lunes, 30 de junio de 2025

La oración: un acto de fe.

La oración: un acto de fe 

Esta palabra constituye, junto con el ayuno, la limosna y la peregrinación, la tarea operativa más predicada para el jubileo, el «qué hay que hacer». 

Oración es una palabra emparentada con «precariedad». En efecto, en su origen indicaba la condición de quien siente el riesgo de que algo esencial en su vida no esté garantizado y, por eso, se dirige a Dios para pedirle ayuda. 

Este significado acaba sustentando la idea de que en la oración intentamos doblegar la voluntad de Dios a nuestras necesidades, deseos (a veces incluso caprichos). Esta forma de pensar está muy presente en la vida de muchos fieles cristianos, que acaban confirmando o no su fe en función de si Dios se deja «doblegar» o no a sus peticiones. 

En realidad, la forma cristiana de rezar, que nos viene directamente del Evangelio, es otra. «Cuando recéis, no malgastéis palabras como los paganos, que creen que por su palabrería serán escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de que se lo pidáis» (Mt 6,7-8). 

La oración cristiana no sirve para «arrebatar» a Dios una atención benevolente hacia nosotros, porque Él ya sabe lo que realmente necesitamos y ya nos lo está ofreciendo. No está distraído, no hay que «convencerlo» de un acto de clemencia. 

La oración cristiana no sirve para cambiar el corazón de Dios hacia nosotros, sino para cambiar nuestro corazón hacia Él: «No os inquietéis por nada, sino que en todo, mediante la oración y la súplica, con acción de gracias, presentad vuestras peticiones a Dios (...). Y la paz de Dios, que supera todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil 4,6-7). 

Por el simple hecho de ponernos en contacto con Él, su paz nos «guarda», es decir, cambia nuestra forma de ver el motivo por el que rezamos. 

Esto se debe a que la oración cristiana es el aliento de la relación con Dios, la comunicación activa y constante con Él, derivada del hecho de que nuestro corazón ha sido capturado por Él. Por lo tanto, es una dinámica contraria a quienes piensan que Dios debe dejarse capturar por nuestras necesidades. De hecho, la oración cristiana primaria no es la petición, sino el simple estar en su presencia, sintiendo su amor, sin decir nada y sin hacer nada. 

Dentro de esta actitud fundamental cobran sentido las cinco formas de la oración cristiana: la alabanza, la acción de gracias, la petición, la intercesión y el arrepentimiento. 

Si hemos experimentado realmente estar en su presencia, sintiendo su amor, la alabanza surge espontáneamente, como cuando estamos enamorados de una persona y nos sentimos impulsados a mostrarle cuánto amor sentimos por ella, y así darle las gracias se convierte en la consecuencia natural. 

Si hemos experimentado realmente estar en su presencia, percibiendo su amor, la petición, para nosotros mismos o para otros (intercesión), también se vuelve espontánea, pero sin sentir la necesidad de una respuesta positiva, so pena de romper la relación. 

Si hemos experimentado realmente estar en su presencia, percibiendo su amor, el arrepentimiento se convierte en una necesidad irrefrenable de pedir perdón por no haber estado a la altura de su amor infinito, pero con la certeza en el corazón de que seremos perdonados. 

Si, por el contrario, no hemos tenido esta experiencia, la oración se convierte realmente en un intento de «apaciguar» a Dios. Y así, los ritos, incluso los comunitarios, de la oración corren el riesgo de ser vividos como «los paganos» del Evangelio, que «creen que son escuchados a fuerza de palabras». En sí mismo, rezar cinco rosarios en lugar de uno solo, o tres Ave Marías en lugar de un simple saludo a Ella, no cambia en nada ni nuestro corazón ni el de Dios. 

Porque orar no es un acto mágico, sino un acto de fe: tiene eficacia para nosotros si creemos que Dios nos ama de verdad, habiéndolo experimentado. Por lo tanto, no sirve de nada aumentar el número de oraciones, sino entrar en contacto con nosotros mismos con la percepción de su amor. Y esto no pasa necesariamente por recitar fórmulas de oración.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

 

 

domingo, 29 de junio de 2025

He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera encendido! - Lc 12,49 -. Carta no pastoral de un cristiano a los Obispos de Navarra y del País Vasco sobre el futuro de esta Iglesia y esta Iglesia en el futuro.

He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera encendido! - Lc 12,49 -. Carta no pastoral de un cristiano a los Obispos de Navarra y del País Vasco sobre el futuro de esta Iglesia y esta Iglesia en el futuro 

Cada época produce una narración y una representación particular de Dios y, por lo tanto, también de Jesucristo. Al igual que en el arte, Jesús es representado con las formas, los costumbres y las vestimentas de la época. Cada época histórica pinta, narra y cuenta a Jesús de una manera determinada: a todo esto podemos llamarlo inculturación. 

Por ejemplo, ya estamos acostumbrados a la imagen del Dios trinitario, que es relación en sí mismo; estamos acostumbrados incluso a la imagen del Dios sufriente: en la historia de la Iglesia, de hecho, poner el sufrimiento en Dios podía chocar con cierto tipo de pensamiento, sobre todo el helenístico, que sin embargo contribuyó a proporcionar el vocabulario para elaborar las definiciones de nuestro patrimonio teológico. 

Muchas de estas inculturaciones que nos llegan del pasado parecen inadecuadas, deficientes, incapaces de decir y anunciar a Dios hoy. Hoy se renueva la necesidad de favorecer el encuentro entre el Evangelio y la historia para saber qué imágenes son más adecuadas para declinar la buena nueva. No se trata de renegar del pasado, sino de percibir que, en un mundo vaciado de trascendencia, en un cielo despejado de dioses, el hombre puede ser alcanzado todavía por la narración evangélica que creemos prometedora y significativa para toda la humanidad. 

Cada vez pienso un poco más que el anuncio todavía puede llegar al hombre contemporáneo si se introduce la siguiente perspectiva: Jesús de Nazaret, en su humanidad, nos habla plenamente de Dios. 

