lunes, 31 de marzo de 2025

El Concilio de Nicea (y de Constantinopla) y su credo.

El Concilio de Nicea (y de Constantinopla) y su credo  

Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros” (Hch 15,28) implicaba el reconocimiento de una Iglesia formada por judíos que se sabían “cristianos”, pero que interpretaban la Torá como todos, aunque la leyeran a la luz del pensamiento no excluyente de Santiago que, confiando en la Palabra nueva (“para que también los demás hombres busquen al Señor, y todos los gentiles sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor que hace estas cosas” (Hch 15,17-18), se abría a los paganos. 

En aquella carta comunitaria (Hch 15,23-29) los Apóstoles nos enseñan a superar el constante analfabetismo de los creyentes de tal manera que no descansemos tranquilos en el reconocimiento simplista de un Dios trascendente y en la obediencia conformista a la Iglesia. 

Los Apóstoles y los ancianos de la comunidad de Jerusalén, de hecho, proclaman: «Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros». ¿Declaración audaz? Hoy en día, aunque parezca extraño, parece que sí. De hecho, contra cualquier sumisión al dogmatismo: las iglesias del dogma son aquellas que se defienden de los asaltos y sobresaltos del Espíritu Santo

Y tal vez es aquella una declaración que en nuestro tercer milenio nos invita a tomar conciencia de que el sistema del cristianismo inmóvil está irreversiblemente acabado: la de también debe ser liberada para llegar a ser verdaderamente más evangélica. Mantenerla inalterada cuando una comprensión y formulación ya no son elocuentes, aunque sean tradicionales, pone en riesgo también el presente de su relevancia y el futuro de su significatividad. 

Y creo que con motivo del aniversario del Concilio de Nicea, Primer Concilio Ecuménico de la Iglesia cristiana, se puede afrontar una nueva reforma en este siglo XXI. En particular, la reforma del “credo” cristiano. 

El Concilio de Nicea pasó ciertamente a la historia por la condena de la herejía de Arrio –que negaba la divinidad de Jesucristo visto como hombre nacido normalmente de mujer y luego adoptado de modo especial por Dios, cuya naturaleza divina es única–, pero también por el extraordinario esfuerzo de inculturación que realizó la comunidad cristiana. La escuela de Alejandría (la de Clemente y Orígenes) y luego los Padres de la Iglesia del siglo IV (Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianceno y Nisa, Agustín) ya habían reelaborado y expresado la doctrina cristiana utilizando categorías propias de la filosofía, en particular de la griega. 

La síntesis de ese largo compromiso se encuentra expresada en el Credo niceno-constantinopolitano que recitamos cada domingo en la Misa. Un trabajo de “inculturación”, en un tiempo en el que el cristianismo no era todavía la religión del Imperio, precioso y fundamental y que perduró durante muchos siglos. Una seria comparación que tradujo el Evangelio en formas, lenguajes y símbolos comprensibles para los contemporáneos y que llevó, después de un difícil y complejo proceso cultural y teológico, a Nicea y a los concilios posteriores (Éfeso en el 431 y Calcedonia en el 451) a proclamar a Jesucristo "verdaderamente Dios y verdaderamente hombre". 

Sin embargo, cada vez me pregunto hasta qué punto las formulaciones que se utilizan hoy en día son comprensibles para quienes las recitan. “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por medio de quien fueron hechas todas las cosas”

Verdades poderosas de fe expresadas con formulaciones – homoousios, physis, ousia, hypostasis – que ya no convencen a la conciencia creyente contemporánea. No quiero decir que no sean importantes, ni mucho menos. Pero ya no hablan al cristiano que asiste a la Misa del domingo (y, quizá, menos aún a quien no va a Misa)

El credo niceno necesita ser reexaminado, subrayando sus vacíos de significado que, si uno se da cuenta a pesar de la repetitividad pasiva de la “recitación”, son verdaderamente desconcertantes: no hay memoria de la vocación de Israel; que Dios sea el creador no es suficiente; falta la palabra amor; la profecía se limita a un tiempo pasado (“habló por medio de los profetas”); la representación de Jesús se limita a un “nació, murió, fue sepultado” sin recordar que vivió, llamó, sanó, que todavía nos salva; la predicación de Jesús del Reino de Dios;… 

No es ningún secreto que a veces se intentan innovaciones litúrgicas y que algunas están inventando nuevas fórmulas para definir el objeto de la fe de la comunidad: la creatividad siempre es positiva, pero seguramente no la anarquía. 

El aniversario del Concilio de Nicea del año 325 d.C., cuando los obispos –e indirectamente los que no estábamos allí– “pensaron bien” las palabras del Credo. Con todo, la distancia del tiempo, 1700 años no pasan en balde, nos ayuda a caer en la cuenta también de que seguramente el Espíritu Santo no quería quedar preso para siempre en un bloque dogmático por más de que fuera sistemático y definido. 

La comunión de los creyentes con la Iglesia y, también a través de ella, con el Espíritu Santo no es sinónimo de una eterna convención que obliga a los fieles a permanecer atados de formulaciones (no digamos de costumbres, prescripciones,… rituales) sólo en apariencia definitivas, es decir, irreformables. La Iglesia cristiana –y para que no sea un factor agravante del inmovilismo– está llamada seguir las mociones del Espíritu Santo a la hora de re-pensar y re-formular las formulaciones de su fe sin renunciar a la inteligentia y a la parresía

La formulación del credo no es sólo una cuestión del siglo IV como tampoco lo es de la sola Iglesia sino también del siglo XXI y de cada uno de los creyentes de tal manera que, cuando se proclama el símbolo de la fe, se ayude realmente a sentir su autenticidad si es que la formulación de la fe es como un organismo cultural vivo y habita el crecimiento evolutivo de la humanidad. 

