La nueva autarquía digital
Hay un hilo conductor que une los totalitarismos del siglo XX y Silicon Valley del siglo XXI. En aquella época, el mito era «el hombre nuevo»: un ser superior, destinado a guiar a las masas. Hoy en día, el mito es el mismo, pero ha cambiado de piel. Ya no se viste de ideologías, sino de tecnología.
Los
multimillonarios de la nueva era —financieros, fundadores de plataformas
globales, dueños de los datos— persiguen la idea de una humanidad potencial,
controlada, simplificada y, sobre todo, jerárquica.
No solo
buscan beneficios, buscan poder histórico, aquel que va más allá de los
Estados, más allá de la política, más allá del límite biológico.
Algunos
invierten en proyectos de longevidad extrema; otros estudian cómo transferir su
propia conciencia a soportes digitales. Muchos imaginan sociedades en las que
la tecnología sustituye a las instituciones. Es una revolución silenciosa y,
por ahora, nadie la controla.
Los
totalitarismos del siglo XX no fueron solo regímenes políticos, sino verdaderos
intentos de trascender los límites humanos.
Adolf Hitler
no quería convertirse en inmortal —parece que ningún documento serio lo
atestigua—, pero imaginaba un pueblo elegido, superior, destinado a dominar la
historia.
Esa
idea, la promesa de un «hombre superior», es un rasgo recurrente en los poderes
absolutos.
Cada vez que una élite se siente investida de una misión universal, deja de reconocer los límites, los obstáculos y los derechos de los demás. Hoy está ocurriendo de nuevo. Solo que esta vez no se utiliza la propaganda estatal, sino la tecnología privada.
Las
grandes empresas tecnológicas que dominan el mercado global —caracterizadas por
una enorme capitalización bursátil, un gran número de empleados y una
influencia global, las llamadas Big Tech— no son simples empresas. Son
infraestructuras políticas que controlan los flujos de información, los datos
biométricos, las comunicaciones y las identidades.
Son más
ricas que los Estados y se mueven en territorios donde la ley es todavía una
hipótesis. Muchos de sus fundadores comparten una visión:
·
el Estado es
ineficaz;
·
el bienestar
social es un coste;
·
la sociedad es un
laboratorio;
·
la desigualdad no
es un problema, sino una consecuencia natural de la excelencia;
·
la tecnología
resuelve lo que la política complica.
·
Es un
pensamiento antiguo, que vuelve con una nueva forma; un liberalismo elitista en
el que quien tiene éxito se lo merece todo y quien no lo consigue se queda
atrás.
No se
trata solo de software o plataformas. Toda una generación de ultrarricos
invierte hoy en día en: investigaciones para ralentizar el envejecimiento,
terapias celulares experimentales, edición genética, implantes neuronales y
proyectos para transferir datos cerebrales a sistemas digitales.
No
buscan la «vida eterna» como en los mitos religiosos, sino la supervivencia de
su clase, la posibilidad de vivir más tiempo y mejor que los demás.
El
sueño de la inmortalidad, ayer confinado a la leyenda, hoy se expresa en forma
tecnológica. Pero sigue siendo un sueño de unos pocos y, cuando la vida se
convierte en un privilegio, la democracia muere.
Hay
un aspecto aún más inquietante:
mientras invierten en inteligencia artificial y biotecnología, los tecno-aristócratas
consideran la escuela, la sanidad pública, la cultura, la investigación no
comercial y los servicios sociales como residuos del pasado.
Su
fe es otra: el algoritmo. Creen que la tecnología puede sustituir a la política
y que el mercado puede sustituir a la solidaridad.
La
sociedad del futuro, en su visión, no es un proyecto colectivo, sino una
empresa en la que el ciudadano se convierte en cliente o, peor aún, en un
simple dato.
La gran batalla que se avecina no será entre la derecha y la izquierda, ni entre Occidente y Oriente. Será entre la democracia y el poder tecnológico privado. Por un lado, instituciones lentas e imperfectas, pero que responden ante los ciudadanos. Por otro lado, gigantes rápidos, sin escrúpulos, globales, que no responden ante nadie.
Si la
tecnología se convierte en el nuevo poder soberano, el riesgo no es un retorno
al fascismo del pasado. Es algo más sutil: un autoritarismo suave, sin
uniformes, sin discursos grandilocuentes y sin partidos.
Es
decir, un autoritarismo que se instala en los teléfonos, en los datos
biológicos, en los algoritmos que deciden quién ve qué, quién recibe atención
médica, quién trabaja y quién queda al margen.
Los
nuevos tecno-aristócratas no son tiranos en el sentido clásico, ni visionarios
desinteresados: buscan algo más ambicioso. Quieren moldear el futuro de la
humanidad según su propia visión, sin pasar por el voto, el debate o la
sociedad civil.
No
aspiran a estatuas ni desfiles, pero ejercen un poder que tiende a lo absoluto,
sin responsabilidad hacia quienes sufren sus efectos.
Hay
quien sostiene que es el momento de devolver la tecnología a la democracia, no
fuera de ella. De comprender dónde termina la innovación y dónde comienza el
poder. Porque la libertad no se pierde en un día: se pierde cuando dejamos de
darnos cuenta de quién decide por nosotros.
La
sociedad civil, corazón de la democracia, debe encontrar las herramientas para
reafirmar su soberanía sobre el capital tecnológico. No solo están en juego el
bienestar o la privacidad, sino el concepto mismo de ser humano, igual en
derechos y límites biológicos, no en privilegios digitales.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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