Hoy es necesario subrayar esto. Una perspectiva que no es, como se podría pensar, relativista o minimalista, y que ciertamente no pretende descalificar la figura de Jesús como Hijo de Dios marginando su naturaleza divina. 

En la carta a los Efesios, Pablo escribe: «... en él habéis sido instruidos, según la verdad que es en Jesús» (Ef 4,21), y la verdad para el Nuevo Testamento es la revelación plena de Dios. No se dice en el Kyrios –Señor–, ni en el Cristo (Christόs), sino en Jesús de Nazaret. 

Se trata, pues, de captar la cualidad reveladora de la «práctica» de humanidad de Jesús, es decir, cómo el hombre de Nazaret ha declinado lo humano. Porque eso es lo que narra y revela Dios. La manera de hablar, escuchar, encontrar, amar, rezar de Jesús: eso es lo que revela el rostro de Dios. 

Y es que al Dios cristiano lo vemos ahí, totalmente en la humanidad de Jesús de Nazaret. No es minimalismo teológico. El día en que los creyentes comprendamos lo que significa subrayar la humanidad de Jesús como narrador de Dios, nos daremos cuenta de que esto requiere un esfuerzo de evangelización radical de nuestra propia humanidad, que involucra todas las fibras de nuestro ser —intelectual, físico, emocional, afectivo, psicológico— llamadas a dejarse impregnar por la palabra fecunda del Evangelio. 

Es un quehacer de conversión integral, personal, eclesial y comunitaria. En la narración de Jesús, elaborada en los siglos pasados y recientes, se ha producido una divinización a veces demasiado rápida de Jesús, olvidando su simple humanidad. 

En una bella entrevista que el entonces patriarca ortodoxo Atenágoras concedió a Olivier Clément venía a decir más o menos que hemos olvidado la simple humanidad de Jesús. Aquella que a través de gestos y palabras narra a Dios. 

La humanidad de Jesús puede tender un hermoso puente entre el texto evangélico y nuestra existencia actual, porque esa humanidad nos interroga: ¿cómo hablamos, cómo vivimos las relaciones, cómo escuchamos, cómo declinamos lo humano? El cristianismo es una interpretación, una hermenéutica de lo humano. 

Probablemente seguimos proyectando sobre Dios, y por lo tanto sobre quien lo narra, imágenes de poder milagroso, fuerza sobrenatural, sacralidad ultraterrena, que en realidad son rotundamente desmentidas por el mismo Evangelio. 

A mí me impacta mucho, por ejemplo, el episodio de las tentaciones de Jesús (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13), donde Jesús rechaza, discerniendo que son diabólicas, es decir, procedentes del maligno, de Satanás, las tentaciones del poder milagroso: convertir las piedras en pan, por ejemplo, donde el pan puede ser explotado como instrumento seductor de poder: es la hermenéutica que hace el escritor ruso Dostoievski en La leyenda del Gran Inquisidor: el viejo cardenal reprende abiertamente a Jesús hasta condenarlo de nuevo a muerte. 

¿Y por qué? Porque Jesús se negó a hacer el milagro de convertir las piedras en pan, no complaciendo a la gente que, afirma el Inquisidor, no busca otra cosa. La gente no busca a Dios, sino el milagro, cambiándolo por la libertad, solo quiere ser alimentada. Todos los poderes mundanos lo han entendido muy bien: panem et circenses. 

O bien, he aquí la otra tentación: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo. Está escrito: a sus ángeles les dará órdenes en tu favor y te llevarán en sus manos». Vuelve de nuevo lo milagroso, lo religioso, lo sobrenatural: el templo utilizado como estrado para la propia afirmación. O, por último, la tercera tentación relativa a los poderes de la tierra a cambio de la adoración. 

Proyectamos sobre Dios imágenes de grandeza, fuerza, poder. Sin embargo, la grandeza del cristianismo reside en descartar todos los poderes. 

Y ya no podemos comprender el «escándalo» del cristianismo porque, en última instancia, también nosotros cultivamos implícitamente una mens religiosa, instalamos y pensamos a Dios en la lógica de lo omnipotente, de lo fastuoso, de lo sobrehumano, de lo prodigioso, de lo sobrenatural

Considerar al ser humano como lugar de revelación de Dios nos parece un debilitamiento de Dios. Nosotros, los creyentes, en cambio, confesamos que el salvador del mundo es el hombre colgado en la cruz, desnudo y en total derrota. Este es el escándalo. Pablo tiene razón: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1,23). 

El énfasis en lo humano va precisamente en la dirección de la kenosis (Fil 2,7) [11], que es la de la encarnación, la asunción de la fragilidad de la condición humana. El cristianismo no es solo paradoja, sino también oxímoron. 

Y me pregunto si la «potencia» del cristianismo, su capacidad de desarrollar un pensamiento a la altura de los retos culturales contemporáneos, no reside precisamente en esta yuxtaposición, por así decirlo, antinatural de realidades contrastantes: Dios y el hombre Jesús, el Salvador del mundo y el impotente colgado en la cruz. 

De ahí la vida cristiana como oxímoron: amar al que no es amable, al enemigo. Porque está muy bien decirlo, pero el corazón del Evangelio es «amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen» (Mt 5,44). El enemigo es lo no amable por excelencia. O esperar lo inesperable: esperar que ese cadáver resucite. O creer lo increíble: creer en la muerte de la muerte, creer en la resurrección del cuerpo muerto. La fe, la esperanza y la caridad se sitúan bajo el signo de la oxímora. 

Subrayar lo humano genera escándalo: preferimos aferrarnos a nuestra seguridad religiosa y crearnos una imagen de Dios que finalmente escape a nuestras fragilidades, debilidades y límites. El proprio del cristianismo nos advierte: mira, Dios está cerca de ti, no lo busques lejos, en lo alto de los cielos o en lo profundo de los abismos, como sugiere el Deuteronomio (Dt 4,7); está ahí, en lo humano que hay en ti, en lo humano salido de las manos creadoras de Dios, frágil y con todas sus sombras. Búscalo, Dios, y encuéntralo precisamente allí: es una labor de conversión de mentalidad y de reforma eclesial. 