Los principios del credo niceno (y constantinopolitano) siguen apareciendo como puntos de referencia de certezas consoladoras, pero se han vuelto opacos por falta de oxigenación en un credo de verdades inmutables de la fe, pero ya no legibles por las generaciones que en lo concreto de la vida han llegado a utilizar lenguajes ya no compatibles con la fijeza "ejemplar" de aquella formulación dogmática. 

Teológicamente, en el Concilio de Nicea parecía justo resolver los problemas de la humanidad de Cristo (¿nacido, creado o generado por Dios?) y de su naturaleza (o incluso sustancia, esencia, persona) y no sin dificultad se llegó a un acuerdo doctrinal que fue declarado válido para todos por el Emperador Constantino, bajo pena de exilio para los opositores: como siempre, los dogmas tienen una historia, que quizá no agrada al Espíritu Santo (ni a nosotros) para siempre… 

Hoy el futuro del cristianismo no sé si sigue necesitando la misma formulación de Nicea (y de Constantinopla). ¿Qué acto de traducción necesitaría el credo si éste no es inmutable? ¿Qué formulación de la fe requeriría un presente y un futuro diferentes a los del siglo IV? ¿Qué nuevas necesidades de espiritualidad, de formulación, de práctica,…, cristianas tiene hoy la Iglesia y debe afrontar con la misma ‘inteligentia’ y ‘parresia’ con que la Iglesia "acogió" a los paganos? 

Dentro de unos meses se cumplirán los 1.700 años del Concilio de Nicea. En su momento (allá por el 28 de enero de 2024: https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2024-06/papa-francisco-audiencia-delegacion-patriarcado-viaje-nicea-2024.html) el Papa Francisco manifestó su deseo de viajar a Nicea con Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, como una gran señal histórica, también de profecía, al lugar del Primera Sínodo Ecuménico de la misma y única Iglesia. 

¿Será aquél otro momento de aquel “ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros” -Hch 15,28- en el que se realice una nueva formulación más evangélica del símbolo cristiano de la fe? 

La fractura entre fe y cultura fue definida por Pablo VI como "el drama de nuestro tiempo". Y, de hecho, el principal nudo que hay que desatar hoy en la evangelización del mundo contemporáneo es la nueva relación entre fe y cultura, que estamos llamados a establecer dentro de la sociedad secularizada y pluralista. 

En esta relación entre fe y cultura - desafío para la Iglesia de todos los tiempos si quiere renovar creativamente la fidelidad al Evangelio - la cuestión del lenguaje es decisiva. Lo que se necesita –y, si somos honestos, debemos reconocerlo– es una nueva reformulación del símbolo cristiano con respecto a un mensaje siempre más evangélico.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


domingo, 30 de marzo de 2025

Hacer de la paz la condición normal y permanente de la vida.

Hacer de la paz la condición normal y permanente de la vida 

En los últimos años, el mundo viene siendo testigo de un fenómeno preocupante: el hábito de la guerra. 

Las campañas psicológicas masivas, destinadas a presentar la catástrofe como un horizonte normal, están transformando el conflicto en una gestión ordinaria de la política internacional. Las guerras modernas, como las actuales, ya no están sujetas al control popular, sino que están dominadas por autócratas, dictadores e intereses económicos. 

Los medios de comunicación, en lugar de ser una ola de reflexión crítica, muchas veces se limitan a describir quién gana, quién pierde, quién avanza o retrocede. Los muertos, los heridos, las ciudades destruidas se convierten en números fríos, alejados de la realidad humana. Esta representación ayuda a vaciar la guerra de su significado de dolor y destrucción. Los informes sobre la guerra en Ucrania o Gaza, a menudo carentes de patetismo, reducen la masacre a noticia. 

Sin embargo, no todos los periodistas se adaptan a esta tendencia. Algunos continúan ilustrando los hechos de la guerra con honestidad intelectual, permitiendo a los lectores formarse una opinión y así poder expresar una evaluación ética, no sólo política o económica. 

Cuando los políticos europeos hablan de una amenaza de agresión, de una guerra nuclear como si fuera inminente, cientos de miles de personas sienten miedo y buscan tranquilidad. ¡Es comprensible!

 

Quizás no podamos ejercer un poco de malicia y sospechar que detrás de estas palabras se esconde una manipulación política. Cada vez que enciendes la radio o la televisión, el mensaje es claro: ármate, prepárate para lo peor. 

Pero ¿es realmente necesario o es una estrategia para justificar decisiones peligrosas? Esta es la pregunta que me preocupa. 

El Papa Francisco no tiene dudas: el mundo está inmerso en una campaña psicológica que normaliza la guerra e impulsa a aceptar el desastre como inevitable. 

Sus intervenciones instan a los cristianos católicos y a todas las personas de buena voluntad a rechazar esta manipulación, a no aceptar la corrección política que borra la realidad de la guerra como un crimen contra la humanidad. 

El problema de la paz ha quedado ahora relegado a los márgenes del debate público y cualquiera que siga creyendo en él es tachado de ingenuo o utópico. Ahora el acento se pone en la guerra, en el rearme y esto tiene dos consecuencias muy graves. 

La primera es que la palabra “paz” ha sido vaciada de su significado político, generativo y humano, reducida a un simple intervalo entre conflictos. La guerra, no la paz, se ha convertido en el elemento “natural” de la vida social y de la condición humana, y por tanto se acepta como inevitable. 

La segunda consecuencia es que el compromiso político, social y religioso se ha centrado en la limitación y legitimación de los actos de guerra, en la disuasión y en la regulación de los conflictos, más que en su prevención. 

La paz debe volver al centro del discurso político y social. Esta es la petición de la mayoría de los ciudadanos, cansados ​​de ver al mundo caer en un abismo de violencia y destrucción. 

