martes, 2 de diciembre de 2025

La nueva autarquía digital.

La nueva autarquía digital

Hay un hilo conductor que une los totalitarismos del siglo XX y Silicon Valley del siglo XXI. En aquella época, el mito era «el hombre nuevo»: un ser superior, destinado a guiar a las masas. Hoy en día, el mito es el mismo, pero ha cambiado de piel. Ya no se viste de ideologías, sino de tecnología.

 

Los multimillonarios de la nueva era —financieros, fundadores de plataformas globales, dueños de los datos— persiguen la idea de una humanidad potencial, controlada, simplificada y, sobre todo, jerárquica.

 

No solo buscan beneficios, buscan poder histórico, aquel que va más allá de los Estados, más allá de la política, más allá del límite biológico.

 

Algunos invierten en proyectos de longevidad extrema; otros estudian cómo transferir su propia conciencia a soportes digitales. Muchos imaginan sociedades en las que la tecnología sustituye a las instituciones. Es una revolución silenciosa y, por ahora, nadie la controla.

 

Los totalitarismos del siglo XX no fueron solo regímenes políticos, sino verdaderos intentos de trascender los límites humanos.

 

Adolf Hitler no quería convertirse en inmortal —parece que ningún documento serio lo atestigua—, pero imaginaba un pueblo elegido, superior, destinado a dominar la historia.

 

Esa idea, la promesa de un «hombre superior», es un rasgo recurrente en los poderes absolutos.


Cada vez que una élite se siente investida de una misión universal, deja de reconocer los límites, los obstáculos y los derechos de los demás. Hoy está ocurriendo de nuevo. Solo que esta vez no se utiliza la propaganda estatal, sino la tecnología privada.

 

Las grandes empresas tecnológicas que dominan el mercado global —caracterizadas por una enorme capitalización bursátil, un gran número de empleados y una influencia global, las llamadas Big Tech— no son simples empresas. Son infraestructuras políticas que controlan los flujos de información, los datos biométricos, las comunicaciones y las identidades.

 

Son más ricas que los Estados y se mueven en territorios donde la ley es todavía una hipótesis. Muchos de sus fundadores comparten una visión:

 

·       el Estado es ineficaz;

·       el bienestar social es un coste;

·       la sociedad es un laboratorio;

·       la desigualdad no es un problema, sino una consecuencia natural de la excelencia;

·       la tecnología resuelve lo que la política complica.

·        

Es un pensamiento antiguo, que vuelve con una nueva forma; un liberalismo elitista en el que quien tiene éxito se lo merece todo y quien no lo consigue se queda atrás.

 

 

No se trata solo de software o plataformas. Toda una generación de ultrarricos invierte hoy en día en: investigaciones para ralentizar el envejecimiento, terapias celulares experimentales, edición genética, implantes neuronales y proyectos para transferir datos cerebrales a sistemas digitales.

 

No buscan la «vida eterna» como en los mitos religiosos, sino la supervivencia de su clase, la posibilidad de vivir más tiempo y mejor que los demás.

 

El sueño de la inmortalidad, ayer confinado a la leyenda, hoy se expresa en forma tecnológica. Pero sigue siendo un sueño de unos pocos y, cuando la vida se convierte en un privilegio, la democracia muere.

 

Hay un aspecto aún más inquietante: mientras invierten en inteligencia artificial y biotecnología, los tecno-aristócratas consideran la escuela, la sanidad pública, la cultura, la investigación no comercial y los servicios sociales como residuos del pasado.

 

Su fe es otra: el algoritmo. Creen que la tecnología puede sustituir a la política y que el mercado puede sustituir a la solidaridad.

 

La sociedad del futuro, en su visión, no es un proyecto colectivo, sino una empresa en la que el ciudadano se convierte en cliente o, peor aún, en un simple dato.



La gran batalla que se avecina no será entre la derecha y la izquierda, ni entre Occidente y Oriente. Será entre la democracia y el poder tecnológico privado. Por un lado, instituciones lentas e imperfectas, pero que responden ante los ciudadanos. Por otro lado, gigantes rápidos, sin escrúpulos, globales, que no responden ante nadie.

 

Si la tecnología se convierte en el nuevo poder soberano, el riesgo no es un retorno al fascismo del pasado. Es algo más sutil: un autoritarismo suave, sin uniformes, sin discursos grandilocuentes y sin partidos.

 

Es decir, un autoritarismo que se instala en los teléfonos, en los datos biológicos, en los algoritmos que deciden quién ve qué, quién recibe atención médica, quién trabaja y quién queda al margen.

 

Los nuevos tecno-aristócratas no son tiranos en el sentido clásico, ni visionarios desinteresados: buscan algo más ambicioso. Quieren moldear el futuro de la humanidad según su propia visión, sin pasar por el voto, el debate o la sociedad civil.

 

No aspiran a estatuas ni desfiles, pero ejercen un poder que tiende a lo absoluto, sin responsabilidad hacia quienes sufren sus efectos.

 

Hay quien sostiene que es el momento de devolver la tecnología a la democracia, no fuera de ella. De comprender dónde termina la innovación y dónde comienza el poder. Porque la libertad no se pierde en un día: se pierde cuando dejamos de darnos cuenta de quién decide por nosotros.

 

La sociedad civil, corazón de la democracia, debe encontrar las herramientas para reafirmar su soberanía sobre el capital tecnológico. No solo están en juego el bienestar o la privacidad, sino el concepto mismo de ser humano, igual en derechos y límites biológicos, no en privilegios digitales.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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