Quizá hasta hemos perdido por el camino aquella conciencia de que el cristianismo no es una religión al uso. La actitud que preferimos es sobre todo «devocional», es decir, aquella que nos permite crear una imagen de Dios que, en última instancia, dominamos y está en nuestro poder. Al proyectar en Dios nuestros deseos, nuestras necesidades, nos eximimos de hecho del trabajo de cuestionar lo que somos humanamente en lo más profundo de nosotros mismos (y lo que estamos llamados a ser). 

El riesgo del cristianismo hoy es haberse convertido en una práctica que no pide nada. ¿Dónde está la diferencia entre la vida de los cristianos y la de los demás? ¿Una hora de Misa los Domingos para luego salir y seguir haciendo exactamente lo mismo que todos? Quizás sí, quizás basten unas pocas actividades socio-solidarias o relaciones filantrópicas-altruistas: pero hasta ahí llegamos todos, no hace falta a Jesús de Nazaret. 

Dios reducido a equivalente simbólico de una relación altruista. He aquí que el camino devocional-religioso corre el riesgo de anestesiar precisamente el impacto escandaloso del Evangelio, desbarata la locura del cristianismo y hace que el cristianismo actual sea descolorido, descafeinado y poco atractivo. 

La Iglesia tiene sin duda muchos adversarios que son mucho más seductores, mucho más poderosos y ejercen una fuerza de atracción a la que es difícil resistirse. Hoy en día, el demonio de la facilidad, también conocido como «todo y ahora», es una fuerza dominante que atrae y se opone a la difícil, laboriosa y lenta construcción de una identidad humana y cristiana sólida y consistente. 

La fe también nos pone ante una elección entre el camino fácil y el camino difícil: y el camino fácil, un poco como la puerta ancha y el camino espacioso del que habla el Evangelio (Mt 7,13-14), es más atractivo y es casi obvio tomarlo sin pensarlo dos veces. 

Seguramente no es necesario enumerar los muchos enemigos seductores que ofrecen en el mercado sus mercancías, decididamente más atractivas que la austera y un poco pasada de moda oferta evangélica. Pero aquí radica la responsabilidad de la Iglesia, de las comunidades cristianas —de quienes en la Iglesia detentan la autoridad—, pero en realidad de todos, presbíteros y laicos, animadores pastorales, catequistas: narrar lo humano de Jesús que habla a mi vida porque habla de la vida. Y aquí debemos preguntarnos: ¿qué es lo humano hoy? 

En primer lugar, lo humano hoy se pone a prueba a diario por lo inhumano. Se puede incluso decir que lo inhumano es una posibilidad siempre presente en lo humano. Como escribe el poeta Wystan Hugh Auden: «El mal nunca es extraordinario y siempre es humano. Comparte nuestra cama y se sienta a nuestra mesa». 

Los seres humanos somos muy buenos creando lo inhumano, humillando lo humano, produciendo inhumanidad. Al mismo tiempo, todo el mundo, no solo los cristianos, desea relaciones basadas en esa humanidad que consiste en el respeto y el reconocimiento del otro, la veneración de la dignidad y la sacralidad del otro, de su preciosa y precaria singularidad inscrita en su rostro. El rostro es el único icono verdadero y auténtico de lo trascendente. 

Además, hoy nos enfrentamos al gran desafío de lo poshumano, una tendencia histórico-cultural de pensamiento e intervención sobre la realidad que ya es omnipresente: me refiero al pensamiento posmortal, a la mecanización del hombre y a la humanización de las máquinas, a la creación de robots sensibles, a lo que puede surgir de las aplicaciones de la Inteligencia Artificial, etc. 

Precisamente, ¿qué es hoy el ser humano? Es una pregunta, también porque las concepciones del ser humano en África, en América, en Asia, en Oceanía… en Europa son diferentes. Hoy vivimos en un mestizaje de culturas y diferencias antropológicas y nos cuesta mucho orientarnos y tener una línea directriz única y compartida que seguir para responder a la pregunta sobre la identidad del ser humano. 

¿Y qué es la vida humana? ¿Tiene algo que decir el ser humano de Jesús de Nazaret al ser humano particular, único e irrepetible que soy yo? 

Precisamente porque vivimos en una época cultural que está remezclando radicalmente el mapa antropológico y el sentido de lo humano, la acción pastoral evangelizadora de la Iglesia debería ser más atenta y consciente, sobre todo hacia los jóvenes: asumir la práctica de la humanidad de Jesús tal y como se narra en los Evangelios y mostrar que el Nazareno ofrece una dirección. Atención: no digo la dirección, esto es importante, sino una dirección. 

No hay ninguna necesidad de Jesús hoy. Su humanidad es una posibilidad, una oferta, una propuesta. El cristianismo hoy ha salido del régimen de la cristiandad, reconociendo que ya es una minoría. Lo dijo el Papa Francisco en su discurso a la Curia con motivo de aquella felicitación navideña: «Ya no estamos en la cristiandad» (21 de diciembre de 2019). 

La de Jesús es una auténtica «hermenéutica de lo humano», pero junto a otras narrativas; se traicionaría a sí misma si pretendiera ser la única, la mejor, aquella a la que todos deben referirse o que todos deben llegar a abrazar. Hay que decirlo claramente. La condición minoritaria en la que se encuentra hoy el cristianismo en Occidente significa que pierde y perderá en extensión, pero podrá tal vez ganar en convicción. Al fin y al cabo, los discípulos no eran más que un pequeño grupo. Sin embargo, supieron irradiar una alternativa, una novedad radical al mundo cultural tomando en serio la humanidad de su maestro. 

De nuevo me viene a la mente lo que decía Atenágoras a Olivier Clément: los cristianos hemos convertido el cristianismo en una especie de casuística moral, cuando en realidad el cristianismo es fuego, vitalidad, generatividad. ¿Dónde encontramos hoy esta vitalidad? 

