martes, 1 de julio de 2025

Algunos criterios pastorales para el presente y el futuro de la Iglesia de Navarra y del País Vasco.

Algunos criterios pastorales para el presente y el futuro de la Iglesia de Navarra y del País Vasco 

Siempre me han hecho reflexionar mucho lo que podríamos definir como las orientaciones pastorales de Jesús, contrarias a lo que cabría esperar según las expectativas religiosas de Israel... 

Jesús mismo, como judío practicante, parecía sentirse atraído una y otra vez por el encanto de la tierra que más representaba esas expectativas: Judea, y la ciudad que era su centro espiritual, político e ideal: Jerusalén. 

Nacido en Belén, la ciudad real de Judea, se encuentra viviendo con su familia en ese pueblo perdido entre las montañas de Galilea, en Nazaret. A los doce años —la edad de la emancipación de la autoridad familiar y de la primera experiencia directa de la voz del Padre que está en los cielos— se siente atraído por el Templo de Jerusalén, y, por lo tanto, parecía que ese era el lugar y la ciudad donde profundizar su relación con Dios y crecer en su vocación mesiánica... 

Pero el Padre lo envía de nuevo a Nazaret, en obediencia a esos tutores de la infancia —José y María— en comparación con los escribas, saduceos y fariseos más cualificados y sabios de Jerusalén. Pero ¿qué tenía Galilea de tan especial para ser el contexto ideal donde el Mesías pudiera comprender mejor y crecer en su vocación? 

Isaías la había llamado Galilea de los paganos (8,23), y Mateo se hizo eco de ello (4,13-15); tierra fronteriza y de mestizaje social, religioso y político; una tierra donde incluso los judíos observantes tenían que aceptar la imposibilidad de observar la necesaria separación de los infieles, que también eran ciudadanos de esa tierra desde hacía siglos; y, por lo tanto, la necesidad de ir a la esencia de la vida religiosa, en lugar de prestar atención a los accesorios; la necesidad de ir... al corazón. Comprendo bien, entonces, la dura corrección que Nicodemo se ve obligado a sufrir: «¿Tú también eres de Galilea? Investiga y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Jn 7,52). 

Y además, por su bautismo y la revelación explícita de su identidad profunda («Tú eres mi hijo, el amado», Mc 1,11) y su vocación mesiánica, Jesús regresó a Judea, junto a Juan el Bautista. En el desierto de Judá vive su discernimiento más radical, programático para su misión y, por ello, muy delicado y expuesto a tentaciones igualmente radicales. 

Sin embargo, a partir de ese discernimiento cara a cara con el Padre, vuelve a aparecer Galilea como el primer y oportuno contexto del alegre anuncio (euangélion) del Reino de Dios. ¿Por qué no partir del centro de la fe de Israel: Jerusalén y su Templo? ¿Por qué llegar allí solo al final, al cumplimiento de todo, para luego partir de nuevo hacia Galilea (Mt 28,7.10)? ¿Por qué la periferia y la frontera étnica, política y religiosa serían un contexto más adecuado para la predicación del Reino? 

Es más, para que esta elección programática fuera más clara y evidente, Jesús eligió Cafarnaúm como su ciudad (Mt 4,13; 9,1) desde donde ir y venir. Situada en la orilla norte del mar de Galilea, Cafarnaúm estaba atravesada por la Via Maris, la gran vía de comunicación antigua que conectaba diferentes pueblos desde Damasco hasta Egipto. En la frontera entre el reino de Herodes Antipas y el de su hermano Felipe, en Cafarnaúm también se encontraba la aduana controlada por un destacamento romano, con su centurión. Ciudad fronteriza, frecuentada por gente de la frontera, esta pequeña ciudad es el primer contexto en el que Jesús, el galileo, encuentra obvio anunciar el Reino de Dios para todos, todos, cualquiera que sea el reino al que pertenezcan. 

Estas opciones de Jesús no responden tanto a una oportunidad geográfica o a una estrategia de supervivencia (en los márgenes se está menos controlado); no, son verdaderas orientaciones pastorales, que se hacen aún más claras por acontecimientos inesperados incluso para Jesús, reveladores de las verdaderas orientaciones pastorales del Padre mismo. 

De hecho, Jesús no podía esperar que el centurión de Cafarnaúm le pidiera ayuda por temor a perder a uno de sus siervos; un amo que se preocupa tanto por la salud y la vida de un esclavo no podía sino llamar su atención (cf. Mt 8,5-13). Es en estas situaciones donde Jesús pone en práctica actitudes —y palabras— que revelan claramente su visión y los medios para encarnarla. 

Acepta, sin preguntas, entrar en la casa de este pagano infringiendo estrictas normas religiosas; y, dada la atención y el escrúpulo que este manifiesta para protegerlo de las acusaciones de los jefes religiosos, Jesús reconoce con asombro la fe que el pagano tiene en él y, a través de él, en el Dios de Israel: «En verdad os digo que en Israel no he encontrado a nadie con una fe tan grande! Ahora os digo que vendrán muchos del Oriente y del Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del reino serán echados fuera». 

No hay duda, pues, de que el horizonte de Jesús y del Reino es el mundo entero, todos los pueblos, sin pedirles que abandonen sus pertenencias culturales, sino simplemente que crean en el poder y en el amor del Padre. Por no hablar de la cananea (Mt 15,21-28): ¡qué encuentro tan inesperado para Jesús! Si aún tuviera alguna perspectiva religiosa de tipo nacionalista («No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel»), ante la profesión de fe de aquella mujer pagana, Jesús tuvo que reconsiderarse de nuevo y cambiar de perspectiva («Mujer, grande es tu fe. Que se haga contigo como deseas»). En ella, Jesús reconoce el reflejo del corazón del Padre, que ama a todos sus hijos, cualquiera que sea su pueblo; lo que el Padre anhela con afecto visceral —como aquella mujer por su hija— es la vida para todos ellos. 

