¿Y nosotros qué debemos hacer?
«Se regocijará por ti, gritará de alegría por ti, como en los días de fiesta».
En las palabras del pequeño profeta, Dios baila de alegría por el hombre, su grito de júbilo dice a cada criatura: «Tú me haces feliz».
Nunca Dios había gritado en la Biblia.
Había hablado, susurrado, había venido en visiones y sueños; solo aquí, solo por amor, la palabra se multiplica en grito.
No por amenaza, solo por amor Dios grita.
Dios es amor que no se preocupa en primer lugar por ser correspondido: mientras tanto, ama.
Es un Padre que ni siquiera pide ser amado: mientras tanto, ama.
Amar es su fiesta eterna, lo que renueva mi vida.
Mientras el pequeño profeta intuye la danza de los cielos, Juan el Bautista responde a la pregunta más cotidiana, que huele a manos y a esfuerzo: «¿Qué debemos hacer?».
El hombre que ni siquiera posee una túnica responde: «El que tiene dos túnicas, que dé una al que no tiene».
El profeta que se alimentaba de la nada que ofrece el desierto, langostas y miel silvestre, responde: «El que tiene para comer, que dé al que no tiene».
Aparece el verbo que funda el mundo nuevo, el verbo constructor del futuro: dar.
¡El que tiene, que dé!
Se nos ha enseñado que la seguridad consiste en acumular, que la felicidad es comprar otra túnica además de las dos, de las muchas, que ya poseemos.
Juan, en cambio, lanza al mecanismo del mundo, para atascarlo, este verbo fuerte: dad, donad.
En todo el Evangelio, el verbo amar se traduce siempre con el verbo dar.
Es la ley de la vida.
Vienen publicanos y soldados: «¿Y nosotros qué haremos?».
No exijáis, no extorsionéis, no maltratéis.
Tres verbos, un único programa: rehacer, en justicia, la alianza entre hombre y hombre.
«¿Qué debo hacer?», pregunta el hombre de siempre.
Las respuestas de Juan son verdaderas, pero insuficientes.
De hecho todo el pueblo estaba esperando, todavía tenía hambre.
Quedaba abierto un problema aún más importante: ¿dónde encontrar la fuerza para ser generosos? Y además: ¿es esto suficiente para ser felices?
La verdadera pregunta no es: ¿qué debo hacer?, sino ¿a quién debo encontrar?
¿Quién vendrá con amor y me sorprenderá y me hará fuerte como un hombre fuerte?
¿Quién?
La respuesta está en la Navidad.
Una flor de carne, el llanto de un niño: encarnación no de la Palabra, sino del Grito de Dios, grito de amor que repite una y otra vez, bailando alrededor de mí y de cada hombre: ¡Tú me haces feliz!
¿Y nosotros qué debemos hacer?
Juan responde indicando cómo hay que actuar.
Porque no importa lo que hagas, sino cómo lo haces.
Puedes ser parlamentario o campesino, profesor o militar, no importa la profesión, sino la calidad de tu actuar: con cuánta justicia, compromiso, humanidad, con cuánta pasión y autenticidad desempeñas tu tarea.
Allí donde estás llamado a vivir, en la humilde cotidianidad, allí debes ser hombre de justicia y de comunión.
Esa es tu profecía.
Entonces, empezando por ti, se vuelve a tejer el buen tejido del mundo.
Dios seduce precisamente porque sigue hablando el lenguaje de la alegría, porque «el problema de la vida coincide con el de la felicidad» (Friedrich Nietzsche).
Nos dirigimos a Cristo Jesús con la secreta esperanza de que, como dice el pequeño profeta, nos renueve con su amor.
Jesús no anula la justicia predicada por Juan, sino que, en cierto modo, la supera al proponer: «Yo os renovaré con mi amor. Yo os bautizaré en un fuego capaz de quemar todas las resistencias».
Thomas Merton escribía: «El amor solo se puede conservar si se da, pero solo se puede dar si se ha recibido».
¿De quién recibiré amor?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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