Es la experiencia inicial de los dos discípulos de Emaús (Lc 24,13-35): el anuncio de la Iglesia contemporánea se asemeja a un obituario (que es exactamente lo que hacen los dos de Emaús), dando así la razón a Nietzsche cuando decía que en las iglesias solo se recita el requiem aeternam Deo, «el eterno descanso a Dios» que ha muerto. 

Los dos de Emaús hacen un relato intachable, hablando de Jesús como profeta, hombre poderoso en obras y palabras, pero hablan de Él como si fuera un muerto. Falta el elemento de la resurrección, que no se refiere solo al más allá, al post mortem, sino que se convierte para los cristianos en una práctica de resurrección cotidiana, en fuego vivificante del hoy. 

Todas y cada una de las ofertas del supermercado hay que pagarlas. La oferta cristiana tiene el sentido gratuito del don, es precisamente una posibilidad de vida que se te abre, un futuro que se te descubre, una alternativa a... Y que nace de la toma de conciencia de un don que te precede y por el que puedes apostar toda tu vida. Es el camino, la vida que Jesús ofrece, y la ofrece viviéndola, testificándola, narrándola existencialmente, recorriéndola él mismo primero, «dejándonos un rastro para que sigamos sus huellas» (1 P 2,21). 

Este camino-oferta no solo no responde a la lógica mercantil, del do ut des, sino que la desmiente de manera radical. Esto es determinante: percibir que el cristianismo se convierte en un camino diferente, muy alejado de los parámetros de la sociedad mercantil en la que el hombre mismo se ha reducido a una mercancía. No, el cristianismo se propone como la posibilidad de dilatar lo humano en una perspectiva diferente, decididamente alternativa, escandalosa y, sin embargo, tremendamente fascinante, prometedora y llena de aventura. 

¿Cómo podemos hacer apreciar lo humano de Jesús, camino fascinante y prometedor, si las personas que nos hablan del Evangelio asumen el papel de funcionarios obedientes o burócratas rígidos? 

Se necesita testimonio, mucha creatividad y valentía, hay que estar inflamado por una pasión. Y si Jesús no consigue convertirse en una pasión generativa, en valentía creativa, ¿qué «transmisión» puede haber, qué contagio saludable puede producirse? ¿Qué fascinación o qué deseo podemos suscitar? 

¿No se tratará de reavivar el fuego? La mañana de Pascua, Jesús, sin ser reconocido, recorre un buen trecho con los dos discípulos que dejan atrás Jerusalén; el camino es ya imagen del futuro de la Iglesia y de la Iglesia del futuro. El Resucitado camina con ellos, habla contando las Escrituras: su palabra está arraigada en una historia concreta, la historia de Dios con el pueblo. Y se reaviva el deseo que se había apagado en los dos caminantes. Es ahí, en el camino, donde hay que reavivar el fuego del deseo. Quizás haya que preguntarse por qué hemos apagado el fuego del Evangelio. 

El fuego se ha apagado por culpa de un cierto moralismo, del «hay que hacer», que se presenta como el camino más obvio e inmediato. El vocabulario del deber puede ser importante. Hay cosas en la vida que hay que hacer. Nos guste o no. Sin embargo, basar una vida de fe en el tema del deber no puede sostenerse a largo plazo: el voluntarismo te hace avanzar durante un tiempo y luego fracasa. No podemos reducir el Evangelio de la libertad a un manual de moral del deber. 

Esta es una cuestión decisiva, sobre todo para las generaciones jóvenes, que precisamente en el plano moral, y no digamos en el plano de la ética sexual, están a mil leguas de lo que la Iglesia sigue predicando y pidiendo que se practique. ¿Quién soy yo, un hombre de la Iglesia, para decirte a ti, joven, a quién debes amar y cómo debes amarlo? ¿Quién soy yo, representante de la religión, para erigirme en intérprete y dueño del amor y pretender orientar tu deseo? ¿Quién soy yo? ¿Quién te crees que eres Joseba, cristiano, misionero claretiano, presbítero? 

Aquí habría que mencionar una idea que, aunque soy consciente de que puede resultar discutible, me convence cada vez más personalmente, y es que la moral, la ética, es un producto humano, un artefacto (incluso cuando se inspira en dictados religiosos) que cambia con el tiempo y somos nosotros quienes la elaboramos históricamente. No es algo que viene dado desde arriba. Las posiciones de la historia de la Iglesia con respecto a múltiples cuestiones que afectan a la ética han sido diferentes, nunca unívocas. Han evolucionado con el desarrollo de la historia. Como se atribuye al Papa Juan XXIII: «No es el Evangelio lo que cambia: somos nosotros los que empezamos a comprenderlo mejor». 

Si miramos la humanidad de Jesús, no me parece que Jesús prestara tanta atención a ciertas dimensiones de la moralidad. Me pregunto si los silencios de Jesús no se han convertido en temas recurrentes, incluso preferidos, en nuestras reflexiones, debates, propuestas … Y, al revés. 

¿No se tratará de reavivar el fuego? También Jesús vino a traer el fuego: «He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12,49). Es una palabra espléndida. ¿Lo que Jesús vino a traer, lo hemos alimentado, mantenido encendido o enterrado? Y la advertencia del Nuevo Testamento sigue viva y urgente para los cristianos a lo largo de la historia: «No apaguéis el Espíritu» (1 Ts 5,19). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

En manos de líderes paranoicos.

En manos de líderes paranoicos

No bastó con el horror del siglo pasado, las dos guerras mundiales, el holocausto, la bomba atómica, millones de muertos. 

Personajes nefastos y mortíferos como Hitler, Mussolini y Stalin encuentran continuidad en Netanyahu, Putin, Trump, con sus acólitos y simpatizantes. La lista es larga. En todas las latitudes encontramos personalidades paranoicas al frente de gobiernos. 

Sin embargo, en la actualidad, el destino de gran parte del mundo está en manos de un puñado de psicópatas perversos y fuera de la ley, criminales crueles que dictan la agenda política del mundo entero, cambiando continuamente sus reglas del juego, como los tramposos más astutos. 

