miércoles, 5 de marzo de 2025

Una profecía del Papa Francisco.

Una profecía del Papa Francisco 

Hace ya algunos años, allá por el comienzo del tiempo pandémico, el Papa Francisco llamaba la atención de que no estamos en una época de cambio, sino en un cambio de época. 

Muchos parecen haberse dado cuenta de ello ayer mismo, al ver el vídeo del enfrentamiento entre Trump y Vance, por un lado, y Zelensky, por otro. Estamos en una nueva época, aún sin saberlo. 

Sin embargo, el Papa Francisco nos advirtió mucho antes de que Trump volviera a la Casa Blanca. Ya entonces vio el cambio de época. El Papa Francisco no es un oráculo, es un hombre de 88 años, y está en el hospital, en un estado que dicen «reservado». 

No soy médico, no sé nada más de su enfermedad que lo que dicen los boletines. 

Pero siento que su petición de rezar por él me dice particularmente algo en estas circunstancias. ¿Qué significa rezar por él? Para mí significa pararme a pensar qué me está diciendo, qué me está ayudando a comprender, cuál es el sentido de su presencia para mí. 

Este pensamiento espero que le sea de alguna pequeña utilidad, de algún pequeñísimo consuelo, y que me ayude a ver. 

Hoy comprendo que este cambio de época es cierto, está ahí. 

¿Pero sólo me lo dijo entonces, sin decirme cómo entrar, qué hacer en esta nueva época? Yo creo que no. 

Pensar en el Papa Francisco, en este anciano que, como todos los ancianos, cae enfermo y del que espero que se recupere, aunque sé que no podrá hacerlo para siempre, me ayuda a recordar que me había invitado a prepararme incluso antes, allá por 2015, es decir, hace diez años. 

Parece un plazo impensable, sobre todo en estos tiempos acelerados, que con sus rápidos nos conducen hacia algo que nos cuesta incluso imaginar. 

El 17 de octubre de 2015, conmemorando la institución del sínodo de los obispos por Pablo VI exactamente 50 años antes, el Papa Francisco hablaba de la necesidad de pasar de una Iglesia vertical y piramidal a una Iglesia sinodal, una idea de la que tanto se ha hablado desde entonces sin que, así lo creo cada vez más, entendamos realmente en qué consiste. 

Él hablaba de ello, incluso a pesar de nuestra escasa atención y comprensión, y nos decía que sinodalidad significa «caminar juntos» y que el primer paso para hacerlo como cristianos implica una reforma del papado, una reforma que tuviera que había que realizar un paso de «tomar nota de la aspiración ecuménica de la mayoría de las comunidades cristianas y escuchar la petición que se me dirige a encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar en absoluto a lo esencial de su misión, se abra a una nueva situación». 

Bajo este Papa Francisco, que de monarca absoluto pasa a ser primero entre iguales, que acoge la diversidad, nos encontramos con que no hay más que el punto de llegada de una Iglesia que se hace sinodal en sí misma, en el sentido de que se forma entre todos los fieles, recrea la comunidad, los escucha, y camina así con el conjunto de la sociedad, con la que sus hijos viven, coexisten, conviven. 

Así, la Iglesia sinodal es parte del mundo, no se considera juez por encima y más allá de la historia, está en la historia, espera ser levadura donde es pequeña, pero quiere estar con nosotros, en los centros, en los márgenes o en las periferias. 

Esta Iglesia sinodal no excluye. Tampoco se impone. ¿Dice algo esta Iglesia sinodal a la sociedad en la que está? 

Miro el mundo de hoy, la mencionada reunión en la Casa Blanca del pasado 28 de febrero, y me pregunto si la primacía se ejerce hoy de la forma en que el Papa Francisco planteó la hipótesis, o al revés. 

¿Hemos entendido de qué nos hablaba el Papa Francisco, qué necesidades, incluso extraeclesiales, ha captado con su modelo de Iglesia sinodal? 

Al final de aquel discurso pronunciado hace diez años, el Papa Francisco dejaba claro que se dirigía también al mundo, en el que vive su Iglesia: «Nuestra mirada se extiende también a la humanidad. Una Iglesia sinodal es como un estandarte alzado entre las naciones en un mundo que -aunque reclama participación, solidaridad y transparencia en la administración de los asuntos públicos- a menudo consigna el destino de poblaciones enteras en las manos codiciosas de estrechos grupos de poder». 

