Y el Verbo se hizo carne (III)
No pasa un día en el que no escuchemos palabras rebotadas de un lado del mundo y de nuestro país al otro, utilizadas como piedras contra el extranjero, el diferente, el otro, sobre todo cuando éste coincide con los pobres, los últimos, los indefensos.
Palabras que contradicen un sentimiento y un principio humano tan antiguo como su opuesto “homo homini lupus”: solidaridad, compartir. Sí, porque desde la primitiva caza competitiva de alimentos para sobrevivir, los seres humanos hemos tenido ante nosotros una elección fundamental: vivir contra los demás o vivir con los demás, vivir juntos y, por tanto, compartir lo esencial para vivir.
Para la fe judía y cristiana, Dios es la presencia que no sólo pide esta participación en la equidad, sino que la impone, “colmando de bienes a los hambrientos y despidiendo a los ricos con las manos vacías” (cf. Lc 1,53), mientras que hoy pretendemos creer que la mano invisible del mercado podría revelarse como la arquitecta absoluta del bienestar del planeta: ¡idolatría, habrían gritado los profetas y los Padres y Madres de la Iglesia!
Hemos perdido el sentido de la gran y decisiva noción cristiana del bien común y, con ella, cualquier urgencia por la justicia y la equidad. La tierra pertenece a Dios y en ella somos sólo huéspedes y peregrinos (cf. Lv 25,23): errantes forasteros de nuestro padre que fue un arameo errante y forastero.
La tierra fue confiada a toda la humanidad para que fuera trabajada, cuidada y pudiera proporcionar los recursos necesarios para la vida de todos los habitantes del planeta, animales, plantas y seres humanos. El alimento, el pan, según la metáfora que lo representa, es de todos y para todos. Juan Crisóstomo advirtió: “Lo 'mío' y lo 'tuyo', estas frías palabras, introdujeron infinitas guerras en el mundo... Había una vez en la que los pobres no envidiaban a los ricos porque no había pobres, siendo todas las cosas comunes”. Aquí es donde surgen conflictos, enemistades y violencias que, tarde o temprano, pasan de lo verbal a lo físico...
Es urgente redescubrir la ‘communitas’ que es la única que puede ayudar a los intentos de redistribución equitativa de las riquezas del planeta; urge redescubrir la idea del bien común, para la felicidad de la convivencia; es urgente practicar la "convivencia", compartir los alimentos para redescubrir los vínculos sociales, la posibilidad de establecer una confianza mutua que se traduzca en responsabilidad mutua.
La comida, símbolo muy concreto de lo esencial para la vida, es comida cuando se comparte; de lo contrario, es veneno para quien la atesora y muerte para quien no la tiene. En el mundo y también en nuestro país, los ricos son cada vez menos y más ricos, mientras que los pobres son cada vez más pobres y más numerosos, incitados al conflicto entre ellos para no rebelarse contra las injusticias que sufren.
En virtud de esta situación perversa, muchos quedan excluidos de la sociedad en la que viven y pasan a ser mucho más que explotados: se convierten en sobras, desperdicios, desperdicios... Compartir los alimentos debería ser una condición imprescindible para poder consumirlos sabiamente y convertirlo en motivo de celebración, transformándolo de alimento cotidiano en banquete.
¿No está escrito en el Padre Nuestro: “Danos el pan de cada día”? (cf. Mt 6,11; Lc 11,3). Así podremos llamarle 'Padre nuestro' y no 'Padre mío'! Si el pan, necesidad común, pan para todos, no se comparte, entonces “el pan se levanta en rebelión”. Este es el grito de las revoluciones por la falta de pan y el hambre de los pobres: lo fue en la Edad Media como lo sigue siendo hoy en el siglo XXI.
Por tanto, estemos atentos y, sobre todo, optemos por una conversión, por un cambio de comportamiento frente a los alimentos: debemos luchar contra el despilfarro, tener ganas de tirar los alimentos como robo, adoptar un estilo de sobriedad, emprender el esfuerzo político y económico, batallas necesarias para garantizar que la comida siempre se comparta.
El Evangelio nos recuerda que, junto con la acogida del extranjero, es compartiendo el alimento que seremos juzgados dignos de vivir o maldecidos, entregados a la muerte: “Tuve hambre y me disteis de comer... Tuve hambre y no me disteis de comer” (Mt 25,35.42). La referencia al Evangelio, entonces, para el cristiano no es ni puede ser nunca una llamada a la defensa de una identidad, sino una llamada a un camino de humanización que comienza por el reconocimiento de la dignidad humana del otro: “¿Dónde está tu hermano? ”
Recordemos que la triple categoría antropológica cristiana es simpe: hijo, hermano, prójimo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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