Parece inverosímil, pero se repite. Estos personajes ponen en práctica estrategias similares. 

La manipulación de la narrativa es un elemento que los une. Son hábiles a la hora de aprovechar el miedo y la inseguridad. Es la forma en que mantienen su control sobre el electorado, pudiendo presentarse de nuevo a las elecciones y, a pesar de su indecencia y falta de escrúpulos, ser reelegidos. En algunos casos, las elecciones son solo una fachada. 

Generando miedo e inseguridad, prometen protección, prosperidad y paz, se presentan como «hombres fuertes» en los que proyectar el sentido de pertenencia y la identidad cultural nacional. Grandes padres que pretenden proteger a sus hijos, enviándolos a morir al frente o reservándoles una vida difícil, reducida y miserable. 

Son astutos en el uso de palabras que marcan la diferencia: no se hace la guerra, sino una operación especial; no se mata a civiles indefensos en busca de comida, sino a elementos sospechosos. 

Consiguen invertir las responsabilidades y atribuir la culpa, señalando constantemente al enemigo: si vuelan por los aires hospitales matando a civiles, es porque en los sótanos se esconden terroristas. Cuando vuelan sus hospitales, invocan el crimen de guerra. El ejército dispara de forma «moral», dice el ministro de Defensa israelí Katz. Mientras tanto, Gaza ya no existe, está arrasada, lo que queda es una población residual aterrorizada, aniquilada, desesperada y hambrienta. Gaza tiene el mayor número de niños amputados del mundo, sin perspectivas de futuro. 

Estos personajes crean narrativas falsas que no se basan en hechos: el ataque atómico iraní es inminente, aunque la AIEA (Agencia Internacional de Energía Atómica) ha desmentido que Irán posea la bomba atómica, pero Netanyahu invoca el derecho a defenderse de la amenaza existencial y ataca Irán. Aunque no hay armas atómicas, como no las había de destrucción masiva en Irak en la época de G.W. Bush. A pesar de que la directora de Inteligencia Nacional de EE. UU., Tulsi Gabbard, lo ha descartado, Trump está convencido de que Irán tiene armas atómicas. Él es el de los «hechos alternativos» con fines instrumentales. 

Estos personajes crean inestabilidad y caos, debilitan la capacidad de resistencia de pueblos enteros, someten a gobiernos que balbucean en lugar de hacer oír su voz, favorecen el colonialismo de la peor clase, apropiándose y canibalizando los recursos de un país. 

Hoy en día, el poder está en manos de estas pocas personas de las que parece depender el destino del mundo. Hoy en día no hay lugar para la paz, a pesar de la diplomacia, porque el poder y la influencia geopolítica se mantienen a través de los conflictos que generan beneficios y un número aterrador de muertos. 

La guerra es rentable para las élites políticas, para los accionistas de la industria bélica, para las grandes tecnológicas con sus sofisticados drones. Pero, por supuesto, nos dicen que son necesarias para restaurar la paz y también porque generan puestos de trabajo. El horror vendido como algo bueno. 

Solo habrá lugar para la paz cuando se renuncie para siempre a las armas y desaparezca este tipo de «líderes» nefastos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Sabiduría en la educación… una reflexión al finalizar el curso académico.

Sabiduría en la educación… una reflexión al finalizar el curso académico 

Hoy en día, la pérdida de rumbo en la educación es total. Parece que nos enfrentamos a una auténtica imposibilidad, lo que provoca dos reacciones: por un lado, una especie de indiferencia y fatalismo y, por otro, un pesimismo inconsolable que desemboca en la conclusión de que todo es inútil y abandona a las personas al nihilismo. 

Cuando se trata de adolescentes o preadolescentes, la pérdida parece incluso trágica. Tratar con adolescentes, preadolescentes y postadolescentes (perdón por el neologismo) significa enfrentarse a una realidad candente, a veces desafiante y desalentadora, que nos hace sentir nuestra impotencia, nuestra insuficiencia. 

A menudo, en estos casos, el adulto oscila entre una breve ilusión salvadora de omnipotencia y una resignación cínica, que suele ir acompañada de la lógica del chivo expiatorio («¿qué se puede hacer con uno así?»). Esto es tanto más evidente cuanto más institucionalizada está la educación. 

Los viejos modelos se han hundido. Lo que está sucediendo, por otra parte, no es malo en sí mismo, porque supone el hundimiento de modelos educativos basados en el poder y en formas sociales rígidas, que no coincidían en sí mismos con el valor y los valores y eran la reproducción de una sociedad fuertemente machista y paternalista. La modernidad ha actuado como un ácido corrosivo sobre este sistema. Esta es su ventaja y también su peligro. Que junto con el agua sucia se tire también el niño que estamos bañando. 

Ante esta situación, la nostalgia no sirve de nada, sino que se impone con fuerza la necesidad de una relación profunda con la realidad, ya que, de lo contrario, la modernidad, obsesionada por su necesidad de seguridad, reproducirá en otras formas las mismas aberraciones y patologías del poder que hemos tratado de superar. Se busca una sabiduría perdida. ¿Es posible, pues, generar hoy una especie de sabiduría en la educación? 

Porque la sabiduría, como la educación, no es una especialización: es la sede de la libertad. En la milenaria tradición de la humanidad, la sabiduría siempre ha estado al alcance de todos, es absolutamente inclusiva: no es un privilegio de una parte o de una élite, sino la riqueza de la gente sencilla, educada por la propia sabiduría. 

Podemos decir que educar es en sí mismo una actitud que requiere sabiduría; por lo tanto, volver a situar en el centro la cuestión de la educación, en la relación entre las generaciones y en la prioridad de los valores humanos, es una forma de regenerar una sociedad y una cultura y de abrirnos verdaderamente a un futuro en el que seamos más vivos, más humanos, en el que el arte de la vida sea el entrelazamiento de un conocimiento verdadero, de una acción justa y de una vocación única. 

Dar prioridad a la cuestión de la educación significa activar hoy procesos de transformación que den importancia al sentido, más que a la función, en todas las relaciones: personales, familiares, institucionales. 