Como Iglesia que «camina junto a los hombres, participando en los afanes de la historia, cultivamos el sueño de que el redescubrimiento de la dignidad inviolable de los pueblos y de la función de servicio de la autoridad puede ayudar también a la sociedad civil a construirse en justicia y fraternidad, generando un mundo más bello y más digno para las generaciones que vendrán después de nosotros». 

Nosotros no venimos después del Papa Francisco sino que somos sus contemporáneos, y aunque anciano y enfermo sigue en el hospital, descubrimos que le necesitamos por su intuición profética que no hemos aún entendido y que él aún tiene que explicarnos. 

En mi opinión, nos estaba advirtiendo: cuidado, estáis haciendo saltar por los aires vuestro orden democrático. Él vio esta crisis hace ya diez años. El orden democrático actual para mí, como para muchos, creo, «es» la democracia que enferma si no se cuida. 

Y creo que esto es lo que une al Papa Francisco y a nuestra democracia. No se le ha cuidado, o se le ha cuidado mal, quizás se le ha descuidado, igual que nosotros hemos descuidado el cuidado de la democracia. 

No podemos reducirla a un ejercicio electoral. Incluso en muchos sistemas no realmente democráticos se vota. 

El orden democrático hace muchas cosas. Sobre todo diría hoy que hace del Estado el árbitro del juego: las reglas se aplican a todos, nadie puede tener jueces, administración pública, inteligencia, administradores fiscales al servicio de intereses partidistas, o destinados a castigar a los demás. 

¿No estamos todavía en sistemas así? En Estados Unidos me parece que las señales de alarma están ahí, encendidas o encendiéndose, pero el orden democrático no ha conseguido como despertarse del letargo, sopor, sueño,…, y comprometerse. 

Estos recuerdos me hacen caer en la cuenta de que el Papa Francisco ya nos había advertido antes de que el reto democrático no es sólo local, nacional,…, sino mundial, porque se trata de la globalización. 

Antes de todas estas consideraciones, en 2014 nos había advertido, de hecho, que las periferias internas forman parte de una nueva periferización, la de aquellos que ya no se reconocen como parte del mundo en el que viven, como expulsados del orden que conocen como democrático, aunque sólo sea aparentemente. 

Fue, de hecho, en 2014, en Caserta (Ialia), cuando dijo: «Estamos en la era de la globalización, y pensemos qué es la globalización y qué sería la unidad en la Iglesia: ¿quizás una esfera, donde todos los puntos son equidistantes del centro, todos iguales? No, eso es uniformidad. Y el Espíritu Santo no hace uniformidad». 

«¿Qué figura podemos encontrar? Pensemos en el poliedro: el poliedro es una unidad, pero con todas las partes diferentes; cada una tiene su peculiaridad, su carisma. Es la unidad en la diversidad». 

Esta unidad en la diversidad que el Papa Francisco propone a los cristianos para valorizar cada carisma en su unidad renovada que no aplana a todos bajo una única «cumbre», que todo lo uniformiza, también la ve y la propone claramente para los pueblos con sus muchas y diversas culturas con sus propias especificidades, para que la globalización respete, no aplanando, uniformando,…, sino federando las muchas y diversas cosmovisiones en el poliedro del mundo. 

Este respeto no ha existido. La globalización ha parecido uniformizar, borrar las especificidades en beneficio únicamente de las finanzas. La globalización uniforme ha acabado siendo la exclusión de las periferias sociales como puntos iguales entre sí en una esfera. 

El modelo de sinodalidad que el Papa Francisco ha propuesto a su Iglesia debería ciertamente explicarse mejor, pero ha sido una de las mayores contribuciones cristianas ofrecidas al mundo para adaptar la democracia a los desafíos de este milenio. Y esa contribución tiene un nombre propio: Papa Francisco. 

Y también por esto, como podamos y como sepamos, debemos rezar por él, para seguir imaginando otra manera de democracia que pueda llevarnos a la paz. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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