Es hora de rechazar la sutil idea de una guerra “justa” que se nos vuelve a proponer y el conflicto militar como lógica dominante. 

En un mundo que parece haber perdido su brújula moral, la paz no es una utopía, sino una necesidad. Y todos tenemos el deber de luchar para hacerlo posible. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

El catolicismo vaciado de cristianismo: el catolicismo convencional.

El catolicismo vaciado de cristianismo: el catolicismo convencional 

El 22 de febrero de 2018 la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una Carta, Placuit Deo, que explicaba a los Obispos algunas malas interpretaciones del momento sobre la salvación cristiana. La salvación es lo que Jesús de Nazaret vino a traernos, mostrándonos el rostro nuevo de Dios, siempre y solo amor, a través de su muerte-resurrección y su vida entregada totalmente, en este amor, a sus hermanos y para que todos los hombres se salven en Jesucristo, según la voluntad salvífica universal del Padre. 

Con la Encarnación, Él asume nuestra humanidad (= Él es el Salvador de nuestra humanidad, no de ninguna otra) y la vive en absoluta plenitud y perfección (= Él es la salvación de nuestra humanidad de esta manera, no de otra). 

El razonamiento era ‘muy sencillo’. La salvación cristiana, traída por Jesús, es la «perfección y belleza» de nuestra humanidad. Por tanto, la salvación cristiana es liberación y redención de aquello que hace “inhumana” nuestra humanidad, ya porque la limita, impidiéndole liberar las infinitas energías del bien que hay en ella, ya porque la vuelve opaca, negándole su radiante belleza en el amor, o ya porque la corrompe en muchas formas de barbarie fácilmente reconocibles en la vida de los seres humanos. ¿Y cuándo? Cuando los hombres se odian, se matan, hacen la guerra, se dominan mutuamente esclavizándose, se explotan mutuamente mercantilizándose unos a otros, y así sucesivamente. 

Aun cuando no tienen ojos para el dolor y sufrimiento ajeno, les perciben más como enemigos que como hermanos y se dividen en muchas formas de competencia, como lobos rapaces contra otros lobos. 

La salvación cristiana concierne a todo hombre, a todos los hombres y a toda la humanidad. No se trata sólo de su alma o de sus ideas, sino también de su cuerpo, de sus emociones internas y de sus conexiones con Dios, los hombres y el cosmos. 

La salvación cristiana es la “salvación común”, la salvación del pueblo. No es algo que se pueda experimentar de forma aislada, en solitario, en una autonomía individualista, porque esta salvación es “cristiana”: nace, es decir, del acontecimiento de la Encarnación de Dios y, por tanto, se experimenta en la carne de los seres humanos, en el tejido histórico y “polvoriento” de los acontecimientos humanos, a menudo “sordos” a la escucha del mandamiento de Jesús sobre el amor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. 

Ese “cómo” es singular, porque pertenece a Jesús y sólo a Jesús, identificando el cristianismo de quien se compromete a amar “como” Jesús. Quien pretendiera amar “de otro modo” no sería cristiano y viviría en los “malentendidos de hoy” de la salvación que identifica la Carta Placuit Deo, recordando antiguas herejías: el pelagianismo (me salvo solo, con mis propias fuerzas, no tengo necesidad de los demás, ni siquiera de Dios, si acaso podría seguirlo como modelo externo, pero no tengo necesidad de su gracia) y el gnosticismo (me salvo en la interioridad de mi conocimiento y de manera íntima). 

Las heridas más dolorosas infligidas al Cuerpo de Cristo por estas «reducciones» de la salvación cristiana conciernen a la «sacramentalidad» de la Iglesia como «camino encarnado» a través del cual se realiza y se comunica la salvación, porque se refiere directamente a la fuente originaria e inagotable de la salvación de Jesucristo, es decir, a su humanidad plena, perfecta y verdadera. 

Estos reduccionismos –frutos del individualismo y del subjetivismo–, en tiempos de la «retrotopía» (Zygmunt Bauman), producen la herejía última, el catolicismo convencional. En el Documento de la Congregación no se hace mención de ello: no se lo “nombra”, pero se lo describe en detalle. 

La herejía última –entendida aquí como mistificación o reducción de la salvación cristiana– se experimenta, de hecho, en el catolicismo convencional, en el disfraz global que, sin embargo, mantiene inalterado el lenguaje católico: signos rituales, doctrinas, manifestaciones, organizaciones, oraciones, todo es católico, pero ya no cristiano (es decir, sin la carne ni la humanidad de Jesús). 

El catolicismo convencional es alienación religiosa: donde se reza pero no se practica la caridad, donde se invoca a Dios pero no se obedece su mandamiento de amor, donde se pide misericordia pero no se perdona

Un “catolicismo vaciado del cristianismo” es la herejía máxima, porque no hace obrar la salvación cristiana en la carne del ser humano, desencarnando la Encarnación. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Sobre la elección y nombramiento de los Obispos.

Sobre la elección y nombramiento de los Obispos 

La reforma de la Iglesia católica, anunciada varias veces por el Papa Francisco y que va tomando cuerpo durante estos años, no puede ignorar, entre los muchos problemas estructurales que hay que afrontar, el de la elección de los Obispos. Una reflexión sobre este tema no es fácil pero es necesaria e indispensable para aquellos que no quieren otra Iglesia sino una Iglesia diferente. 

Hay quien alude a una crisis de la Iglesia jerárquica. Y es que, si hay un problema de credibilidad, si el Evangelio hoy lucha por hacerse presente y fecundo, sin buscar coartadas, hay que reconocer que esto sucede también por responsabilidad, por la insuficiencia de la estructura eclesiástica. Es decir, no se puede achacar apresuradamente la actual crisis eclesiástica a sus bases, a la difusión de modas contrarias al Evangelio, al mundo con sus vicios y a su oposición invasiva a lo sagrado, a la realidad tan dolorosa como triste de los abusos,... Tampoco puede ser responsabilidad de los laicos el no encontrar cauces capaces para dialogar con un tiempo que cambia rápidamente, considerando que los laicos en la Iglesia, a pesar de su generosa presencia, no tienen responsabilidad en las decisiones de su gobierno. 

No sé cuánto tiempo queda aún por recorrer para un laicado consciente y protagonista, pero sí creo que el proceso de nombramiento de un Obispo debe ser un proceso eclesial en clave sinodal, que no puede ser tratado como un asunto privado. ¿Quién podrá tomar en serio la “paternidad episcopal” en una gestión tan opaca de la elección y nombramiento episcopales? 

Hay un proverbio que dice que no hay regla sin excepciones, pero que puede llegar un momento en que la excepción pueda o deba convertirse en la regla. La historia demuestra, creo, que no se trata de un mero juego de palabras. 

No somos pocos los que creemos que el Pueblo de Dios - los fieles de una determinada, los laicos, los religiosos, los ministros ordenados - deberían tener voz y voto en la elección de sus obispos. Otra cosa sería el encontrar aquellos mecanismos de acuerdo con las respectivas sensibilidades culturales, para garantizar una adecuada representación de todo el Pueblo de Dios de una determinada Diócesis. 

No me estoy refiriendo, y lo digo ya desde el principio de mi reflexión, a que la elección de los candidatos y el procedimiento de elección se concibieran como una campaña electoral democrática. Dicho en positivo, sería más bien un proceso de discernimiento espiritual el que presidiera y condujera a la decisión más unánime posible. Dado que la Iglesia en una diócesis es “plenamente Iglesia, pero no toda la Iglesia”, también deben incluirse las diócesis más inmediatamente vecinas, así como el Papa, quien debe confirmar la elección. Si así fuera, debería ser una excepción que el nombramiento lo hiciera únicamente el Papa. En la Iglesia latina la regla es que el Papa nombre libremente a los obispos. 

Llama la atención, por ejemplo, que en las Diócesis suizas de Basilea y San Galo, sin embargo, constituyen una excepción a nivel mundial. Aquí no es el Papa quien propone los candidatos. En lugar de designarlos, nombra al Obispo legítimamente elegido por el cabildo catedralicio. Este derecho se basa en el llamado Concordato de Viena de 1448. Hoy en día este procedimiento es una excepción. Sin embargo, en los tiempos antiguos, hasta podría ser lo habitual y normal. 

Solemos decir que fue solamente con la publicación del Código de Derecho Canónico (CIC) en 1917 cuando el derecho de elegir obispos fue expresamente atribuido al Papa. 

La afirmación del derecho de nominación papal se ha consolidado con el tiempo, haciendo que otros modelos de elección de obispos aparezcan como un mero acto de gracia del Papa. La historia de la Iglesia demuestra que esto no es cierto. Al comienzo de la historia de la Iglesia, en la elección de un Obispo fue fundamental la participación más amplia posible de los fieles y de las diversas autoridades eclesiásticas. Famosa es la formulación del principio de San León Magno: «Quien debe presidir a todos debe ser también elegido por todos». 

También hoy en Alemania existen distintos procedimientos para la elección de personas para las distintas sedes episcopales. En la mayoría de las Diócesis, es el capítulo catedralicio el que elige a un candidato de una lista de tres personas presentada por el Vaticano. La elección es luego confirmada por el Papa. En cambio, en las diócesis bávaras el Papa tiene plena libertad para nombrar un Obispo. Los capítulos catedralicios sólo pueden presentar al Vaticano una lista de candidatos que consideren idóneos. La diversidad de procedimientos depende, sin embargo, de los distintos concordatos con la Santa Sede que se aplican en Alemania según la región. 

Seguramente un factor importante, juntos otros, de la renovación de la Iglesia puede ser el cambio en la elección de los Obispos. Esta elección fue – en una larga tradición de la Iglesia – el fruto de un acuerdo católico entre la voluntad de los fieles directamente interesados ​​y la responsabilidad de la Santa Sede de asegurar y garantizar la unidad de la fe y la comunión eclesial. 

Este antiguo criterio podría hoy implementarse legalmente mediante una simple (y al mismo tiempo revolucionaria) modificación del actual canon 377 §1: «El Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos, o confirma a los que han sido legítimamente elegidos». 

Si solamente en circunstancias excepcionales fuera el Papa el que los nombrara libremente se convertiría en habitual y normal lo que en un momento no fue excepcional: la intervención del Pueblo de Dios. Y lo que hasta ahora ha sido rutina (nombramientos episcopales desde la Santa Sede) sería extraordinario. Sería un pequeño cambio que, además de recuperar lo mejor de la tradición, permitiría hablar de una verdadera primavera eclesial en un horizonte de una mayor sinodalidad. Y no sólo -aunque ya sería mucho- una posible reforma en los episcopados de los países. 

El papel desempeñado por los capítulos catedralicios podría ser asumido por los consejos pastorales diocesanos junto con los consejos diocesanos de laicos, del presbiterio y de los religiosos, dejando siempre abierta la posibilidad, donde las condiciones lo permitan, de participación directa de todos los bautizados o, al menos, de todos los consejos pastorales de la diócesis, incluidos los parroquiales. 

Todo lo anterior sirve, hasta donde sirva, para mostrar la posibilidad de un procedimiento diferente para el nombramiento de los Obispos retornando a una tradición anterior, desde los primeros tiempos de la Iglesia. Si el nombramiento de Obispos por parte del Papa se estableció fundamentalmente a partir del siglo XIII, y si durante varios siglos la Iglesia Católica incluso aceptó que existían diferentes sistemas de nombramiento en algunos Estados -Francia, Austria, España, Portugal-, entonces la motivación teológica del nombramiento por parte del Papa no parece suficientemente fuerte ni fundada. Más bien, para decirlo con claridad y con el coraje evangélico parece tratarse ante todo de una motivación de otro tipo histórico-político. 

El hecho de que a partir del siglo XIII el papado se reservara el nombramiento de obispos (a pesar de las diferencias que hemos visto entre Francia, España y Portugal en los siglos XVI-XIX) puede considerarse una consecuencia de la reforma gregoriana del siglo XI. Esta última consideró que la primacía de jurisdicción del Papa era recibida inmediatamente de Dios y la desconectó de su ordenación episcopal sacramental como Obispo de Roma. 

Pero es la consagración como Obispo la que configura al hombre a imagen de Jesús Pastor, a imagen de Cristo «pastor y obispo de nuestras vidas» (1 P 2, 25), porque en el cuerpo de los Obispos se hace presente el único episcopado de Jesucristo. Y según los Hechos de los Apóstoles, aquellos a quienes el Espíritu Santo designa Obispos están autorizados para gobernar la Iglesia (Hechos 20,28). 

Una base teológica la podemos encontrar en el hecho de que el nombramiento de Obispos sólo puede basarse en la designación por el Espíritu (Hechos 20,28). Y el descenso del Espíritu Santo sobre una asamblea está atestiguado en Hechos 10,44-45 y 19,6-7. El actual carácter centralizado y secreto del procedimiento no hace muy evidente la designación por parte del Espíritu Santo. Y hay que notar también que el fundamento de la autoridad en la Iglesia lo constituye el Espíritu Santo, que es dado a todos (Hch 2,17; 10,44-45; 1 Co 12,3; 2 Co 13,13) y que no sólo a los dirigentes, sino a todos los que tienen dones y carismas, les ha sido conferida la autoridad (Rm 12,3-8; 1 Co 12,4-28). 

Fue la eclesiología del Concilio Vaticano II la que afirmó la existencia de un colegio episcopal, del que se llega a ser miembro en virtud de la consagración, y del que también es miembro el Papa (Lumen Gentium, 22). Esta colegialidad de principios, sin embargo, parece contrastar con la persistencia a nivel jurídico del hecho de que los Obispos son elegidos y nombrados por el Papa y pueden ser removidos y transferidos en cualquier momento con un acto incuestionable del Papa. Es decir, no parece que el actual sistema de nombramiento refleje la colegialidad como propiedad esencial del ministerio episcopal. 

Además, existe una profunda conexión entre el ministerio episcopal y la Iglesia como misterio de comunión. La eclesiología de comunión encuentra su fundamento en numerosos pasajes bíblicos: “Permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15,4); “Que todos sean uno” (Jn 17,21); “Todos los que habían creído estaban juntos y tenían en común todas las cosas” (Hechos 2:44); “La comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros” (2 Co 13,13); “Tenemos comunión unos con otros” (1 Juan 1,7). 

La comunión entre los creyentes no puede tener sólo un aspecto místico e invisible; sino que indica también una práctica relacional, interpersonal, histórica y visible. Hay una espléndida expresión de San Cipriano (200-258 d.C.) que resume la comunión entre el obispo y su Iglesia: «El Obispo está en la Iglesia y la Iglesia está en el Obispo» (Epístola 69, 8). Y ciertamente esa eclesiología de comunión es la idea central y fundamental en los documentos del Concilio Vaticano II. La comunión corresponde al ser de la Iglesia, recuerda el destino de todos los carismas al ágape, a la comunión en la unidad, en el mismo designio de salvación, en el mismo proyecto eclesial. 

El ministerio episcopal se inscribe en esta eclesiología de comunión y misión que genera una acción en comunión, una espiritualidad y un estilo de comunión. La Iglesia particular, la comunidad del Pueblo de Dios, con los sacerdotes, los diáconos, las personas consagradas y los laicos, converge en el Obispo. Si el clero y los laicos convergen en el Obispo y si todos los carismas están destinados al mismo proyecto eclesial, la intervención del clero, de los religiosos y de los laicos en el nombramiento del Obispo parece natural. 

Una observación ulterior proviene del hecho de que el nombramiento de todos los superiores religiosos, en todos los niveles, no lo hace el jefe del nivel superior, sino que se produce mediante una elección de sus hermanos. Es normal y ha sido una práctica durante siglos que los mismos religiosos disciernan quién entre ellos es el más indicado para dirigir la Congregación. 

Una propuesta más concreta, por ejemplo, podría ser la siguiente. 

Cuando queda vacante una sede episcopal, un legado nombrado por el Papa (que puede ser también un obispo) convoca y preside un colegio electoral, integrado por: todos los sacerdotes de la Diócesis, todos los diáconos de la Diócesis; todos los miembros del Consejo Pastoral Diocesano; un representante laico de cada Consejo Pastoral Parroquial. 

Este colegio se reúne durante un día entero dedicado a la oración, la reflexión y la invocación del Espíritu Santo. Al final del día, la elección se realiza mediante votación secreta y resulta elegida la persona que recibe al menos dos tercios de los votos. En caso de que nadie obtenga los dos tercios de los votos, se utiliza el mismo procedimiento vigente para la elección del Papa. Puede ser elegido Obispo de una Diócesis cualquier presbítero, incluso de otra Diócesis, que tenga al menos treinta años de edad y haya sido presbítero durante cinco años. Está claro que la elección no debe incluir candidaturas formales anteriores. 

Una razón que algunos dan para mantener el sistema actual es la presencia de posibles divisiones en las Diócesis y en el clero local. Pero ésta es una razón que parece insuficiente, porque las diferencias de opinión y de valoración, así como pueden existir localmente dentro de la Diócesis, pueden existir también -y negarlo sería como esconderse detrás de un dedo- dentro de la Curia romana. 

