domingo, 30 de marzo de 2025

Gracia…

Gracia… 

Esta palabra, en el lenguaje popular, indica un acto de amor, de benevolencia, por parte de Dios, hecho en favor de aquellos que han acudido a Él, le han rezado,…, con gran dificultad y perseverancia. ¿Qué significa cuando escuchamos: “Dios me ha concedido gracia”? 

A nivel popular, el mecanismo detrás de esto parece ser: insisto tanto en la oración, en el ayuno, en las buenas obras, en…, tanto como para “mover” el corazón de Dios a que me conceda aquello que tanto anhelo, que necesito desesperadamente. Ahora bien, esta manera de entender la gracia tiene al menos dos problemas importantes. 

Lo primero es imaginar que, de algún modo, existe una correlación causal entre mis esfuerzos y que Dios obtenga aquello que me importa. Como si fuéramos capaces de “doblar” la voluntad de Dios a nuestras necesidades o deseos. 

La parábola de Lucas 18,1-8 -el juez injusto y la viuda importuna- no debe tomarse como si fuera una descripción de cómo Dios obra con nosotros. Si un juez deshonesto puede terminar escuchando el clamor de la viuda para librarse de ella, con mayor razón Dios, que es amor gratuito por nosotros, «¿no hará justicia a sus elegidos que claman a él día y noche, y se demorará por ellos? Os digo que les hará justicia rápidamente. Sin embargo, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lucas 18, 7-8). 

El final del pasaje es precisamente para indicar que es la fe de la persona la que decide todo, no la posibilidad de “convencer” a Dios, de alguna manera, de darnos aquello que nos importa. Es decir, las cosas suceden si creemos que Dios está verdaderamente de nuestro lado, en todo momento. Si pensamos que lo impensable es posible, que aquello que consideramos imposible para nosotros, dentro de los esquemas que nosotros mismos nos enjaulamos, ¡sucederá! 

El segundo problema con esa concepción popular de la gracia es que Dios debe ser convencido. Es decir, a través de la oración, la limosna y las buenas obras, Dios decide abrir su corazón al hombre. Plantear esta hipótesis significa imaginar que Dios, como mínimo, está normalmente distraído con respecto a nosotros y a nuestras vidas o, peor aún, mal dispuesto. Y que tenemos que “comprarlo” o “apaciguarlo” para convertirlo en nuestro amigo. 

Todo el Nuevo Testamento, en cambio, se refiere a un Dios que no hace otra cosa que estar dispuesto a donar su amor, siempre que estemos abiertos a aceptarlo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). 

La oración, la limosna y las buenas obras no sirven para conmover a Dios, sino para cambiar nuestro corazón y vivir cada vez más que Dios nos ama verdaderamente y gratuitamente, en lo concreto de nuestra vida. Es el bien que hago el que actúa en mí y me atrae cada vez más a la órbita del amor, en la que Dios me precede siempre con su amor. Así nuestra fe puede crecer y ser capaz de “mover” montañas, haciendo posible también la “gracia”. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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