Un modelo alternativo de vacaciones en Pamplona (Navarra)
Durante estos días disfruto del momento de las vacaciones en Pamplona (Navarra). Ese momento de “vacare”, verbo latino que remite a un vacío, una suspensión y una distancia del «hacer» cotidiano con vistas a una mayor libertad.
“Vacare” es, por tanto, «no hacer nada», darse tiempo para no hacer lo que se hace siempre y, por lo tanto, vivir disfrutando de estar en el mundo, saboreando el instante. Durante todo el año se trabaja, se actúa, se hace, pero llega el momento de no hacer nada, algo mucho más fácil de decir que de vivir.
El ejercicio de interrumpir el trabajo para pasar al descanso no resulta fácil, al menos para quienes tenemos cierta edad. Lo sabemos bien: hay hombres y mujeres que no consiguen «no hacer nada», detenerse, distanciarse de su actividad. Y esto se ve a menudo en quienes se van de vacaciones y, una vez llegados al lugar donde deberían «descansar», se ven envueltos en la frenética actividad de planificar, de establecer cosas que hacer por la mañana, al mediodía y por la noche.
Sin embargo, «no hacer nada» es importante para contemplar y no solo ver y mirar, para escuchar y no solo oír. «No hacer nada» es un arte que permite no solo descansar, sino vivir de forma más consciente y adquirir sabiduría.
En la experiencia de mis vacaciones, no hacer nada en mi habitación o paseando por Pamplona también ofrece la posibilidad de emprender un viaje interior hacia uno mismo para conocerse en profundidad y, a través de una verdadera escucha, discernir las llamadas que me habitan. Por lo tanto, es un no hacer nada exterior, visible, que en realidad es un trabajo para encontrarnos con nosotros mismos.
Esta operación no es espontánea, no es fácil, es fatigosa, pero sobre todo solo puede tener lugar si no estamos embriagados por el activismo, si no estamos distraídos por la acción, el trabajo, los compromisos... Es en el no hacer nada donde se encuentra el espacio para abrir este camino interior.
Deberíamos prestar más atención a la sabiduría latina, como la de Escipión el Africano, quien afirmaba que «nunca era menos activo que cuando estaba retirado sin hacer nada por la mañana». Y no olvidemos al maestro Séneca, que teorizaba que «los que no son activos en realidad realizan grandes acciones». Por eso, mis vacaciones son un tiempo feliz porque voy a prendiendo a vivirlas descansando, pero dando a mis silencios la oportunidad de iluminarme para que siga aprendiendo a ser más humano.
Solo en el descanso podemos constatar que «toda criatura tiene voz», como dice el apóstol Pablo, y que de toda criatura podemos aprender. Atravesando los parques o sentado en un rincón de la plaza, puedo escuchar el mundo, pero también las enseñanzas que me llegan de nuestros compañeros de planeta. Ir de vacaciones y no hacer nada es una valiosa oportunidad para nuestra humanización y nuestra comunión con la madre tierra y con la casa de hermanos.
La época de mis vacaciones no es un tiempo vacío que debo llenar sino un tiempo alternativo al cotidiano que vivo y del que me alejo interrumpiéndolo. De hecho, nuestra cultura se inspira en las primeras páginas del Gran Código, la Biblia, que afirma que Dios trabajó seis días para crear el mundo, desde la creación de la luz hasta la creación del terrícola, Adán, pero el séptimo día descansó, hizo el sabbat.
También para nosotros, al igual que para Dios, la acción no concluye si no la interrumpimos para distanciarnos de ella, contemplarla y valorarla.
Vacaciones, del latín “vacare”, significa ciertamente no hacer nada, pero un no hacer nada para dedicarse a hacer algo. En mi caso, ¿a hacer qué? A descansar. Tal vez ésta podría ser la verdadera actividad de las vacaciones, porque los seres humanos necesitan distanciarse de su acción, deben recuperar fuerzas, tomar conciencia de lo que son y de lo que hacen.
Pero descansar no es, en realidad, fácil, y todos lo sabemos: nos seduce el activismo, somos presa del trabajo, estamos absorbidos por un torbellino de compromisos que creemos urgentes y que nos impiden «soltar lastre», ni siquiera momentáneamente. Por desgracia, cada uno de nosotros se presenta a los demás por lo que hace y no por lo que es, por lo que cuando uno no hace nada se ve asaltado por la angustia: ¿quién soy yo?
Para muchos, no hacer nada es un esfuerzo, una fatiga e incluso un torbellino de angustia cuando se encuentran en la soledad y el silencio. Es lo que Blaise Pascal, en sus pensamientos, considera el mayor mal en la vida de una persona. Pero este descanso, este no hacer nada, puede ser en realidad la condición en la que uno se convierte más en sí mismo: un camino de humanización.
Yo creo que el descanso se aprende. Para crecer en humanidad es necesario conocerse a uno mismo, aprender a discernir esa voz que habita en lo más profundo del corazón de cada ser humano: es una voz real, aunque a menudo envuelta en silencio, pero es una voz que está presente, y es la voz que pertenece a la humanidad.
Algunos la llamamos voz de Dios, otros voz de la auténtica vocación humana, poco importa el nombre, esa voz está ahí y hay que escucharla. El catálogo de virtudes de nuestro mundo parece tener en cuenta el trabajo, la acción, pero olvida que las posturas para alcanzar resultados humanos son la contemplación, el recogimiento, el silencio y el pensamiento. Son estas las que permiten a los seres humanos acumular la energía y la verdad que la acción necesita.
Intento vivir esta gracia del descanso, escuchando el silencio, contemplando el mundo, aprendiendo a leer y conocer los signos de la vida y a distinguir las llamadas de la belleza.
Alberto Moravia, en una brillante recopilación de ensayos titulada “El hombre como fin” afirmaba que para «reencontrar una idea del hombre, es decir, una verdadera fuente de energía, es necesario que los hombres recuperen el lugar de la contemplación». Es lo que disfruto en este “vacare” del descanso vacacional en Pamplona para humanizarme más.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF