martes, 12 de agosto de 2025

Un modelo alternativo de vacaciones en Pamplona (Navarra).

Un modelo alternativo de vacaciones en Pamplona (Navarra)

Durante estos días disfruto del momento de las vacaciones en Pamplona (Navarra). Ese momento de “vacare”, verbo latino que remite a un vacío, una suspensión y una distancia del «hacer» cotidiano con vistas a una mayor libertad. 

Vacare” es, por tanto, «no hacer nada», darse tiempo para no hacer lo que se hace siempre y, por lo tanto, vivir disfrutando de estar en el mundo, saboreando el instante. Durante todo el año se trabaja, se actúa, se hace, pero llega el momento de no hacer nada, algo mucho más fácil de decir que de vivir. 

El ejercicio de interrumpir el trabajo para pasar al descanso no resulta fácil, al menos para quienes tenemos cierta edad. Lo sabemos bien: hay hombres y mujeres que no consiguen «no hacer nada», detenerse, distanciarse de su actividad. Y esto se ve a menudo en quienes se van de vacaciones y, una vez llegados al lugar donde deberían «descansar», se ven envueltos en la frenética actividad de planificar, de establecer cosas que hacer por la mañana, al mediodía y por la noche. 

Sin embargo, «no hacer nada» es importante para contemplar y no solo ver y mirar, para escuchar y no solo oír. «No hacer nada» es un arte que permite no solo descansar, sino vivir de forma más consciente y adquirir sabiduría. 

En la experiencia de mis vacaciones, no hacer nada en mi habitación o paseando por Pamplona también ofrece la posibilidad de emprender un viaje interior hacia uno mismo para conocerse en profundidad y, a través de una verdadera escucha, discernir las llamadas que me habitan. Por lo tanto, es un no hacer nada exterior, visible, que en realidad es un trabajo para encontrarnos con nosotros mismos. 

Esta operación no es espontánea, no es fácil, es fatigosa, pero sobre todo solo puede tener lugar si no estamos embriagados por el activismo, si no estamos distraídos por la acción, el trabajo, los compromisos... Es en el no hacer nada donde se encuentra el espacio para abrir este camino interior. 

Deberíamos prestar más atención a la sabiduría latina, como la de Escipión el Africano, quien afirmaba que «nunca era menos activo que cuando estaba retirado sin hacer nada por la mañana». Y no olvidemos al maestro Séneca, que teorizaba que «los que no son activos en realidad realizan grandes acciones». Por eso, mis vacaciones son un tiempo feliz porque voy a prendiendo a vivirlas descansando, pero dando a mis silencios la oportunidad de iluminarme para que siga aprendiendo a ser más humano. 

Solo en el descanso podemos constatar que «toda criatura tiene voz», como dice el apóstol Pablo, y que de toda criatura podemos aprender. Atravesando los parques o sentado en un rincón de la plaza, puedo escuchar el mundo, pero también las enseñanzas que me llegan de nuestros compañeros de planeta. Ir de vacaciones y no hacer nada es una valiosa oportunidad para nuestra humanización y nuestra comunión con la madre tierra y con la casa de hermanos. 

La época de mis vacaciones no es un tiempo vacío que debo llenar sino un tiempo alternativo al cotidiano que vivo y del que me alejo interrumpiéndolo. De hecho, nuestra cultura se inspira en las primeras páginas del Gran Código, la Biblia, que afirma que Dios trabajó seis días para crear el mundo, desde la creación de la luz hasta la creación del terrícola, Adán, pero el séptimo día descansó, hizo el sabbat

También para nosotros, al igual que para Dios, la acción no concluye si no la interrumpimos para distanciarnos de ella, contemplarla y valorarla. 

Vacaciones, del latín “vacare”, significa ciertamente no hacer nada, pero un no hacer nada para dedicarse a hacer algo. En mi caso, ¿a hacer qué? A descansar. Tal vez ésta podría ser la verdadera actividad de las vacaciones, porque los seres humanos necesitan distanciarse de su acción, deben recuperar fuerzas, tomar conciencia de lo que son y de lo que hacen. 

Pero descansar no es, en realidad, fácil, y todos lo sabemos: nos seduce el activismo, somos presa del trabajo, estamos absorbidos por un torbellino de compromisos que creemos urgentes y que nos impiden «soltar lastre», ni siquiera momentáneamente. Por desgracia, cada uno de nosotros se presenta a los demás por lo que hace y no por lo que es, por lo que cuando uno no hace nada se ve asaltado por la angustia: ¿quién soy yo? 

Para muchos, no hacer nada es un esfuerzo, una fatiga e incluso un torbellino de angustia cuando se encuentran en la soledad y el silencio. Es lo que Blaise Pascal, en sus pensamientos, considera el mayor mal en la vida de una persona. Pero este descanso, este no hacer nada, puede ser en realidad la condición en la que uno se convierte más en sí mismo: un camino de humanización. 