En cuanto a los traslados de un Obispo de una Diócesis a otra, siempre serían posibles, a condición, por ejemplo, de que el Obispo elegido en una Diócesis pueda permanecer allí durante un cierto número de años. 

En todo caso, y esto es lo más importante, discernir posibles sistemas de nombramiento de Obispos favorecería el acercamiento del Obispo a los fieles de la Diócesis, ayudaría a establecer una mejor relación entre la jerarquía y los laicos y contribuiría a mostrar mejor a todos la Iglesia como Pueblo de Dios. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Gracia…

Gracia… 

Esta palabra, en el lenguaje popular, indica un acto de amor, de benevolencia, por parte de Dios, hecho en favor de aquellos que han acudido a Él, le han rezado,…, con gran dificultad y perseverancia. ¿Qué significa cuando escuchamos: “Dios me ha concedido gracia”? 

A nivel popular, el mecanismo detrás de esto parece ser: insisto tanto en la oración, en el ayuno, en las buenas obras, en…, tanto como para “mover” el corazón de Dios a que me conceda aquello que tanto anhelo, que necesito desesperadamente. Ahora bien, esta manera de entender la gracia tiene al menos dos problemas importantes. 

Lo primero es imaginar que, de algún modo, existe una correlación causal entre mis esfuerzos y que Dios obtenga aquello que me importa. Como si fuéramos capaces de “doblar” la voluntad de Dios a nuestras necesidades o deseos. 

La parábola de Lucas 18,1-8 -el juez injusto y la viuda importuna- no debe tomarse como si fuera una descripción de cómo Dios obra con nosotros. Si un juez deshonesto puede terminar escuchando el clamor de la viuda para librarse de ella, con mayor razón Dios, que es amor gratuito por nosotros, «¿no hará justicia a sus elegidos que claman a él día y noche, y se demorará por ellos? Os digo que les hará justicia rápidamente. Sin embargo, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lucas 18, 7-8). 

El final del pasaje es precisamente para indicar que es la fe de la persona la que decide todo, no la posibilidad de “convencer” a Dios, de alguna manera, de darnos aquello que nos importa. Es decir, las cosas suceden si creemos que Dios está verdaderamente de nuestro lado, en todo momento. Si pensamos que lo impensable es posible, que aquello que consideramos imposible para nosotros, dentro de los esquemas que nosotros mismos nos enjaulamos, ¡sucederá! 

El segundo problema con esa concepción popular de la gracia es que Dios debe ser convencido. Es decir, a través de la oración, la limosna y las buenas obras, Dios decide abrir su corazón al hombre. Plantear esta hipótesis significa imaginar que Dios, como mínimo, está normalmente distraído con respecto a nosotros y a nuestras vidas o, peor aún, mal dispuesto. Y que tenemos que “comprarlo” o “apaciguarlo” para convertirlo en nuestro amigo. 

Todo el Nuevo Testamento, en cambio, se refiere a un Dios que no hace otra cosa que estar dispuesto a donar su amor, siempre que estemos abiertos a aceptarlo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). 

La oración, la limosna y las buenas obras no sirven para conmover a Dios, sino para cambiar nuestro corazón y vivir cada vez más que Dios nos ama verdaderamente y gratuitamente, en lo concreto de nuestra vida. Es el bien que hago el que actúa en mí y me atrae cada vez más a la órbita del amor, en la que Dios me precede siempre con su amor. Así nuestra fe puede crecer y ser capaz de “mover” montañas, haciendo posible también la “gracia”. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

¡A las armas!

¡A las armas! 

Desde hace algún tiempo vengo leyendo las posiciones de nuestros queridos amigos sobre el problema de la guerra y la paz, con todo lo que ello conlleva. Hoy en día, en particular, se plantea la cuestión del rearme de Europa o, mejor dicho, de los Estados europeos. Uno, que no es político ni tampoco experto en análisis políticos, se encuentra ante algunas opiniones y posiciones que, por lo menos, me dejan perplejo. 

El rearme no es la única defensa 

¿Estamos seguros de que la defensa es equivalente al rearme? Por supuesto: el de von der Leyden es un auténtico rearme, en el que Alemania invierte 500.000 millones. Pero el rearme no es la única defensa. ¿Y no es típico de la historia de Europa que repudia la guerra no sólo por principios constitucionales, sino también por sentimientos culturales y antropológicos: quién en Europa hoy está dispuesto a hacer la guerra de primera mano, y no a través de un tercero? Y esto no ocurre sólo en algún espíritu pacifista cobarde que no quiere el martirio: ya hemos visto que muchos ávidos belicistas occidentales quieren armarse, sí, pero… hacer que otros se vayan a la guerra. 

Pero también se debe a una conciencia más madura que considera la guerra una vana inhumanidad, que no resuelve nada. La defensa de Europa como entidad querida por los fundadores después de la guerra, tenía como objetivo principal crear intercambios entre los pueblos a través del conocimiento, la cultura y el comercio, con tantos espacios políticos como fuera posible. Es otra manera de traer a la reflexión aquella sugerente imagen del “poliedro” del Papa Francisco. 

En resumen, en primer lugar, pienso en una defensa basada en la convivencia activa, la razón y la cultura. Mientras que la defensa de von der Leyden se centra en la disuasión, ésta se centraría en la amistad de los pueblos. Es esto lo que, al desmoronar una mentalidad belicista desde dentro, ha provocado la caída de los bloques opositores. No fue entonces ni será ahora la disuasión la única respuesta. Porque utilizar la disuasión es como amenazar con aumentar las penas para frenar el crimen. 