Sabiduría y educación… en una época en la que el progreso humano se identifica totalmente con el proceso científico y el saber se confunde con la erudición, proponer el camino de la sabiduría y la educación significa recuperar la relación con el «todo», con la realidad entera, donde la teoría y la práctica se encuentran, la acción y la contemplación se abrazan, porque nunca como en este momento el hombre necesita liberarse de su peligroso y soberbio aislamiento del misterio de la Vida, de los demás y del cosmos. Porque todo está conectado con todo. 

¿En qué consisten la sabiduría y la educación? ¿Cuál es el sentido de esta relación? Ambas dimensiones humanas abren la búsqueda de un «más» en la vida, en el gusto por el arte de vivir; ambas buscan la plenitud, la felicidad y se enfrentan a la tristeza, el sufrimiento y la fragilidad, pero saben que, a pesar de vivir todo esto, no hay que dejarse abrumar por estas situaciones, sino que, por el contrario, se puede extraer de ellas la profundidad de la vida. Interpretando la existencia como un camino en el que el hombre puede convertirse en lo que está llamado a ser. Ambas, la sabiduría y la educación, conciben el ser como una falta de ser y como una vocación al ser, de manera plena y fecunda. 

Ambas, educación y sabiduría, custodian nuestro sueño de ser verdaderamente humanos. La actitud de una sabiduría de la educación, o de una educación para la sabiduría, podemos definirla «generativa». Se trata de una actitud en la que está directamente implicada la libertad humana como una especie de llamada del ser; requiere conciencia, conciencia de estar mutuamente relacionados; es un proceso personal, sin duda, pero pone en juego todos los pronombres personales que conforman el sentido global y concreto de nuestra existencia. 

¿En qué consiste hoy la crisis «institucional» de la educación y de nuestra sociedad en general? Consiste en que todo parece desconectado de su sentido más profundo, parece completamente abstracto, no atraviesa ni es atravesado por la experiencia. 

Parece que la institución tiene miedo de la realidad y se encierra, por un lado, en la retórica de los valores que la han constituido y en las leyes y procedimientos que la han estructurado y, por otro, en reformas que no son más que un maquillaje técnico que no incide en los procesos reales de orientación de la institución y del poder. 

En una situación así, las decisiones y acciones individuales, por heroicas y significativas que sean, quedan inmediatamente aniquiladas por sistemas que no son capaces de aceptar que se cuestionen, y la confusión en la que viven las instituciones parece ya pan de cada día, inevitable: el pan amargo de la insignificancia. En una época de tecnocracia total, es decir, de reducción a objeto de toda realidad, si no invertimos en una relación plural y multifacética con la vida en su concreción, corremos el riesgo de perder nuestra propia libertad, reduciéndola también a virtualidad. 

El impacto de la dimensión técnico-digital en la vida cotidiana es totalmente invasivo, ya no es una herramienta auxiliar dentro de las relaciones de sentido, sino el dispositivo necesario para vivir la propia sociabilidad y la propia dimensión de ciudadanía. 

Pensemos en un chico, pero no solo en un chico, que olvida en algún lugar de su casa, en el coche o en la oficina su móvil... hasta que lo encuentra, su vida queda paralizada; no porque no pueda comunicarse con los demás, sino porque su estructura cerebral y emocional se bloquea en ese problema y no puede imaginar otra cosa que su salvación ligada a ese hallazgo. Como si la realidad que se nos presenta, reducida ya a su dimensión material, pudiera ser para nosotros interesante, deseada y, en definitiva, vivida, solo a través de la mediación de dispositivos tecnológicos. 

También la escuela parece estar colapsada, paralizada, un lugar donde parece bloqueada la dinámica del sentido de la sociedad, donde más que una reforma sería necesaria una verdadera transformación. La paradoja que se ha producido es que la escuela es la institución más alejada de la educación. Poco a poco, en los últimos años, el lugar y el tiempo de la escuela también se han reducido a un dispositivo técnico. 

La escuela se ha adaptado completamente a la forma social en la que se inscribe. Ya no consigue ser un espacio de generación de pensamiento crítico, de interpretación de la realidad, de búsqueda común de la verdad. Ya no es un lugar donde se genera vida y libertad, donde la pregunta es el esfuerzo colectivo más importante para todos, sino que a menudo es un lugar de repetición cansina, de conformidad con el statu quo, de cumplimiento de la norma o las normas, con las más nobles justificaciones: la seguridad, los derechos individuales, la privacidad, etc

Como si el entusiasmo que nace del conocimiento, del descubrimiento y la revelación ya no fuera el punto de atracción, sino un accidente casual innecesario. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Carta a las Iglesias del siglo XXI en la memoria de los Santos Apóstoles Pablo y Pedro.

Carta a las Iglesias del siglo XXI en la memoria de los Santos Apóstoles Pablo y Pedro

Hay encuentros que no se eligen. Circunstancias, condiciones, personas, …, que se ponen a tu lado y con las que no siempre es fácil caminar. 

Pedro es instinto, cuerpo, impulso. Pablo es palabra, pensamiento, visión. Uno tenía las llaves, el otro los viajes. Uno unía, el otro desataba. Pero precisamente por ser tan diferentes, ambos eran necesarios. No se eligieron, se encontraron. Pedro, la roca que tiembla; Pablo, el fuego que arde. Unidos en la misma fe en Cristo Jesús, discutieron abiertamente, se amaron con dureza. ¿O tal vez no unidos, pero hermanados? No idénticos, pero ambos encontrados por el único Maestro y Señor. 

Es sobre esa tensión —y no sobre su similitud— que el Dios de Jesús ha edificado su cuerpo, la Iglesia. Pedro y Pablo son símbolos vivos en la Iglesia de un conflicto generativo. Nosotros somos esa Iglesia: unida y dividida, herida y fiel, llena de distancias que se convierten en puentes. Ninguna comunión es verdadera sin fricción. Ninguna unidad es tal sin tensión. Todo vínculo humano profundo pasa por el riesgo del conflicto. Y la frontera, cuando se vive en la verdad, deja de ser una barrera: se convierte en umbral, en apertura. La frontera no divide, expone, conecta. El rostro responde cuando la fe pregunta: «¿Quién soy yo para ti?» 