Yo creo que el descanso se aprende. Para crecer en humanidad es necesario conocerse a uno mismo, aprender a discernir esa voz que habita en lo más profundo del corazón de cada ser humano: es una voz real, aunque a menudo envuelta en silencio, pero es una voz que está presente, y es la voz que pertenece a la humanidad. 

Algunos la llamamos voz de Dios, otros voz de la auténtica vocación humana, poco importa el nombre, esa voz está ahí y hay que escucharla. El catálogo de virtudes de nuestro mundo parece tener en cuenta el trabajo, la acción, pero olvida que las posturas para alcanzar resultados humanos son la contemplación, el recogimiento, el silencio y el pensamiento. Son estas las que permiten a los seres humanos acumular la energía y la verdad que la acción necesita. 

Intento vivir esta gracia del descanso, escuchando el silencio, contemplando el mundo, aprendiendo a leer y conocer los signos de la vida y a distinguir las llamadas de la belleza

Alberto Moravia, en una brillante recopilación de ensayos titulada “El hombre como fin” afirmaba que para «reencontrar una idea del hombre, es decir, una verdadera fuente de energía, es necesario que los hombres recuperen el lugar de la contemplación». Es lo que disfruto en este “vacare” del descanso vacacional en Pamplona para humanizarme más. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Mis vacaciones en Pamplona (Navarra): elogio del no hacer nada, del contemplar, del pensar.

Mis vacaciones en Pamplona (Navarra): elogio del no hacer nada, del contemplar, del pensar 

Hay en las vacaciones una dimensión que, lamentablemente, se niega y se contradice, a pesar de las intenciones declaradas por quienes se van, se alejan de la rutina diaria y, por lo tanto, se van de vacaciones, emprenden el viaje para descansar. 

En realidad, descansar no es tan fácil, no es automático, sobre todo si se piensa que encierra sobre todo la idea de «no hacer nada». 

¿Qué significa «no hacer nada»? Significa darse tiempo para no hacer lo que hacen los demás... «No hacer nada» significa sentir que se existe, sentir que se está vivo y, por lo tanto, disfrutar de estar en el mundo, saborear el instante. 

Durante todo el año se actúa, se hace, pero también se puede «no hacer nada», algo más fácil de decir que de vivir. Hay hombres y mujeres que nunca consiguen «no hacer nada», porque actuar les alimenta; nunca tienen tiempo para «no hacer nada», porque siempre tienen algo que hacer, y así, poco a poco, se vuelven incapaces de dejar de hacer. 

Sí, hay hombres y mujeres que, cuando llegan de vacaciones, piensan inmediatamente en llenar las maletas, ordenar, hacer planes, ir a las ofertas de turismo, decidir qué hacer por la mañana, al mediodía, por la noche... Y se encuentran muchas otras cosas que hacer, con tal de no quedarse «sin hacer nada». No hacer nada nos angustia, hacer muchas cosas nos tranquiliza. Así demostramos que estamos vivos, y cuando nos presentamos a los demás al retorno vacacional les decimos lo que hemos hecho; si no hago nada, ni siquiera sé de qué hablar, y entonces me invade el aburrimiento, la irritación... 

Sin embargo, detenerse y «no hacer nada», de forma consciente, significa sentirse como un árbol, una piedra, un insecto posado en el césped, una nube en el cielo: hay muchos sujetos a mi alrededor que saben «no hacer nada» ... 

«No hacer nada» se convierte entonces en sentir un vínculo, una comunión con lo que me rodea. Y siento que vivo, tranquilamente, me siento contento con nada y con todo lo que existe. Y comprendo que paso días y días sin sentir que vivo, sin ser consciente de que existo y de que es bonito vivir: ¡no soy «una máquina que hace»! Se necesita de ese arte no solo para descansar del «no hacer nada», sino para vivir y hacerse sabio. 

En vacaciones se puede tener tiempo para mirar, para contemplar. Sí, porque normalmente no miramos realmente las cosas, vemos pero no miramos. No tenemos tiempo para detener la mirada, que está acostumbrada a ejercitarse mecánicamente ante un semáforo, porque veo pasar a una mujer guapa, porque veo un cartel que me llama la atención ... Ya no hay libertad para mirar y ya no hay capacidad para mirar las cosas en profundidad, para atravesarlas mirando más allá de las cosas... 

Miramos cada vez más lo que se nos dice que miremos, y así atrae nuestra mirada sobre todo lo que está pensado para seducirnos, para llamar nuestra atención, para encender nuestro deseo: basta pensar en las horas que muchos dedican cada día a ver la televisión... Y así oímos confesar: «No lo había visto, no me había dado cuenta», solo porque algo no se impone a nuestra mirada. Por lo tanto, tantas veces no soy yo quien elige mirar, sino que se me dicta de hecho qué mirar, y así se aleja toda posibilidad de ejercer el sentido de la vista para contemplar, saborear, pensar, leer lo que veo. 

