miércoles, 3 de diciembre de 2025

La Inmaculada Concepción: el gesto inmaculado y ruborizado de un “sí”.

La Inmaculada Concepción: el gesto inmaculado y ruborizado de un “sí”

Más allá de las palabras del dogma que se engañan a sí mismas creyéndose exactas y solemnes por el mero hecho de estar redactadas en las salas del Vaticano, más allá del miedo a tener que hablar del Evangelio sin una página que al menos describa el misterio de la Inmaculada Concepción en cuestión, me convenzo por afecto de acercarme de nuevo a la Inmaculada Concepción...

 

Y elijo abrir la nube de la memoria en mi ordenador. He acumulado muchas páginas, basta con escribir «Inmaculada», y desde el vientre depositado en algún desierto americano… me aparecen mis inciertos intentos de comentario ... en mis Dropbox y OneDrive...

 

¿Qué he dicho sobre la Inmaculada Concepción en estos años?


Inmaculado no es lo puro, sino lo verdadero

 

Es que todo se mueve entre el silencio cotidiano y la soledad más dramática. Es que siempre te sientes un poco fuera de lugar cuando intentas entrar en el hogar de Nazaret durante la visita del ángel. Todo se sostiene agarrado a hilos de seda invisibles y delicados. Alrededor no hay la solemnidad del Templo, sino la solemnidad de lo cotidiano: el silencio de una joven que, con un hilo de voz, borda temblorosa su presencia ante Dios. Y entonces nuestra presencia resulta incómoda incluso para nosotros mismos.

 

El Evangelio no se deja dominar. Siempre ocurre en esa habitación de antiguos y divinos anuncios. Siempre sucede de puntillas. No solo existe lo que está escrito. El vicio de querer confiar solo a la palabra el sello de lo real. Entre líneas, no dudo del Encuentro, sino de su modalidad. Que la Virgen fuera Inmaculada es solo una cuestión de interpretación. Empiezo a cuestionarme a mí mismo. Y conmigo, mis conceptos.

 

Y salgo de puntillas dejando a María en una casa y a un ángel alejarse. Salgo de puntillas pidiendo a Dios que nos haga intuir que también nosotros estamos llamados a bailar y a buscar. A bailar con el Dios de la alegría y a buscarlo, a Él que está con nosotros y nos espera. Un baile con Dios.

 

Inmaculado es una hoja en blanco, una conciencia nueva, un campo nevado aún sin pisar. Inmaculado es una mirada infantil, el proyecto antes de su realización, un mantel esperando a los invitados. Inmaculado en nuestro imaginario, es una palabra que precede a la vida real, anterior a los mecanismos de la vida. Es un blanco vacío y frío. No es una palabra de carne, sino una palabra de puro espíritu.

 

María Inmaculada no parece una mujer real, es algo puro y etéreo, anterior a la vida real. Inmaculado es una palabra antipática, sabemos que no dura, traiciona proyectos demasiado nobles. Es el instante de la victoria de la perfección sobre todas nuestras debilidades, un instante, precisamente. Nosotros no somos inmaculados. Ni siquiera recordamos si alguna vez lo hemos sido.

 

Inmaculado no tiene sabor, perfume ni memoria. Inmaculado, tal y como lo entendemos nosotros, no existe. Instante enterrado en el sueño incognoscible de Dios.

 

Y es que buscamos en el lugar equivocado. Buscamos lo intacto antes de la herida, lo blanco antes de la suciedad, lo limpio antes del polvo. Buscamos en el lugar equivocado, buscamos en el pasado. Como si la historia fuera una lenta degradación, una suciedad que se acumula, un polvo que se deposita.

 

Quizás por eso Dios busca a María, la Inmaculada, entre calles polvorientas y hedor a animales, entre tiendas y verduras al sol y virutas de madera. En los suburbios de un pueblo y no entre los vapores de incienso del Templo. Inversión de la tendencia divina: lo inmaculado no es lo puro, sino lo verdadero. Lo inmaculado no hay que buscarlo en el pasado, sino en su declinación futura. Lo inmaculado es fruto de un camino en el tiempo, no una huida hacia un pasado inalcanzable.

 

A Eva también se le hizo la misma promesa: «Serás madre de todos los vivientes», pero en aquellos tiempos era un amor sin reciprocidad, en aquellos tiempos solo Dios no traicionó el amor, en aquellos tiempos el amor seguía siendo un asunto privado de Dios, el hombre sufrió y padeció esa elección: una elección preciosa porque permitió al Creador romper la espiral del odio, de las acusaciones y del pecado.

 

Pero aquél no era amor de relación. En medio hubo éxodos, tierras prometidas y profetas, en medio hubo exilios y tiendas y arcas y templos. En medio hubo la historia de la salvación. Hasta el día en que la salvación definitiva se hizo historia. Gracias a una mujer enamorada y sin miedo al amor de Dios.