Jesús confía a Pedro el poder de «atar y desatar». Es una tarea delicada, peligrosa y vital. Atar, anudar lo que hay que custodiar; desatar, liberar lo que retiene y ahoga. 

¿Qué hay que atar en ti, Iglesia del siglo XXI? ¿Qué promesas, qué relaciones hay que volver a atar, quizá después de años de silencio? ¿Y qué hay que desatar? ¿Qué máscaras, qué cargas inútiles, qué culpas que no nos permiten crecer? 

Algunas cosas se aferran. Otras se sienten estrechas. Otras se dejan ir. También la Iglesia —y cada uno de nosotros— está llamada a desatarse de la hipocresía, de la rigidez, de los miedos que inmovilizan. Con demasiada frecuencia hemos cargado pesadas cargas sobre los hombros de los demás, como recuerda Jesús, sin mover un dedo para aligerarlas (Mt 23, 4). Hay un nudo en el corazón: ¿lo atas, Iglesia del siglo XXI, para recordar quién eres o lo desatas para dejar ir lo que pesa? 

Hay algo que hay que volver a atar, reforzar aún más, y hay algo más que hay que desatar, liberar, dejar ir: «Desatadlo y dejadlo ir». Atarnos es el valor de una confesión de fe personal en Cristo Jesús. Desatarnos es quitarnos las máscaras religiosas con las que nos defendemos y protegemos; es liberarnos de toda forma de dependencia y juicio de conformidad con el juicio de los demás. 

En un momento dado, Jesús se detiene y pregunta a sus discípulos: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?». No pregunta qué pensamos de los demás, sino quiénes somos nosotros en ese preciso momento. Es una pregunta que obliga a salir al descubierto. No se puede responder permaneciendo oculto. La fe en Jesús no es algo que se pueda adornar, es situarse ante Dios, ante los hombres y ante el mundo. 

Es dar la cara. Decir «Tú eres el Cristo» es como decir: «Yo estoy contigo», incluso cuando todo lo niega. Incluso cuando nos sentimos pequeños, incoherentes, asustados. Creer en Jesús significa sostener su mirada, dar la cara, exponerse con dureza y con el corazón abierto. Estar dispuestos a arriesgar la vida. 

«No podemos callar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). No podemos callar ni huir. Como Jesús cuando «tomó la firme decisión de ponerse en camino hacia Jerusalén», literalmente «endureció su rostro» (Lc 9, 51). Así es el Siervo del Señor, que no se echa atrás. «El Señor Dios me sostiene, por eso no quedo avergonzado, por eso endurezco mi rostro como una roca, sabiendo que no seré confundido. Cercano está el que me hace justicia: ¿quién se atreverá a disputar conmigo? Enfrentémonos. ¿Quién me acusa? Que se acerque a mí. He aquí, el Señor Dios me sostiene: ¿quién me declarará culpable?» (Is 50, 7-9). 

Hay algo y alguien a quien hay que enfrentarse con la verdad, cueste lo que cueste, como Pablo se enfrentó abiertamente a Pedro cuando, en Antioquía, quería imponer la circuncisión a los que habían llegado a la fe desde las gentes (Gál 2, 11-14). Hay que ser duro si el conflicto es un camino necesario para llegar a la auténtica comunión. 

Puesto que el mal es inaceptable, hay que estar dispuesto a afrontar la disputa con dureza cuando se trata de no traicionarse a uno mismo, de permanecer fiel a la llamada del Evangelio. La disputa (o controversia bilateral, que en hebreo se llama rîb) es, de hecho, algo diferente del proceso judicial (mišhpat, el procedimiento de tipo debatido). 

Se entra en conflicto con el otro, mediante la acusación, no porque se quiera condenarlo, sino porque se tiene en el corazón restablecer la comunión con él y con la comunidad. Hay algo y alguien a quien hay que afrontar con la verdad, cueste lo que cueste, así como Pablo se enfrentó con firmeza a Pedro cuando, en Antioquía, quería imponer la circuncisión a los que habían llegado a la fe procedentes de otras gentes. Con exigencia y radicalidad, con atrevimiento y dureza, si el conflicto es un camino necesario que hay que recorrer para llegar a la auténtica comunión. 

Nosotros somos la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. ¿Dónde está hoy nuestra fricción generativa? ¿Qué valentía nos caracteriza a la hora de afrontar nuestros conflictos de forma generativa y no destructiva? ¿Buscamos la unidad en la pluralidad y la convivencia de las diferencias, o pretendemos la uniformidad que apaga el aliento? ¿A quién hemos excluido para evitar cuestionarnos? ¿Qué rostros no podemos soportar? ¿Quién es tu Pablo, hoy, que te llama a la conversión con dureza? ¿Quién es tu Pedro, frágil y fiel, que te pide que no lo abandones? ¿Tenemos el valor de restablecer relaciones rotas y heridas y de liberarnos de los pesos que nos oprimen? ¿Nuestra vocación es mantener unido lo que el mundo divide? 

En estos días, encuentra un nudo importante en tu vida, Iglesia del siglo XXI. Puede ser una palabra que no consigues decir, una situación con la que sientes distancia, una duda que temes afrontar. Escríbelo. Conviértelo en oración. Luego pregúntate: ¿este nudo hay que atarlo o hay que desatarlo? 

Pablo y Pedro 

No se eligieron.

Se encontraron.

Discutieron.

Se mantuvieron unidos.

Diferentes.

Necesarios.

Todo vínculo verdadero

cruje.

Todo encuentro profundo

quema.

La frontera no separa,

expone.

Te pregunta quién eres

realmente.

Sin máscara.

Sin escudo.

Hay algo que aferrar

para no olvidar.

Y algo que dejar

para volver a la vida.

No puedes permanecer neutral

en tu corazón.

El rostro, tarde o temprano,

habla.