Por eso, en vacaciones es importante ejercitarse en mirar: intentar una vez en la playa mantener los ojos abiertos hacia el cielo; detenerse largo tiempo a contemplar el mar, que nunca es igual, sino que cambia constantemente de color y de forma; intentar ver cómo una hormiga lleva y transporta una migaja de pan; observar cómo es una flor... 

Así es como se aprende a ver, como decía Saint Exupery, a «ver con el corazón»: así, abriendo los ojos de nuestro corazón, aprendemos a ver en grande, y por tanto a sentir en grande; así se aprende a ver lo que no se veía pero que existe, que vive a nuestro lado; se aprende a admirar, a acoger lo desconocido, lo diferente de lo que pensamos. Así no nos aburrimos al mirar... 

Es significativo que San Benito, en su Regla, exhorte a dirigirse a la luz de Dios «con los ojos abiertos» (Prólogo, 8). Recuerdo que contemplar significa etimológicamente «mirar con el templo», es decir, tener la mirada de Dios, compartir la forma en que Dios mira el mundo, la historia. Él, que «amó tanto al mundo» (Jn 3,16), siempre mira con amor. 

En vacaciones es necesario, sin duda, aprender a no hacer nada aprender a mirar, pero también ejercitarse en reflexionar sobre la propia vida. 

También esto es algo que no surge espontáneamente, que no es fácil y que a menudo resulta fatigoso, pero es fundamental escuchar las preguntas que nos habitan. Preguntas que no pueden eludirse salvo quitándolas, silenciándolas, «distrayéndonos» o embriagándonos de activismo. Las vacaciones son una ocasión para escuchar en nuestro interior estas preguntas: «¿Cómo va realmente mi vida? ¿Soy feliz? ¿Qué me falta?, ¿Qué me sobra?». 

Artur Schopenhauer escribe que «el hombre es un animal metafísico», es decir, es capaz de plantearse preguntas que van más allá de lo material, más allá de lo visible. ¿Qué significa vivir y qué significa morir? ¿Qué significa amar de verdad? ¿Puede acabar el amor? El hombre es un animal capaz de plantearse estas preguntas, un animal que quiere interpretar su propia existencia y darle razones. ¿No hay respuestas claras y seguras? ¡Pero eso no significa que debamos prohibirnos escuchar estas preguntas! 

Por lo tanto, a mí me es necesario encontrar tiempo durante las vacaciones para estar un poco solo, para hacer un poco de silencio y entregarme a las preguntas que me habitan. Si nunca hacemos este «trabajo», corremos el riesgo de vivir en la superficie, sin ser nunca conscientes, sin poder leer nuestra vida y medirla en sus expectativas y fracasos... 

Los latinos decían que el hombre también debe aprender a ‘habitare secum’, a «habitar consigo mismo», a escucharse a sí mismo. No es una operación narcisista, sino una operación de verdad sobre uno mismo y sobre la relación con los demás, es una necesidad para tomar la vida en las manos con un mínimo de lucidez y para aprender a amar a los demás. Sí, amar a los demás, porque se ama a los demás cuando se ama a uno mismo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18; Mc 12,31 y par.; Rm 13,9; Gal 5,14; Jc 2,8). 

En vacaciones, dedico tiempo a la reflexión, al pensamiento. «¿Qué haces?». «Pienso». ¡Una respuesta rara, pero extraordinaria! 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La Inteligencia Artificial: un desasoiego e inquietud.

La Inteligencia Artificial: un desasoiego e inquietud

No me basta con haber leído hace tiempo «El libro del desasosiego» (de Fernando Pessoa) para encontrar motivos que justifiquen los temores que, sin ser profesional de la comunicación ni mucho menos, siento estos días al leer no solo las ventajas, sino también las implicaciones éticas y de seguridad de la inteligencia artificial, por los efectos disruptivos que está teniendo y que tendrá aún más en el sistema mediático y relacional, ya muy condicionado por las ambigüedades de Internet y las redes sociales. 

Una revolución digital puesta en el centro por el Papa León XIV al hablar a los millones de jóvenes que acudieron de todo el mundo a Tor Vergata y de todo el evento jubilar. 

No me tranquiliza, desde luego, ver circular por la web un vídeo falso generado por IA con un espíritu racista nada oculto, publicado en su red social Truth por Donald Trump, en el que se ve al expresidente Barack Obama detenido en la Casa Blanca acusado de alta traición, rodeado de agentes del FBI, mientras él, Donald Trump, se ríe no muy lejos. El clip viral también muestra a Barack Obama con un mono naranja, solo en una celda: una imagen humillante que recuerda el uniforme de los presos de Guantánamo y marca el predominio, incluso en el discurso público, de los peores sentimientos humanos. 