Inmaculado es el futuro

 

Inmaculado no es el pasado, ni el presente, sino el futuro. Pienso en los tiernos recuerdos de la infancia, y me convenzo de que realmente es así, es el tiempo el que hace inmaculados algunos recuerdos, sin duda aquellos recuerdos atravesados por el amor.

 

Dogma del tiempo que se vuelve inmaculado porque se purifica, de quienes se aman se retiene el gesto transfigurado, lejos de los inevitables malentendidos, al abrigo de la cotidianidad que a menudo parece saber hacer mediocres los días, lo que queda es el gesto inmaculado en su intención. Pero eso se descubre después, al final.

 

Quizás esto es lo que significa el dogma de la Inmaculada Concepción, que al final, después de todo, de María quedó intacto el gesto inmaculado de un «sí». Que seguramente no había comprendido en toda su explosividad, pero que, con el paso de los años, aparecía como el corazón incandescente de su amor por la historia. Al fin y al cabo, los Evangelios se escriben después. La concepción se vuelve inmaculada con el tiempo.


El amor que hace inmaculadas las relaciones

 

De la Concepción Inmaculada de María yo salvo la confianza. La confianza en el amor. Solo el amor es dogmático, el que hace inmaculadas las relaciones. Lo inmaculado nunca es la predisposición humana, sino la obsesión divina de amor por su criatura.

 

En nuestras reflexiones a veces falta una reflexión sobre el pecado original. Sin embargo, el dogma quiere parar ahí, que María estaba exenta. No lo entiendo. Pero a veces nos enredamos en los conceptos de la castidad, de la pureza, de la virginidad (quizás porque sus contrarios nos parecen siempre, erróneamente, poco inmaculados).

 

María, mujer de la espera,

ayúdanos a aprender de ti el gusto de la virginidad,

que es amor ardiente por la vida,

que es deseo de abrazarla, la historia, para fecundarla en la vida.

Ayúdanos a aprender a confiar en la promesa.

Que es aprender el gusto de Dios, de la cotidianidad con Él.

Ayúdanos a no tener miedo a los lazos,

que no son ataduras que aprisionan,

sino el único paso posible para que

el amor se convierta en vida.


Inmaculada es toda carne que no se esconde detrás de teorías

 

Tantas veces la Iglesia se enreda y se pierde en un intelectualismo… siempre estéril. Se usa el término «antropológico» con una frecuencia pasmosa, vergonzosa.

 

La Iglesia tiene miedo del hombre verdadero. Porque lo humano es visceral e instintivo y soporta mal las categorías y las inmaculadas teorías teológicas. El ser humano verdadero es el que huele mal y se equivoca, decepciona y hiere, el que no obedece a nuestros esquemas pastorales, el que se mantiene alejado de nuestros círculos y de nuestras liturgias, el ser humano que se atreve a quedarse fuera de nuestras categorías antropológicas.

 

El Amor que se encarna, pero que se encarna de verdad, a riesgo de perderse, es más fuerte que el pecado. Inmaculada es toda carne que no se esconde detrás de teorías.


El amor inmaculado es estar siempre en manos ajenas

 

Son otros los que nos han salvado. Creo que esto también tiene que ver con la Inmaculada Concepción, ojos que ven el corazón, un corazón que es amable mucho antes que las acciones, antes que el papel de la función o del rol.

 

El Corazón de María no es, por tanto, un corazón perfecto por algún privilegio divino, sino un Corazón Inmaculado porque se ha dejado moldear dócilmente por la existencia.

 

Después de esa loca elección de Dios, después de comprender que ni siquiera el Hijo forzaría las decisiones humanas. Después de comprender que el amor siempre duele... porque expone y hiere. Porque es un asunto radical de toda una vida. Porque es todo o nada. Porque transfigura. Porque transforma. Porque es estar siempre en manos ajenas.

 

Como aquel día en que el Creador, como amante clandestino, se coló en el corazón de una mujer para arrancarle el «sí» que cambiaría el perfil del mundo.


Inmaculados en todas las distorsiones que aún llevamos con nosotros

 

Que la solemnidad de la Inmaculada Concepción nos permita convertir nuestra mirada de todas las distorsiones que aún llevamos con nosotros.

 

Distorsiones del rostro de Dios, del hombre y de nosotros mismos. Distorsiones que nos convierten en personas asustadas y perdidas, a menudo enfadadas y violentas. Distorsiones que solo se curan fijando la mirada en Jesús y comprendiendo en profundidad su estilo.

 

Y cuando nos parezca demasiado difícil cambiar nuestra mirada, recordemos que «nada es imposible para Dios», es decir, que el Amor, solo el Amor, lo hace todo posible, incluso la conversión más difícil, la nuestra.


Inmaculada es la vida que no pierde el tiempo buscando culpables, sino que ama

 

Vivir de forma inmaculada es tener en el corazón la experiencia de un Amado que, inexplicablemente, elige estar con nosotros. Y no hay mérito, solo asombro. Inmaculada es la vida que no pierde el tiempo buscando culpables, sino que ama. Solo ama. Hasta dar la vida, desnuda, frágil y hermosa, sin culpa.

