martes, 7 de enero de 2025

La Exaltación de la Santa Cruz: mi mirada al Crucificado.

La Exaltación de la Santa Cruz: mi mirada al Crucificado 

La herida como lugar teológico de la revelación de Dios y como esencia de la humanidad: éste forma también parte del núcleo incandescente, muy humano y divino, del Evangelio y de la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. 

Un icono evangélico de la esta Fiesta - poderosa y profunda -, y de la propuesta de mi reflexión, es el del encuentro entre Tomás y el Resucitado, donde, según el evangelista Juan, Cristo se presenta al discípulo dubitativo mostrándole las heridas que llevará consigo para siempre y haciendo así de cada herida de la historia el lugar donde se le permite tocar a Dios: así, según el modelo de la Encarnación, todas las heridas dolorosas, todas las miserias del mundo y de la humanidad son heridas de Cristo. Nuestro Dios es un Dios herido. 

Subyace a esta intuición de mi reflexión un episodio biográfico. Un día, tras celebrar la Eucaristía, y leer la perícopa joánica, entré en contacto, desconcertante y perturbador, con la miseria y el sufrimiento de un grupo de mujeres que trabajaban en la calle. De ahí, inmediatamente, una nueva lectura del pasaje evangélico: es en la herida de la humanidad donde Cristo se hace presente. Y recordé aquellas palabras: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos: extiende tu mano y métela en mi costado; y ya no seas incrédulo, sino creyente», sintiendo así el poder de la promesa del Hijo: donde toques el sufrimiento del hombre -y tal vez sólo allí- reconocerás que estoy vivo, que existo. Me encontraréis allí donde el hombre sufre. No me des la espalda en ninguno de estos encuentros. No tengas miedo. 

A partir de aquí, de esta fuente, habría como tres grandes pilares. El primero, el tema del Misterio de Dios, sobre el cual y del cual el hombre no puede sino tartamudear, callar, interrogarse, llegando incluso a combatir y luchar. Confieso que me es imposible acostumbrarme a fórmulas y rituales que poco tienen que ver con una fe verdadera, sincera, encarnada. Una fe siempre en movimiento, nunca domesticada y nunca arrogante, humilde al declarar que no «posee la verdad» con triunfalismo, pero siempre capaz de cuestionarse, de «convertirse». Ciertamente no soy hipócrita cuando me siento agitar, cuestionar y perturbar. Mirando atentamente la historia, no podemos evitar la sospecha de que para millones de buenas personas que han confesado y practicado (para la mayoría ciertamente en un mundo sincero y no hipócrita) la religión cristiana, la quietud de esta religión, de este sistema de reglas, rituales y costumbres probadas, nunca se ha visto perturbada por el nacimiento de una fe como respuesta personal libre a una llamada de Dios sentida personalmente. 

El segundo pilar se podría centrar en el misterio de la cruz, por el que Jesús asume no sólo la muerte humana, sino también la muerte de Dios, en la inmensa solidaridad de lo divino con lo humano, en el abismo del abandono y la derrota -luego redimido y resucitado, pero aún derrotado- en su primera manifestación. Ni que decir tiene que el misterio de la cruz, del sufrimiento, del mal, que conduce al tercer pilar de la reflexión, que amplía el horizonte hacia el dolor del mundo. En el Evangelio no encuentro, y quizá ni siquiera lo busco, instrucciones para curar las heridas de nuestro mundo. Cada vez voy alimentando una extrema desconfianza hacia los libros de recetas. 

Mi reflexión pretendería servir de ayuda a alguien, también a mí, si insta a la «no indiferencia», al valor de ver». Importa el reconocimiento de la verdad del otro. También importa reconocer las heridas del propio ser, pues no hay ser humano sin herida. Incluso la fe, una fe verdadera no puede sino estar herida: por el sufrimiento propio y ajeno, por la duda, por la muerte. 

Mirar al Crucificado me invita a tocar las heridas. La fe, si está viva, siempre será herida, crucificada y, sí, a veces incluso 'asesinada'. Hay momentos en que nuestra fe (o, dicho más humildemente, su apariencia real) muere, sólo para resucitar de nuevo. Sí, sólo una fe herida, en la que las «marcas de los clavos» son evidentes, es fiable; sólo ella puede curar. Me temo que una fe que no ha pasado por la noche de la cruz y no ha sido golpeada en el corazón no tiene este poder. 

Una fe que nunca ha estado ciega, que nunca ha experimentado la oscuridad, difícilmente puede ayudar a los que no han visto y no ven. La religión del 'ver', una religión farisaica, pecaminosamente segura de sí misma, ofrece piedras en lugar de pan, ideología en lugar de fe, teoría en lugar de testimonio, instrucciones en lugar de ayuda, órdenes y prohibiciones en lugar de la misericordia del amor. 

Incluso en el siglo XXI, hay un dolor que no queremos experimentar, pero no podemos hacer nada para evitarlo; una adversidad que nos negamos a imaginar, pero llega para entorpecer nuestros planes; una dificultad o un problema que hemos subestimado y que ahora se manifiesta en sus verdaderas dimensiones y nos obliga a emprender un camino más largo y arduo. 