No hay duda de que el presidente de Estados Unidos, con la ayuda de fuerzas ocultas, siembra la desinformación y la confusión, desviando así la atención de otros asuntos más candentes, como los numerosos procesos judiciales a los que se enfrenta y, sobre todo, el «caso Einstein», el financiero pedófilo que murió en su celda en 2019, amigo de Donald Trump durante años, antes de caer en desgracia y ser condenado por abusos sexuales y tráfico internacional de menores. 

Desde una somera idea de lo que ya está siendo el «dominio cibernético», hasta se puede ver cómo la inteligencia artificial está cobrando cada vez más importancia en la seguridad de los Estados. La IA puede automatizar tareas, analizar grandes cantidades de elementos y adaptarse rápidamente a los cambios, convirtiéndose en una herramienta valiosa para la ciberseguridad. Lamentablemente, también puede utilizarse con fines maliciosos, con la creación de software más sofisticado y para cometer fraudes informáticos más eficaces. 

La seguridad de la propia IA se ha convertido en una prioridad. Y es justo exigir que estas tecnologías revolucionarias se utilicen de forma responsable y para el bien común. La UE está adoptando un enfoque centrado en la excelencia y la confianza, pero aún debe completarse el marco jurídico para garantizar una gestión segura y fiable que respete los derechos fundamentales y los valores europeos. 

La humanidad se encuentra hoy en una «encrucijada», como afirma el Papa León XIV. 

1.- Por un lado, está el potencial de la IA, capaz de realizar tareas con «una velocidad y eficiencia increíbles» y de transformar sectores como la educación, el trabajo, el arte, la sanidad, la gobernanza, la defensa militar y la comunicación. 

2.- Por otro lado, sin embargo, es igualmente evidente su incapacidad para replicar el «discernimiento moral» y entablar relaciones auténticamente humanas. 

El camino por seguir recomendado por el Papa (que ha analizado en profundidad los algoritmos tras obtener, antes de sus estudios de Teología y Filosofía, la licenciatura en Matemáticas en la Universidad de Villanova) es el de una «gestión coordinada a nivel local y global» que guíe el desarrollo de las nuevas tecnologías respetando los valores auténticamente «sociales». 

Como subrayó el Papa en el mensaje enviado al Foro de Ginebra organizado por la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), aunque la responsabilidad del uso ético de los sistemas de IA recae en quienes los gestionan y supervisan, no hay que olvidar que quienes los utilizan también deben compartir esta responsabilidad. 

Por lo tanto, la Inteligencia Artificial requiere una gestión ética adecuada y marcos normativos centrados en la persona humana, que vayan más allá de los meros criterios de utilidad o eficiencia. 

En definitiva, nunca debemos perder de vista el objetivo de contribuir a esa ‘tranquillitas ordinis’ - la tranquilidad del orden - como la llamaba San Agustín en su De Civitate Dei, y promover un orden más humano en las relaciones sociales y sociedades pacíficas y justas al servicio del desarrollo humano integral y del bien de la familia humana. 

También por eso hace bien la Iglesia en instar a una «cooperación global» y a un compromiso constante para llevar los beneficios de las tecnologías más avanzadas de la comunicación a las poblaciones de todo el mundo: para abrir nuevos horizontes de igualdad y no para alimentar conflictos. Sabiendo que el reto de «conectar a la familia humana» a través de los diferentes medios disponibles es especialmente crucial. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

domingo, 10 de agosto de 2025

Jóvenes, atreveos a soñar: otra lección del Jubileo de los Jóvenes.

Jóvenes, atreveos a soñar: otra lección del Jubileo de los Jóvenes

Mientras hablaba de los jóvenes como aquellos que «representan en sí mismos la esperanza», el Papa Francisco señalaba la responsabilidad de los adultos hacia ellos: «No podemos defraudarlos... cuidemos a las nuevas generaciones» (Spes non confundit 12). La esperanza de los jóvenes es también responsabilidad de los adultos. Y lo que los adultos deben tomar conciencia ante todo, y deben conocer, es lo que Michel Serres, hablando precisamente de los jóvenes, ha llamado «el nacimiento de un nuevo humano». 

Los jóvenes de hoy, en comparación con sus padres, tienen diferentes expectativas de vida, diferentes familias, diferentes sufrimientos, diferentes formaciones —ahora monopolio de los medios de comunicación—, diferentes espacios en los que vivir gracias a la «omniconectividad», un lenguaje diferente, una forma diferente de pensar y relacionarse con la realidad, una temporalidad diferente, una relación diferente con el trabajo, vínculos diferentes debido a la precariedad de las pertenencias (nacionales, políticas, religiosas, de género). La primera responsabilidad de los adultos es escuchar, conocer, comprender. 