 

La vida no es inmaculada porque sea pura, sino porque es honesta, verdadera, sincera. Incluso descarada. Benditas sean las tormentas que dispersan las falsas imágenes que tenemos de nosotros mismos.

 

El dogma de la Inmaculada Concepción es quizás esta mirada verdadera sobre la vida. María no era inmune a nada, era mujer, verdadera y dispuesta a ser atravesada por las inclemencias del tiempo, y esa visita angelical, cualquiera que fuera su forma, fue solo el comienzo de un itinerario duro y áspero. María es una mujer que resistió aferrada a la tierra del Calvario, fiel a una tierra manchada con la sangre de su Hijo.

 

¿Cómo puede estar viva una vida sin mancha? ¿Cómo podemos imaginar la vida de María sin mancha? ¿Obligada a una perfección aburrida? ¿Pero perfección con respecto a qué? ¿A las reglas religiosas de la época? ¿Pero si luego el hijo de la Inmaculada dirá que ha venido por los enfermos? ¿Pero si el fruto de la Inmaculada se enfadará precisamente con quienes se esfuerzan cada día por no caer en el pecado? ¿Cómo creer en un Dios que, para que su Hijo nazca en el fango de lo humano, prepara, no se sabe muy bien cómo, un espacio sin sombra de maldad? Y además, ¿qué es el pecado original? Uno se pierde. A mí me gustan las manchas. Los niños se manchan comiendo chocolate. Prefiero un Dios que come chocolate a una divinidad sin manchas.

 

Siempre permanece verdadera para mí la idea de la inmersión del Hijo en las miserias del mundo. Más que chocolate, el mundo y la historia eran y son lodo, eran y son arenas movedizas en las que es más fácil perderse que encontrarse. Y además, ¿qué es el pecado original?

 

Esta es la pregunta clave que finalmente surge y que sirve para permanecer en el dogma de la Inmaculada Concepción. Durante años he dicho que el pecado original es que el origen de todo pecado es la acusación, el buscar siempre un culpable, el no saber asumir las propias responsabilidades.

 

Adán culpa a Dios y a la mujer, Eva culpa a la serpiente, y el paraíso se desvanece. Jesús perdonará desde lo alto del árbol de la cruz. Sin culpar. Solo perdonar. Y así puede incluso sostenerse erguido en la cruz.


         María, tú no lo buscaste.

No tenías esterilidad por la que llorar,

ninguna necesidad de Él.

 

Con la violencia propia de los silencios,

fue Dios quien tomó

la iniciativa.

 

Caminó en tus ojos

vírgenes,

incapaces de defenderse

 

Tomó entre sus manos

tu promesa,

pero te moldeó como su esposa.

 

Como si hubiera

un mundo que rehacer

un paraíso que modelar.

 

José tal vez se aferró

a su nombre,

fiel al jeroglífico de los sueños.

 

Fuera nadie se dio cuenta,

tal vez solo los animales

levantaron por un momento

el hocico del pesebre.

 

El ángel te concedió la alegría,

el umbral no opuso resistencia,

te llenó de gracia

y te ató fuertemente a Su fidelidad.

 

Pero tú no lo habías buscado.

 

Perturbada, no entendías el sentido

de tanto derroche divino,

de su molestia por ti

 

Conmocionada,

escuchaste el nombre de un Hijo

que Su amor ya había decidido hacer nacer

en un vientre repentinamente incandescente.


Pero quizás,

María,

esto y solo esto

es la fe:

sentirse parte del acontecimiento de la vida.

Ser fieles al aliento ininterrumpido del cosmos.

 

Quizás esta es la fe,

el derrumbe de la gracia,

dejarse traspasar por el milagro.

 

Quizás esta es la fe,

la vida que ocurre en nosotros,

el perfil de un Dios demasiado incómodo,

la invasión de la Vida en un corazón

que no puede decir Sí

ni siquiera

para no ofenderlo.

 

Creer es no ser descortés

con este Dios repentinamente

tan descaradamente íntimo.

 

Así te siento cerca

María,

compañera sencilla

abrumada por el Misterio.

 

Te habrías conformado con mucho menos

pero al final, ¿qué quieres decirle

a este Dios que ahora sientes en todas partes?

Aquí estoy, estoy aquí,

Tú lo sabes.

¿A dónde quieres que huya? ¿A quién quieres que vaya?

Si te impidiera respirar en mí

yo no sería nada.

 

Aquí estoy,

pero no me pidas que invente respuestas,

confórmate con mí,

haz que tu palabra se haga realidad en mi carne,

habla Tú. Yo seré la escucha.

El espacio para tu imaginación.

 

Solo soy una sierva.

Tú lo sabes.

No sirvo para nada si tú no estás.

 

Pero desde ese día

en cada cosa viva

siento temblar el ala de un ángel

 

que emprende el vuelo,

que se aleja,

que vuelve a casa.

 

Desde ese día

no espero otra cosa.

Solo que Tú me recojas.

No tengo dudas:

no soy yo quien te ha buscado.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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