La disuasión mediante la fuerza de las armas es ineficaz e imposible 

Por tanto, una defensa basada en la disuasión armada, es decir, la defensa de von der Leyden, es ineficaz e incluso imposible. 

Porque se necesitan décadas antes de que Europa (¿la Europa de los mil estados nacionales? ¿Y quién es Europa?) alcance una competitividad militar capaz de disuadir a los países que ya la han alcanzado, y de forma gradual, en un momento en que la disuasión aún podía mantenerse bajo control. La disuasión significaría saltarse los escalones e ir directamente a una disuasión que, si quiere ser tal, debe ser totalmente aniquiladora. 

Porque todo el mundo destaca la dificultad, incluso técnica, que raya en la imposibilidad, de coordinar las defensas de una Europa tan dividida y desequilibrada políticamente: esto mina fundamentalmente la capacidad de disuasión. 

Porque sólo un loco hoy podría querer conquistar el mundo por la fuerza a riesgo de quedarse en el desierto o perecer con el mundo. Pero precisamente porque sería un loco, no se dejaría disuadir por ninguna arma opuesta. 

Una pequeña disuasión, la única posible hoy en Europa, sólo produciría demostraciones de fuerza por parte de determinados Estados que obstaculizarían decisiones comunitarias impopulares entre algunos pequeños poseedores de una disuasión menor, favoreciendo una mayor escalada del desacuerdo europeo. ¿O nos sentimos tan seguros si Alemania, Polonia y Hungría (por nombrar sólo algunos) tienen armas nucleares? Es mejor entonces insertarnos en un sistema defensivo que ya existe y está acostumbrado a la responsabilidad del riesgo global, para abrirlo cada vez más a la relación, haciéndolo cada vez más cultural y cada vez menos dependiente de las armas; una OTAN que se convierte cada vez más en la ONU; una Europa cada vez más multilateral y cada vez menos vasalla. 

Si no se crea una hermandad humana mediante el diálogo, la disuasión sólo bloqueará la guerra hasta que una potencia crea que es tan superior que puede ignorarla. Y cuando crea haber superado al otro, tendrá la tentación de explotar la ventaja y en todo caso de no estar sujeto a una solidaridad común. 

Armas y necesidades humanas 

Decir que la defensa mediante el rearme desperdicia recursos que podrían usarse para servir a la humanidad no es un argumento que pueda descartarse fácilmente como demagógico. El desperdicio de recursos en aras del uso de la fuerza cambia las prioridades de las necesidades humanas; discrimina entre los seres humanos en función de cuánto pueden, no de cuánto necesitan; los hace más sospechosos y conflictivos. Crea un espíritu de venganza y fomenta la búsqueda del bienestar a través del acoso. 

Tomando en serio al Papa Francisco 

Por último, me asombra que se omita, casi por principio, la debida referencia al magisterio del Papa Francisco, que no pierde ocasión de sostener que la carrera armamentista es causa y no efecto de las guerras. Se publica al margen sin compararlo con la carrera armamentística de la defensa. Como si fuera compatible u otra cosa. Pero, ¿el Papa está hablando de otra cosa? ¿O es que no se está ocupando del «caso grave»? 

Parece que queremos descartar su pensamiento porque estamos a cargo de una mediación política que un Papa, y además enfermo, no puede permitirse. Se diría que algunos piensan que el Papa tiene que decir eso que dice… ¿Queremos al menos tomarlo en serio en sus implicaciones históricas? ¿Se puede tratar de comprender el significado de lo que está diciendo? Recordemos que en el asunto de las armas, los papas de estos dos últimos siglos, aunque tan diferentes teológica y cultural y antropológicamente, han pensado lo mismo. Eso debe significar algo; ¿o no? 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Un amor disruptivo: compasión y misericordia.

Un amor disruptivo: compasión y misericordia 

Pensemos en la escena del encuentro entre el hijo que aparece a lo lejos y el Padre. Este anciano refinado y rico. Lleva la túnica grande con mangas anchas: “Lo vio y tuvo compasión, y corrió hacia él, lo abrazó y lo besó”. Debemos imaginar a este hombre corriendo con los brazos abiertos, envolviendo a su hijo, a ese hijo, en su túnica, y besándolo. El padre actúa como padre incluso con el hijo que no ha podido actuar como hijo. 

Somos como los dos hijos: quisiéramos tratar a Dios como un interlocutor igualitario que distribuye los méritos. En cambio, su bien está más allá de todos nuestros méritos: Él es Padre, simplemente.  Ese señor que se emociona, corre, abraza a su hijo y lo besa es nuestro Dios. 

Nosotros, los cristianos de hoy, nos sentimos en una profunda crisis. Entre los muchos motivos, ¿no podría estar también la dificultad de dar testimonio de una imagen tan exigente de Dios, que perdona siempre y trata como hijos incluso a los que no lo merecen? 

Y es que, en el fondo, todos somos un poco fariseos y la bondad de un Dios así nos supera, inmensamente. 

Tenemos un problema con la parábola del “hijo pródigo”: la hemos leído y escuchado tantas veces que ya no nos interpela. Por supuesto, permanece en la imaginación de todos la representación más clara y viva del perdón de Dios, pero lo que en aquel entonces era un mensaje disruptivo, hoy parece casi obvio, algo ya conocido y que en el fondo dice poco o nada. 

Sin embargo, si se observa con atención, la historia de una de las parábolas más hermosas de los Evangelios ofrece ideas que todavía hoy resultan perturbadoras. Tanto es así que, quizá por eso mismo, hemos optado por olvidarla. 

Partamos del contexto en el que se narra la parábola: Jesús, como en muchos otros episodios evangélicos, está rodeado de aquellos a quienes el Evangelio llama “publicanos y pecadores”. Si nos detenemos a reflexionar sobre este aspecto deberíamos considerar cómo entonces, si Jesús viviera en nuestros días, lo encontraríamos recorriendo las calles de nuestras ciudades y deteniéndose en plazas de narcotraficantes, en clubes nocturnos, en mesas con traficantes de armas, políticos corruptos y empresarios fraudulentos... Junto a los peores. 