Solo ahora empezamos a tener cierto conocimiento de los efectos que la familiaridad cotidiana —prácticamente desde la cuna— con los teléfonos inteligentes puede tener en los niños y adolescentes. Jonathan Haidt, al estudiar la generación Z (los nacidos después de 1995), observaba un aumento de los fenómenos de ansiedad, angustia, depresión, comportamientos autolesivos y suicidios. Crecer inmersos en el llamado mundo virtual no ayuda precisamente a afrontar el mundo real e influye enormemente en el desarrollo social y neurológico de los niños. 

En su libro “La generación ansiosa”, tras observar que se ha pasado de una infancia basada en el juego a una infancia basada en el teléfono, la autora sostiene que la hiperprotección en el mundo real y la escasa protección en el mundo virtual son la base de la «ansiedad» de esta generación. 

Pero, sobre todo, corresponde a los adultos dar confianza y espacio a los jóvenes, no establecer comparaciones y juzgar. Solo dando confianza se crea esperanza. La responsabilidad social y cultural, hoy en día, consiste en recuperar la dimensión de la generatividad, sin la cual se roba el futuro a los jóvenes: si el mundo del trabajo, la economía y la política se aplanan en el presente, invirtiendo y apostando solo por objetivos a corto y muy corto plazo, las generaciones jóvenes pagan las consecuencias. 

Sin confianza en el futuro, se les quita la esperanza a los jóvenes. El déficit de generatividad está relacionado con la desaparición de la iniciación en las sociedades occidentales. Las iniciaciones son ritualizaciones de los pasos de la existencia humana que enseñan al iniciado el precio de la vida, inculcándole el antiguo principio de «muere y renace». 

Lamentablemente, en Occidente ya no existen (o están en grave crisis) algunas instituciones encargadas de acompañar el crecimiento humano de los jóvenes. Es necesaria una educación emocional que proporcione a los jóvenes herramientas para reconocer, nombrar y controlar sus emociones. De lo contrario, cada vez será más frecuente que las emociones no reconocidas de ira se desequilibren en agresividad, conduciendo a la violencia; o que las emociones no reconocidas de tristeza se desequilibren en depresión. Del mismo modo, sería fundamental una formación en el pensamiento, la soledad, el silencio, el trabajo de autoconocimiento y el cultivo de la interioridad. 

¿Y qué le corresponde al joven? Es fundamental que un joven aprenda a protegerse del demonio de la facilidad. Hoy en día se encuentra con una abundante oferta de bienes de confort - enormemente aumentada gracias a lo digital - que proporcionan gratificación inmediata, pero que luego producen adicción, dependencia y, a la larga, aburrimiento, no alegría. 

Además, acostumbran a una temporalidad del todo y ahora, contraria al trabajo paciente, hecho también de esperas, correcciones y revisiones sobre la marcha, típicas de ese trabajo en progreso que es la construcción de relaciones profundas. Relaciones en las que consisten tanto el sentido como la felicidad de una vida. 

Escribía el hermano Roger de Taizé: «Solo el humilde don de uno mismo nos hace felices». Los llamados bienes estimulantes requieren esfuerzo, compromiso y resultan menos atractivos, pero solo asumiendo la dimensión del esfuerzo y el compromiso se puede construir un yo sólido y relaciones serias. Los bienes estimulantes son bienes culturales, relacionales, relacionados con el ámbito social (por ejemplo, el voluntariado), la práctica deportiva, el ámbito espiritual … Pero para dedicar esfuerzo y dedicación, el joven debe alimentar una pasión, porque solo esta le permite reunir sus energías y ponerlas al servicio de la consecución de su objetivo. 

¿Un consejo para los jóvenes? Cultivad la creatividad y la imaginación. Y tened valor: atreveos con vosotros mismos y con vuestros deseos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Y el Verbo se hizo verborrea: o de las palabras en exceso en la Iglesia.

Y el Verbo se hizo verborrea: o de las palabras en exceso en la Iglesia 

El exceso de verborrea en la Iglesia amenaza la grandeza de la Palabra. 

Un anciano monje del desierto, al acercarse al final de su vida, compartió con uno de sus devotos discípulos un precepto memorable: «Evita impartir enseñanzas sobre lo que no has practicado a la perfección». 

Esta frase suscita una profunda reflexión sobre el vínculo entre el ser humano y la palabra, poniendo de relieve cómo las palabras a menudo resuenan vacías, carentes de sustancia o vitalidad. 

Nuestra Iglesia, inmersa en un flujo incesante de palabras, puede caer en la tentación de descuidar su verdadero valor, su poder y su eficacia. El uso y abuso de la palabra encierra múltiples riesgos y peligros. 

En el contexto de nuestra cultura 'logorreica', destaca de manera significativa la advertencia de los Padres del desierto de evitar la 'verbosidad' excesiva. Las palabras pronunciadas, pero no traducidas en acciones, generan el engaño de haber hecho algo solo por haberlo dicho. 