Este es el misterio del sufrimiento, sobre el que el hombre siempre se ha preguntado y que ahora, como ayer y mañana, se vuelve a proponer en toda su irreductible verdad. El misterio del sufrimiento no eliminable, que no cede al poder de la técnica, que prevalece sobre los esfuerzos humanos para combatir el mal. 

¿Cómo experimentar el sufrimiento no erradicable? ¿Ignorándolo y tratando de olvidarlo, como si no nos afectara después de todo? ¿Retirándolo a algún rincón de nuestro subconsciente y contrarrestándolo con soluciones «compensatorias»? 

¿Qué sufrimiento es fecundo? Tampoco en esta Fiesta me siento llamado a abordar esta cuestión… pero ‘tocando las heridas’ sí creo que habría que proponer una perspectiva de reflexión que nos invitara a captar, no ilusoriamente, potenciales elementos positivos presentes en el sufrimiento humano. «Potenciales» significa que se trata de elementos que deben ser identificados a través de un serio replanteamiento de la experiencia de sufrimiento vivida y luego desarrollados en caminos de elaboración personal. 

A la luz de las enseñanzas del Evangelio - pero no sólo -, y mirando al Crucificado… tocando sus heridas… me detengo en la necesidad de una aceptación activa, no resignada, del sufrimiento no eliminable, que haga posible su re-significación hasta una verdadera transfiguración, de la que no faltan preciosos testimonios incluso en nuestros días y tantas veces de manera anónima, escondida… cotidiana. 

«Tu rostro, Señor, busco. No me ocultes tu rostro» (Sal 27, 8). Así reza un antiguo creyente que busca ansiosamente el rostro de Dios. 

Dios es el "otro" por excelencia. Por eso los cielos se rasgaron. La humanidad siempre ha querido llegar a Dios para comprenderlo, empezando por Moisés que aspira a contemplar la gloria del Todopoderoso, pero "ningún hombre puede ver el rostro de Dios y permanecer vivo" (Ex 33, 18.20). Dios es el otro por excelencia, el diferente, el irrepresentable, y si Elías, Isaías o Pablo reciben el don de la visión, son incapaces de repetir lo indecible. Pero, cuando en la "plenitud de los tiempos" los cielos se rasgaron, entonces, "la gloria de Dios apareció en un hombre a quien tocamos con nuestras manos, a quien vimos, a quien oímos" (1 Juan 1, 1). 

El rostro del Crucificado, el rechazado por Dios y los hombres. Sin embargo, Dios se conoce plena y paradójicamente sólo en el rostro del Crucifijo: rostro humillado, herido, rostro de un fracasado, rechazado por los hombres y por Dios: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 14). Pero Dios guarda silencio. Por tanto Jesús no era el Mesías y muere en medio de burlas e indignación. Un grito ahogado y luego un fuerte grito. No muere como un héroe. Él vale menos que Barrabás. 

¿Dónde está la gloria de Dios? ¿Su triunfo? ¿El tres veces santo? Todos se han alejado, los apóstoles, los discípulos, la multitud… algunos lo han traicionado, otros lo han negado. Su pueblo no lo recibió con agrado. Tampoco los "suyos", aquellos que se han asentado en sus propias seguridades, incluidas las religiosas. Todos se alejaron. 

O mejor dicho, hay alguien: un soldado anónimo, un pagano: "Verdaderamente éste era el hijo de Dios" (Mc 15, 39) y un criminal crucificado: "Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino" (Lc 23, 42). ¿Pero quiénes son? 

Son aquellos "puros de corazón" que Jesús había llamado "bienaventurados", a quienes se les anunció el poder de ver a Dios. Los buscadores de Dios inconscientes, los "pobres de Yahvé", que no pueden contar consigo mismos, abrumados por el mal y pisoteados por sus compañeros. Gente alejada del Templo, de la Ley, del Sábado. Pueblo en desorden, pero que misteriosamente logran ver el trono glorioso en la Cruz. 

¿Y el criminal crucificado? Quién sabe, tal vez estuviera entre aquellos pastores que, treinta años antes, habían sido despertados por el coro de ángeles, y ese canto había penetrado en su corazón y de vez en cuando lo hacía saltar. Luego el cantus firmus se había ido oscureciendo con el tiempo hasta desaparecer en las vicisitudes de la vida... Él, que en sus largos vagabundeos con su rebaño había aprendido en la oscuridad de la noche a ver la primera "estrella brillante de la mañana", embriagarse con el "sol que sale de lo alto", admirar "los lirios de los campos" y los "ríos de la estepa" en el desierto. Había aprendido a mirar otros horizontes, hacia "nuevos cielos y una nueva tierra". 

Y ahora reconoce, en el Crucificado, a ese hombre que vivía en las afueras del Imperio, que ama asociarse con recaudadores de impuestos y pecadores, que se deja besar por una prostituta, cura en sábado, proclama a los pobres y a los perseguidos, ahuyenta del Templo a los vendedores, habla de amor y vive de amor y, "siendo todavía pecadores", perdona y muere por nosotros. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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