Y tú

empieza por ahí.

Por lo que aún

arde,

en este kairos,

siglo XXI,

Iglesia de Pablo y de Pedro. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

sábado, 28 de junio de 2025

La paz… en el pleno sentido de la palabra.

La paz… en el pleno sentido de la palabra 

Confieso que empiezo a sentir cierta molestia cuando, en medio de las tragedias de las guerras actuales, oigo decir, incluso a ilustres eclesiásticos, que la paz es paz interior; que la paz es estar en paz con uno mismo o, como mucho, con el prójimo (mejor si es el más próximo). 

No es que no crea en el valor fundamental de esta paz, sino que me parece que, expresada de esta manera, como una especie de ablativo absoluto, puede convertirse en una coartada para las conciencias, liberándolas de su implicación en el conflicto histórico. 

De hecho, esa invitación, que pretende ser el alfa y el omega, parece a menudo fruto de un espiritualismo que ha monopolizado demasiadas veces la propia sociedad cristiana. Me dan ganas de decir, aunque soy consciente de que la afirmación tiene cierta crudeza: «¡Ve a decirle a Gaza que, si quieres la paz, debes hacer las paces contigo mismo!». 

Me viene la idea de que la ansiada tranquilidad interior -aquel «hesicasmo» que en sus formas caricaturescas asumía la forma de la contemplación del propio ombligo- ha tenido con demasiada frecuencia una victoria fácil sobre el drama de la historia, porque ha «pacificado» demasiadas conciencias cristianas, poniendo fin a guerras interiores o comunitarias, pero no a las guerras sangrientas; ha hecho digerir bien, pero no ha dado de comer a los que padecían hambre. Todo sea dicho con el debido respeto al realismo tomista, que en su visión personalista nunca separa el alma del individuo de la dimensión corporal y social. 

¿Estamos seguros de que estar en paz con uno mismo se traduce automáticamente en paz exterior? ¿Y si fuera al contrario? ¿Es la paz de todos los hermanos del mundo la que crea la verdadera paz en uno mismo? 

En cualquier caso, hay que deshacerse de un funcionalismo unidireccional: la paz interior en función de la paz social (lógica espiritualista y burguesa) y la paz social en función de la paz individual (lógica materialista). 

El movimiento es siempre bidireccional: la paz en el espíritu se construye construyendo juntos la paz estructural histórica y la paz estructural construyendo juntos la paz en el espíritu. No una sin la otra: en el ser humano-persona, ‘simul stabunt, simul cadent’, juntos permanecerán y juntos morirán. 

En los púlpitos que invitan a la paz interior no suelo escuchar la invitación al compromiso de ocuparse de la paz en la sociedad, de encontrar soluciones posibles para una pacificación externa gradual, ni de inclinarse por una opción; y entonces esas nobles invitaciones me suenan no espirituales, sino espiritualistas, porque no hacen dialogar al espíritu, sino que lo aíslan. Y corremos el riesgo de encubrir las comodidades del descompromiso, si no las ventajas del prepotente. 

También San Agustín, tan invocado en este clima de revanchismo espiritualista (y también por el nuevo papa «agustiniano»); ese Obispo de Hipona que tenía un fuerte olfato espiritual, sabía bien —especialmente cuando se vio obligado a enfrentarse a dramas históricos y no solo personales— que la paz definitiva es solo la trascendente, la escatológica, que no es de este mundo; pero sabía también que, viviendo en este mundo, hay que buscar la sombra, la imagen y la parcialidad de esa paz, que con el tiempo debe adquirir cuerpo, figura, estructuras y leyes de una convivencia armoniosa. 

Es lógico y comprensible que los comienzos de un nuevo pontificado, tras un pontificado de asalto como el del Papa Francisco, desgarrador también como magisterio de renovación de las estructuras humanas, reclamen una «reforma interior y moral» capaz de poner de acuerdo los ánimos divergentes. 

De estilo similar fue la intervención del Papa Montini - Pablo VI cuando recibió la herencia disruptiva del Papa Juan XXIII: en su primer discurso como Papa ante el Concilio (29 de septiembre de 1963), invocó la paz del corazón. 

La reciente festividad del Sagrado Corazón de Jesús nos dice que el corazón no es, en cualquier caso, el alma opuesta al cuerpo, sino el lugar humano en el que el espíritu asume las razones de la corporeidad y le da sentido al recibir su tensión pasional (el pathos). 

Puede haber, en todo caso, una reflexión teórica, pero nunca una reflexión moral sin una inmersión en el contexto histórico y social en el que se actúa. Así, el compromiso por la paz del corazón es al mismo tiempo un compromiso por construir la ciudad del hombre, que no deja de reflejarse en la ciudad de Dios, peregrina en el mundo. La cual, a su vez, adelanta el fin de la paz de la ciudad del hombre. 

Por otra parte, ya ahora el Papa León XIV (en la festividad tan corporal del Corpus Domini) pasó de la paz del corazón a la paz como compromiso de protección de los pobres y los débiles y a la política como misión; y el secretario de Estado, Cardenal Parolin, declina la paz del corazón como rechazo de la lógica del rearme. 

En definitiva, la verdadera paz con uno mismo no se alcanza aislándose en la propia devoción y declarando una neutralidad pacífica que sabe a descompromiso, sino comprometiéndose las fuerzas históricas a crear estructuras de paz, porque existe un pecado estructural en el mundo y este debe ser afrontado con lógicas distintas (aunque no separadas) de aquellas con las que se combate el pecado personal. 

Es el respeto de la lógica de las leyes que se encuentran en la bondad creatural e histórica del mundo lo que nos permite crear la concordia compartida. Que no es otra cosa que la construcción gradual del Reino de Dios, que se construye a través de la ley de las cosas, que el don de la gracia nos hace comprender con mayor evidencia y custodiar sin estropearlas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

María, Virgen y Madre de la espera.

María, Virgen y Madre de la espera   Si buscamos un motivo ejemplar que pueda inspirar nuestros pasos y dar agilidad al ritmo de nuestro cam...