Una oración sentida al Papa Francisco en su enfermedad y hospitalización
Me ha llamado mucho la atención, en estos días de preocupación por la salud del Papa, una oración escrita por un grupo de mujeres transgénero. Es ésta:
“A ti, querido Papa Francisco, que nos llamaste por nuestro nombre, que nos tendiste la mano sin querer que nos arrodilláramos, que quisiste que nos pusiéramos de pie para mirarnos a los ojos y que nos dijiste que amáramos, rezáramos, perdonáramos y siguiéramos siempre nuestro corazón. Nos invitaste a contarle al mundo nuestras historias para que pudiéramos cambiar la mente de quienes condenan nuestra naturaleza. Siempre has orado por nosotras, has recogido nuestras lágrimas y las has transformado en sonrisas. Tú que nos acogiste, nos apoyaste y nos hiciste tus hijas, llegue a ti nuestra oración y nuestro cariño infinito”.
Son seres humanos. Y este es el detalle que más me hizo pensar. En esta oración, estas mujeres rezan al Papa, no rezan a Dios. Y la sensación clara que se tiene al leerla es que para ellas existe realmente una superposición entre Francisco y Cristo, reviviendo implícitamente el título papal de “Vicario de Cristo”.
Este título se utilizaba desde el siglo III, pero indicaba a cualquier obispo, con el significado general de representante de Cristo en la Tierra. Fue con el Papa Gelasio I (492-496) que empezó a enfatizarse el papel específico del Papa como líder de la Iglesia y vicario de Pedro. Pero el primer pontífice que utilizó sistemáticamente el título de Vicario de Cristo para sí mismo fue probablemente Inocencio III (1198-1216), quien lo hizo central en la doctrina de la primacía papal. Desde ese momento, hasta su reducción en 2020, el título se convirtió en la expresión principal para indicar el poder supremo del Papa.
Así, durante casi mil años, el título de Vicario de Cristo fue la primera y principal manera en que el Papa fue reconocido en la Iglesia. Pero esto sucedió en virtud de la lógica del poder, hasta tal punto que, correspondientemente, en la Iglesia a Dios se le denominaba principalmente "el omnipotente".
Y fue la diferencia de poder la que marcó la distancia entre nosotros, los mortales, y Dios: Él puede hacerlo todo, mientras que nosotros estamos limitados. El Papa, en esta lógica, era aquel que, aunque limitado y humano, por la gracia de Dios, tenía acceso, aunque fuera parcialmente, a los poderes ilimitados propios de Dios.
La “oración” de estas mujeres realiza la misma superposición, pero en nombre de una lógica muy diferente: la del amor.
Consideran al Papa un ser de nivel “superior”, tanto que le rezan, pero sólo porque las amó y las reconoció en su calidad de “seres humanos”, sin prestar atención a su “naturaleza”, como ellas mismos la llaman. Por eso, y sólo por eso, perciben su amor como “trascendente” a la lógica de tantos otros que, antes y después de él, se han encontrado con ellas y no las han amado por sí mismas, sino que sólo las han “utilizado” ideológicamente, centrando la atención en su “naturaleza”.
Y aquí, efectivamente, se vuelve triste, pero inevitable, reconocer el paralelismo entre los extremistas de la cultura “de género” y los extremistas “católicos”. Los primeros se centran en su “naturaleza” para elevarla al mismo valor que la naturaleza de cualquier otra persona. Estos últimos se centran en su “naturaleza” para juzgarla como inadecuada en comparación con la de cualquier otro. Los paralelismos son terriblemente obvios, incluso si los resultados son opuestos.
En ambos casos lo que se oculta es el valor mismo del ser humano. Creo que he intentado siempre reconocer los derechos civiles y humanos de estas personas. Y no porque sean trangénero sino porque son “seres humanos”.
Y entonces se vuelve muy interesante que estas mujeres se reconozcan tratadas como “seres humanos” cuando son verdaderamente amadas. Porque el valor de una persona radica precisamente en esto: ser siempre digna de amor, independientemente de cualquier condición existencial en la vida.
Desgraciadamente, hoy en día, tanto dentro como fuera de la Iglesia, esto se está perdiendo y no podemos permitirlo. Precisamente ser «hijos del Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45).
La trascendencia, es decir, la superioridad del ser y del valor de Dios sobre el hombre, si hoy se retoma en forma de poder, es inmediatamente «utilizada» por la lógica de los poderes humanos y por tanto desfigurada. Por el contrario, todavía se puede reconocer, creer y vivir en la forma del amor libre y gratuito para todos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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