Esta trampa insidiosa se conoce como «verborrea» y es un defecto compartido también por aquellos que tenemos acceso a un micrófono y contamos con un auditorio. Sin embargo, es una actitud a la que todos estamos predispuestos de diferentes maneras. 

La «verborrea» representa una tentación no solo para aquel que impone normas a los demás en lugar de a sí mismo, sino también para quienes viven una experiencia religiosa. En este último caso, se configura como una forma errónea de acercarse a la salvación. 

Jesús, encarnación de la Palabra de Dios, transmitió la salvación no solo a través de sus palabras, sino también a través de gestos tangibles y corporales, expresando la totalidad de su persona. 

En una sociedad cada vez más inclinada a la verborrea, donde la abundancia de palabras parece ser una competición para declamar el bien con promesas enfáticas, los seguidores de Jesús están llamados a traducir su enseñanza en acciones tangibles, asimilando su mensaje como se hace con la sal y la luz. 

La Iglesia, en este contexto, no puede aceptar pasivamente los excesos de la verborrea. Es imperativo evitar todo abuso de la palabra, ya que esta conserva su centralidad solo cuando está libre de toda inclinación al discurso vacío, y solo cuando se enriquece con la experiencia práctica de su significado en los diversos contextos en los que se emplea. 

Seguramente hay que reconocer que una cierta dosis de verborrea es inevitable en la vida de cada uno. La palabra desempeña un papel crucial en la interpretación de la realidad y en la comunicación con los demás. Sin embargo, es fundamental no limitarse a la formulación verbal de las cosas, especialmente si esta se presenta precisa, elegante y refinada. 

A menudo, en lugar de tratar de comprender y transformar la realidad, nos contentamos con detenernos en su representación verbal, transformándola en un mundo aparte, una especie de «intersticio» en lugar de un instrumento de mediación. Esta tendencia a la evasión y a la defensa afecta inevitablemente también al enfoque eclesial de Dios. 

Asistimos a un predominio de las palabras humanas sobre Dios. A veces, cuestiones de crucial importancia antropológica se reducen a discursos puramente léxicos, donde la sustancia se sacrifica en el altar de la verborrea y de una superficialidad imprudente. El clero se refugia a menudo en una retórica dorada, cada uno convencido de poseer la verdad y de ser víctima de las circunstancias. 

Si la Iglesia habla sobre Jesús sin hacer tangible su presencia a través de rostros humanos y gestos concretos, esto se traduce en una retórica religiosa vacía y, más aún, en una misión vanagloriosa, de la que es mejor guardarse. 

Y creo que es necesaria una catarsis, una especie de hoguera purificadora de la charlatanería a la que nos hemos abandonado y del que nos hemos complacido hasta el momento presente. 

El fenómeno de la verborrea se ha extendido también a la liturgia, poniendo de manifiesto un cierto racionalismo que se manifiesta a través de un uso excesivo de las palabras y una sobreexposición fonética. En este contexto, cobra cada vez más importancia el uso de palabras, discursos, exhortaciones, comentarios y razonamientos, mientras que las acciones, los gestos y los movimientos quedan relegados a un segundo plano. 

Ante la difusión rampante de la verborrea, ya en 1973 la Congregación para el Culto Divino se sintió obligada a aclarar: «En cada advertencia se respete su carácter, de modo que no se convierta en un discurso o una homilía; se procure la brevedad y se evite la verbosidad que podría aburrir a los presentes» [Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales 14]. 

Nos encontramos ante una excesiva prolijidad verbal, que parece sobreponerse al valor del silencio y al arte de escuchar. En los tiempos actuales, es como si todos estuvieran empeñados en expresarse. 

El abuso actual no se expresa solo en una cantidad excesiva de pronunciamientos, sino en la proliferación de opiniones, posturas y actitudes. Todos hablan (fieles, magisterio, organismos, congregaciones, instituciones, fundadores) dando por cierto lo que a menudo es solo una opinión propia, a veces incluso discutible y gratuita. 

Una de las peculiaridades de la verborrea eclesial se manifiesta en la repetitividad y la estereotipia. Se utiliza un lenguaje común, casi recitando de memoria un texto fijo. La verborrea traslada a las palabras el peso que debería corresponder a los hechos de las obras. 

También la verborrea acontece en el vasto universo de la llamada «pastoral», una actividad muy extendida pero a menudo ineficaz. A veces se presenta como prolija y artificiosa. En el ámbito eclesial, asistimos a numerosas reuniones, asambleas y consejos, muchas veces improvisados, con órdenes del día inciertos y una conducción poco clara. 

La capacidad de comunicar, por desgracia, no siempre está a la altura de las nobles intenciones. Una de las antiguas reglas de la retórica, que sugiere a quien habla en público que tenga algo que decir, lo diga y luego concluya, parece a menudo ignorada. 

