y quienes pagarán no serán los fantasmagóricos «poderes fuertes», sino los ciudadanos… porque nunca difícil imaginar quién paga el precio más alto. 

Devolver el valor a la competencia significa garantizar que los ciudadanos estén representados y gobernados por personas que pongan al servicio de la comunidad humana no solo su pasión y dedicación, sino también su experiencia y conocimientos cualificados, en interés del bien común. 

Y también significa enviar una señal muy fuerte a las personas que creen y seguimos creyendo en el compromiso, el estudio y el trabajo como instrumentos de redención y progreso social, haciendo sacrificios para estudiar. La exaltación de la incompetencia, la nivelación a la baja que se está extendiendo desde hace algún tiempo, son una humillación, una bofetada en el rostro. 

Exigir que los políticos pongan en su trabajo el mismo compromiso, la misma seriedad, estudio y competencia que tantas personas han puesto y ponen cada día en su trabajo no es, por tanto, un capricho elitista, sino nuestro derecho como ciudadanos. 

En otras ocasiones en el pasado hemos pedido cambios en la política, hemos protestado contra los partidos tradicionales, la financiación de los partidos, los costes de las instituciones, los coches oficiales, los políticos viejos que excluían a los jóvenes y a las mujeres, los que se presentaban a demasiados mandatos, los que hablaban en jerga política, los demasiado políticamente correctos y demasiado diplomáticos, los demasiado aburridos, poco televisivos. 

Y también hemos logrado imponer cambios significativos, probando un poco de todo: hemos confiado en empresarios, directivos, comunicadores, también en profesores, técnicos, e incluso hemos probado con los cuarentones, y luego con los treintañeros, con los estudiantes que no terminan la carrera y los desempleados... Pero ¿y si por una vez probáramos, simplemente, poner en el poder a políticos preparados y competentes? 

Más allá de la edad, los ingresos, los coches que conducen, el partido al que pertenecen, su género u orientación sexual. Simplemente personas que tengan un mínimo de experiencia y competencias que les permitan tomar, no digo las mejores decisiones, pero al menos las menos perjudiciales. 

Que quede claro: no es que en la política falten personas competentes y preparadas. Seguramente las hay. Pero la impresión que se tiene es que se las mantiene cada vez más al margen, que no se las tiene en cuenta ni se las valora por la contribución que podrían aportar a la comunidad humana. 

… una política sin competencia sale cara. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

María, Virgen y Madre de la espera.

María, Virgen y Madre de la espera   Si buscamos un motivo ejemplar que pueda inspirar nuestros pasos y dar agilidad al ritmo de nuestro cam...