martes, 7 de enero de 2025

A la Virgen de los Dolores.

 A la Virgen de los Dolores 

Se invoca “piedad” cuando una distancia radical o una clara asimetría de poder y ley parecen separar, sólo separar. Cuando estemos completamente a merced de la fuerza, o hayamos perdido dignidad y derechos en la condena y el desprecio; o cuando, indefensos y heridos, quedamos aprisionados en los lazos del dolor, entonces suplicamos: “¡piedad!”. 

Volvemos a abrir los brazos, en señal de rendición, inclinamos la cabeza y esperamos, sin más resistencia. En la pequeñez, en las sombras: buscando los brazos maternos. “¡Piedad!”. El cuerpo asume el mismo pliegue encorvado, casi postrado, ante los que han caído al fondo, los que acaban de nacer, los que agonizan; la misma inclinación que ante el Altísimo. 

El mismo movimiento, en la piedad, hacia abajo o hacia arriba: buscando una bendición que nos sostenga, capaz de cumplir la promesa de vida. “Ten piedad”, nos sientes y te preocupas al escuchar a tu hijo, fraternalmente. En la piedad somos traídos al mundo, como por la luz de una aurora. Cuando reaparecen la vulnerabilidad y la mendicidad, es la piedad la que nos mantiene en la matriz original de la vida con la mente y el corazón. 

La vulnerabilidad - de quien está herido - reclama la presencia sobria de la madre en el estar, en el hacer, en el saber, en el sentir. La sobriedad en la que la madre pone en juego el valor eterno de su maternidad, la humanidad maternal de las presencias, de los gestos, de las caricias, de las miradas. 

Sentir al hijo: atención o más bien descenso a los lugares más secretos del ser, las entrañas, las vísceras. Con un “conocimiento de los sentimientos” que gradualmente va descendiendo y vaciándose. La liberación es entonces la compasión, matriz original de la vida del sentimiento. La compasión de la misericordia, de la piedad. 

La piedad es algo más: es lo que nos permite comunicarnos. Es la compasión que nos envuelve y que nos hace soportar nuestra pequeñez y fragilidad. Frente a la herida del otro, de su morir. Encontrar la palabra, “única palabra”, palabra escondida después de quedarse sin palabras. Más allá de las habilidades, del conocimiento, más allá del pensamiento. Y, así, escuchar al otro y escucharnos a nosotros mismos en la escucha del otro. La piedad no es una palabra conceptual, es una palabra que hace concebir. 

Mirar con una mirada pobre, con piedad, abrir los ojos de la inteligencia, para que pueda vislumbrar algo. Pobres ojos, capaces de "perdonar las deudas" que cargamos sobre los hombros. 

Mirada pobre es la de aquellos ojos que saben que no pueden ver todo del otro, no pueden agotarlo: aunque hayan sido movidos por la máxima benevolencia. El otro, su misterio, siempre puede retirarse, escapar, marcando mi impotencia, mi fracaso. Obligándome a inclinarme y reverenciar: ¡piedad!

Saber tratar con los demás requiere saber respetar el misterio. El misterio de nuestra altura y de nuestra bajeza: saber hacer nacer en nosotros el sentimiento de insuficiencia, de ambigüedad, a veces incluso de indignidad. Y el Misterio de una Piedad que salva sobrellevándonos como en la palma de una mano, en la que confiar. Piedad que conoce bien nuestra fragilidad, nuestra sombra, nuestras limitaciones, como una madre solamente puede conocer el fruto de sus entrañas. 

La vida es tantas veces "superficial" si se la remonta a la historia, al cálculo, a la necesidad, a la muerte biológica. Deja de serlo si la piedad lo hace prometedor, atravesado por la trascendencia, un lugar de curación, de belleza, de buenas relaciones, de capacidad de nacer incluso en el sufrimiento. 

La piedad es la trascendencia hacia abajo, descendiendo a las entrañas. Porque allí las madres intuyen la increíble posibilidad de una mirada amorosa y compasiva al borde del mal absoluto, del envenenamiento y de la miseria. La piedad es la promesa de bondad y belleza. 

María, madre, tú, experta en los dolores del parto en Belén y en el Gólgota, tú, experta en el sufrimiento de la muerte en cruz de tu Hijo, enséñanos el secreto de la piedad compasiva y misericordiosa mientras transitamos en este valle también de lágrimas amargas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF 


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