En el mundo de las reuniones, a menudo largas e infructuosas, todos nos preguntamos si ha valido la pena dedicar tanto tiempo. Estas reuniones, caracterizadas por disputas inconclusas, dificultades para llegar a una conclusión y falta de claridad en el enfoque del discurso, dejan una sensación de cansancio y de no haber alcanzado los objetivos. 

Las convocatorias de reuniones a todos los niveles eclesiales se están extendiendo hasta multiplicarse, casi como para poner de relieve el dinamismo sinodal de las diferentes realidades eclesiales. Convocar un consejo, independientemente de los temas tratados, es un signo inequívoco de la pérdida de tiempo de la verborrea

Quizás sea precisamente por eso que, a veces (o a menudo), cuanto menos se interactúa de manera incisiva con el territorio o con las personas, más se organizan reuniones. Los participantes son tristemente conscientes de que el aburrido ritual de las reuniones es uno de los males necesarios de la vida actual. 

Es fácil identificar algunas de las patologías de la comunicación contemporánea: el aislamiento en lo virtual, que ha vaciado las relaciones humanas; la indiferencia hacia la verdad; la sumisión a la lógica d lo establecido y del poder; ... 

En esta delicada encrucijada, con el riesgo concreto de que la corrupción de la palabra se traduzca en una corrupción de la humanidad, Josef Pieper, inspirado en la gran lección de los clásicos, aún capaces de ofrecer profundas reflexiones, lanza una invitación fundamental: es necesario reapropiarse de las palabras, de su significado que pone de manifiesto la verdad, y del diálogo que tiene como único fin el intercambio sincero. Porque una comunicación leal hacia las personas y la verdad de las cosas es el hábitat fértil del ser humano, lo que nos da sentido. 

La palabra sufre abusos cada vez que se aleja de la búsqueda de la verdad. Pero ¿qué significa para la palabra no buscar la verdad? Significa no reflejar la realidad, no tener ningún anclaje en la concreción de las cosas. 

Cuando la palabra se desprende de la realidad, por ejemplo, manifestándose como adulación personal o institucional o propaganda autorreferencial, establece una convivencia distorsionada entre los seres humanos, carente de fundamentos sólidos para la comunidad y abierta al abuso. La alteración de la palabra genera realidades ilusorias que se vuelven funcionales a una estructura institucional o a un sistema de organización. 

Ante el abuso de la palabra, existe una tarea nunca completada: resistir toda simplificación parcial, toda exaltación ideológica y toda emotividad ciega derivada de palabras sin significado. 

La retórica, desde sus orígenes, se ha centrado en la función persuasiva de las palabras, es decir, en el análisis de los efectos que las palabras pueden tener en nuestras vidas. Ha incluido el análisis del poder de las palabras en una reflexión más amplia sobre el lenguaje y el papel que desempeña no solo en la construcción de los vínculos sociales, sino también en su mantenimiento. 

En las Sagradas Escrituras, la Palabra divina, de la que toda expresión humana no es más que un reflejo y un eco, se concibe como una fuerza tan poderosa que materializa lo que proclama. Es importante recordar que la Biblia comienza con una palabra... Sin embargo, según Qohelet, esta poderosa realidad es intrínsecamente enferma: «Todas las palabras son gastadas» (Eclo 1,8). 

Ante el poder de la Palabra divina, toda la retórica vacía, los argumentos efímeros, los sofismas y las elucubraciones intelectuales se desmoronan en un instante, se disuelven como la lava al contacto con el agua, desapareciendo por completo ante el deslumbrante resplandor de la Palabra. 

Habría que recordar por ejemplo al escritor Octavio Paz (Ciudad de México, 31 de marzo de 1914-Ciudad de México, 20 de abril de 1998), premio Nobel de Literatura cuando decía aquello de: «Un pueblo comienza a corromperse cuando se corrompe su gramática y su lengua». 

Esta declaración subraya la extraordinaria relevancia de la máxima de Qohelet, que refleja la enfermedad de la comunicación y del lenguaje que observamos hoy en día:

 

1.- por un lado, el individuo contemporáneo se ve limitado al uso de un vocabulario extremadamente reducido, a menudo basado en palabras sin significado, que utiliza como apoyo para desarrollar el discurso;

 

2.- por otro lado, nos encontramos inmersos en un flujo de palabras vacías, carentes de “incisividad” y sin ninguna contribución significativa a la verdadera comunicación de un contenido. 

Si estamos envueltos en una trama de palabras superfluas, especialmente si pensamos en el contexto de la comunicación televisiva y las redes sociales, también conviene reconocer que la observación de Qohelet se aplica bien a las palabras vacías pronunciadas en el ámbito eclesial. 

Porque también en el contexto del lenguaje religioso, deberíamos apreciar el valor del silencio, de la palabra que se presenta envuelta en luz, que es similar a una semilla en lugar de a una dispersión de paja. 

Se trataría pues de ser precavidos y de no dejarse invadir por la charlatanería, esa difusa e incompetente verborrea caracterizada por estereotipos, por frases hechas, por palabras o frases de eslogan titular y por un recurso regresivo a tópicos que quieren ser brillantes. El lenguaje eclesial, para encontrar un sentido auténtico, debe beber no del abuso de la palabra sino más bien de la Palabra de Dios encarnada en hechos. 

Nuestro tiempo necesita palabras poderosas, pero para que la Iglesia haga un uso legítimo de ellas, debe permitir que estas palabras se impregnen de la concreción de los gestos y del realismo de los hechos, de lo contrario corren el riesgo de resonar en el flujo indiferenciado del hablar vacío. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


sábado, 9 de agosto de 2025

El arte de estar atento.

El arte de estar atento

Tres palabras permanecen en mi corazón:

no tengas miedo,

atraviesa la noche,

permanece consciente del presente.

 

No temas tu fragilidad, tu pequeñez,

no temas al futuro,

no temas no ser suficiente.

 

Él ya ha decidido regalarte el Reino,

y no es un premio lejano

sino un aliento que se cumple ahora,

una Presencia que te habita,

un silencio vivo en el que todo se recompone.

 

Te susurra:

y no es una invitación a la ansiedad,

sino a la lucidez del corazón.

 

A no dejarte adormecer por la ilusión

de que la vida es solo lo que posees

o lo que temes perder.

 

Él viene cuando menos lo esperas

y no será como un ladrón.

 

Viene en la alegría y en el dolor.

En el rostro amigo y en la mirada extraña.

En las palabras que calientan

y en las que escuecen.

 

Viene en los días claros

y en las noches que no terminan nunca.

Y si tu lámpara está encendida,

lo reconocerás.

 

No dejes que la costumbre

cubra la frescura de cada instante.

No te anestesies con el ruido

o con los remordimientos del pasado,

ni con las proyecciones del futuro.

El presente es el lugar sagrado del encuentro,

el tiempo sagrado en el que Él te busca,

te encuentra y te reencuentra.

 

Sé consciente de tu presencia,

conócete a ti mismo.

No te duermas entre tus pensamientos,

no pospongas el abrazo

a un mañana que no existe.

 

El Reino es ahora,

en este aliento,

en esta mirada,

en este instante que no volverá.

 

Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.

Si el tesoro es la acumulación,

vivirás con miedo a perder.

Si el tesoro es el amor,

vivirás libre.

 

El desapego no es una renuncia amarga

sino un espacio vacío

que se convierte en un útero para el don.

 

Se nos ha dado mucho:

talentos, tiempo, relaciones, posibilidades.

Y se nos pedirá mucho:

no como una carga

sino como una responsabilidad gozosa.

 

Todo don que no comparto se apaga;

todo don compartido se multiplicará.

Te deseo que permanezcas despierto

cuando el mundo quiera distraerte.

Porque vivir despierto no significa vivir tenso

sino vivir en la presencia.

 

Deja que los pensamientos pasen como nubes,

permanece anclado en la conciencia

que observa sin juzgar.

Este es el estado

en el que Él puede encontrarte preparado.

 

Te deseo que seas luz,

no solo para ti mismo

sino para quienes caminan a tu lado en la noche.

 

Te deseo que tengas el aceite de la sabiduría

en el vaso de tu corazón,

para que la llama no se apague

cuando sople el viento.

 

Te deseo que lo reconozcas

en cada rostro,

en cada mano que pide,

en cada acontecimiento que te sorprende.

 

Te deseo que no confundas a Dios

con un juez lejano, un legislador severo,

sino que lo descubras como una Presencia íntima y viva,

que habita en ti y respira dentro de ti.

 

Te deseo que vivas sin miedo,

libre de la ansiedad de retener,

capaz de perder por amor,

de vaciarte para acoger,

de darte sin cálculos.

 

Te deseo que abras las ventanas

y dejes entrar la luz,

que mires las estrellas

y las sientas vibrar en ti.

Que sostengas tu lámpara

y camines en la noche sin temblar.

 

Te deseo que abras la puerta

cuando oigas llamar,

y descubras que Él ya estaba allí, dentro:

en tus ojos limpios,

en la paz recobrada,

en la alegría sencilla de estar aquí.

 

Y cuando Él llegue,

se ceñirá sus vestiduras,

te hará sentar

y pasará a servirte.

 

Y tú sabrás, sin necesidad de palabras:

el Reino estaba aquí,

desde siempre.

Como un abrazo que te recompone.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Un modelo alternativo de vacaciones en Pamplona (Navarra).

Un modelo alternativo de vacaciones en Pamplona (Navarra) Durante estos días disfruto del momento de las vacaciones en Pamplona (Navarra). E...