Y aquí quizá ya hay una primera provocación: ¿cómo puede ser que en el imaginario de todos la Iglesia sea hoy el lugar de «los buenos»? ¿Cómo es que el mensaje de Jesús es creído y vivido predominantemente por aquellos que viven la dimensión religiosa en sus vidas y tan rara vez logra tener impacto en diferentes contextos? Le ocurrió a Jesús que fue rechazado por la religión de su tiempo y que fue reconocido por aquellos que eran considerados los más alejados de Dios. ¿Por qué hoy ocurre lo contrario? 

Creo que lo que hizo que el mensaje de Jesús fuera al mismo tiempo atractivo para los lejanos y problemático para los religiosos fue el anuncio de un Dios que ama de manera totalmente gratuita. Esto es lo que surge de la parábola del Padre misericordioso: el Padre no intenta retener al hijo menor cuando éste decide irse, le da todo lo que pide, lo acoge tal como es, sin siquiera preguntarle dónde ha estado, qué ha hecho, cómo ha gastado todos los bienes que le habían sido dados... El Padre encarna un amor radicalmente libre, que no pide nada y lo da todo. Un amor que escandalosamente no da a cada uno lo que merece, sino que da todo a todos. 

A menudo diluimos este rasgo del amor de Dios porque es totalmente incontrolable. No es fácil mostrar la diferencia entre el amor de Dios que surge de la parábola y lo que muchas veces tenemos en la mente, porque es sutil, pero al mismo tiempo hace toda la diferencia del mundo. 

El amor del Dios de Jesús no cambia según nuestra conducta moral: Dios no ama más a los que se portan bien y menos a los que se portan mal, más a los que van a la iglesia y menos a los que no van. Lo que está en juego en nuestras elecciones y acciones es nuestra respuesta a este amor, pero el amor de Dios sigue siendo libre e infinito para siempre. 

Y éste es el rasgo chocante e incontrolable del amor de Dios predicado por Jesús, tan difícil de aceptar: Dios ama indiscriminadamente, del mismo modo al Papa que a la prostituta. Fue este mensaje el que perturbó y derritió los corazones de los recaudadores de impuestos y de los pecadores que acudían a escuchar a Jesús. 

Lo que más marcó la diferencia en el modo como Jesús hablaba a los pecadores fue la ausencia total de juicio: en la parábola el Padre no expresa ningún juicio hacia el hijo, simplemente ama. En los Evangelios, los únicos juicios que Jesús hace son contra aquellos que pretenden poner límites al amor de Dios. 

Tener la misma mirada de Jesús –ser cristiano– significa entonces esto: mirar a cada hombre y a cada mujer sin juzgar, sólo con esa compasión que distingue el amor de Dios. Aquí es donde más luchamos. Porque espontáneamente nos sentimos llevados a poner siempre en primer lugar el juicio moral de los demás. 

Naturalmente, sabemos desde el tiempo del catecismo que Dios ama y acoge a todos, pero que delante de Dios no haya diferencia entre un Papa y una prostituta suena completamente fuera de lugar a nuestros oídos. 

Son muchos los modos con los que, más o menos conscientemente, hemos intentado suavizar la fuerza disruptiva de este mensaje: nos hemos acostumbrado a pensar que el amor de Dios a los pecadores tiene como fin la conversión, es decir, que es un instrumento, una técnica amorosa para alcanzar un fin. Cuando en cambio es totalmente gratuito: muy pocos pecadores en el Evangelio se convierten, todos los demás muy probablemente no lo han hecho, pero han recibido del mismo modo el amor de Jesús. 

Nos hemos acostumbrado a pensar que el amor de Dios debe ganarse de alguna manera, al menos mediante el arrepentimiento: Dios te perdona si reconoces tu culpa y te humillas ante Él. Pero también esto es una manera de intentar contener, mediante una lógica del do ut des, la gratuidad del amor de Dios, mientras que, si nos fijamos bien, en la parábola del Padre misericordioso el motivo que empuja al hijo a volver al Padre no es en absoluto el arrepentimiento de las propias acciones, sino un mero cálculo utilitario: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra y yo aquí me muero de hambre!». 

Dios simplemente ama, y ​​eso es lo más difícil de aceptar, porque es totalmente desarmante. Ante Dios no tenemos méritos de los que jactarnos, ningún poder de negociación, porque la relación con Dios no se regula por la lógica del intercambio sino por la del don. Vivir como Dios quiere no es una manera de ganarse el favor de Dios, sino una respuesta libre y amorosa al amor gratuito de Dios. 

Si nuestro compromiso está encaminado a conseguir algún tipo de “mérito” todavía no hemos entrado en la lógica de Dios. Esto es lo que al hermano mayor, y a nosotros también, nos cuesta tanto aceptar. Por mucho que nos hayamos acostumbrado a llamar a Dios con el nombre de Padre, corremos el riesgo –preferimos– de considerarlo un señor del cual somos servidores. 

Porque ser siervo es mucho más sencillo: basta con seguir al pie de la letra los mandatos del amo –desde los morales hasta los litúrgicos– y habremos ganado el favor de Dios. Mucho más difícil es acoger sobre sí y hacer propia la misma mirada de Dios testimoniada por Jesús, que mira a cada hombre y a cada mujer con compasión, sin reservas, sin juzgar, en total gratuidad. Quien simplemente ama. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Qué ministerio eclesial.

Qué ministerio eclesial   Bienaventurados aquellos que personifican el ministerio del que vino a servir (Mc 10, 45).   En las Bienaventur...