A partir de estos pocos ejemplos evangélicos —entre los muchos, muchísimos del mismo tipo (Zaqueo, la adúltera, la samaritana, el samaritano, el centurión en el Gólgota y tantos otros)— podríamos preguntarnos: ¿es así como Jesús se acerca a los «alejados»? ¿Quiénes son para Jesús los «cercanos»? ¿Son sus discípulos, con los ojos y los oídos cerrados (Mc 8,18), que lo negarán y traicionarán? ¿O son los líderes religiosos que lo condenan a muerte, o que dejan morir al moribundo en el camino de Jerusalén a Jericó (cf. Lc 10,29-38)? ¿Cuál es el criterio de «cercanía» y «lejanía», de «pertenencia» y «proximidad» para Jesús? 

Entendemos, entonces, que si el horizonte es el Reino y el criterio es el amor de Dios, muchos de nuestros criterios pastorales saltan por los aires o, mejor dicho, ya no encuentran un fundamento claro. 

La «frontera» como criterio pastoral 

El Papa Francisco, sobre todo en Evangelii gaudium, hablaba de «Iglesia en salida», «periferias existenciales». Yo utilizo a menudo la categoría de «frontera», «espiritualidad de las fronteras». 

De la experiencia de Jesús y de los Apóstoles en sus primeras actividades pastorales, narradas en el libro de los Hechos, se desprende claramente que la periferia, la frontera, los límites no son opciones pastorales entre otras posibles, sino categorías que describen la esencia de la Iglesia; son criterios para definir qué es la Iglesia de Cristo y qué no lo es. 

Sabemos bien, a partir de nuestras presencias eclesiales pastorales - centros educativos, centros sanitarios, parroquias, …-, que la «frontera» es en realidad una línea que atraviesa y caracteriza toda la realidad pastoral. 

En nuestros grupos eclesiales, en los consejos pastorales, entre los responsables de los servicios y ministerios eclesiales, en las asociaciones y movimientos, en…, cada uno de nosotros vive situaciones, relaciones, contactos, servicios y actividades que tocan directa e indirectamente situaciones que definiríamos de «frontera» y «marginalidad eclesial». 

Tomemos, por ejemplo, los niños y jóvenes que asisten a la catequesis sacramental en nuestras parroquias (¿qué hay más ordinario que esto?); o los niños y jóvenes que frecuentan nuestros grupos parroquiales: ¿hay entre ellos algunos que pertenecen a familias procedentes de países extracomunitarios con tradiciones culturales o incluso religiosas diferentes? ¿O otros que manifiestan identidades afectivas y sexuales no mayoritarias? ¿Y cuántos de ellos tienen padres en situaciones conyugales que aún hoy llamaríamos «regulares» (una madre y un padre, unidos por un matrimonio sacramental, bajo el mismo techo)? ¿Y nuestros catequistas, animadores parroquiales, educadores y responsables son todos heterosexuales? Y si no lo son, ¿pueden compartir libremente su identidad «de frontera»? ¿Las relaciones conyugales de nuestros agentes pastorales son todas matrimonios sacramentales? ¿O son convivencias, segundas uniones tras un divorcio o uniones civiles? ¿Cuántos están separados? 

Y lo mismo, entre los miembros de nuestros consejos pastorales, en nuestros encuentros formativos o bíblicos, en nuestras asambleas eucarísticas dominicales, ¿hay personas procedentes de otros países, de otras tradiciones culturales y, por qué no, de otras tradiciones religiosas cristianas? En estas asambleas, ¿cuál es el porcentaje de parejas «regulares» según las normas morales de la Iglesia católica, que, entre otras cosas, pide a los novios que no mantengan relaciones prematrimoniales y a los casados que no utilicen «anticonceptivos»? ¿Y estamos seguros de que todos los hijos de nuestras parejas heterosexuales no han venido al mundo mediante fecundación heteróloga (o incluso mediante gestación subrogada)? 

Cuando celebramos la «fiesta de la familia» en las misas dominicales con diversas iniciativas, ¿tenemos en cuenta que la mayoría de los asistentes no están en condiciones de celebrar de la misma manera? Sin embargo, todos participan y se sienten parte de la comunidad cristiana, sin duda (a menos que algún celoso les indique la puerta o la barra de la aduana, por decirlo con palabras del difunto Papa Francisco). 

Y estos son solo algunos ejemplos mínimos, porque sabemos bien que la realidad siempre supera a la fantasía, «la realidad supera a la idea», dice Evangelii gaudium. Por eso, cuando hablamos de «cercanos» o «lejanos», ¿de qué o de quién estamos hablando? 

La frontera y el límite ya atraviesan nuestras comunidades, nuestras familias, todas nuestras realidades eclesiales; y con el ejemplo de Jesús y de las primeras comunidades cristianas, la diferencia entre quien pertenece o no a la Iglesia no la marca la observancia de una norma, sino la voluntad de acoger, implicarse e integrarse al modo del amor de Dios. También por esto la Iglesia es «católica». 

Desde este punto de vista, las dos Exhortaciones Apostólicas más importantes del pontificado del Papa Francisco, Evangelii gaudium y Amoris laetitia, fueron muy claras: 

1.- «Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: la exclusión y la integración. El camino de la Iglesia, desde el Concilio de Jerusalén, es siempre el de Jesús: el de la misericordia y la integración […] Por lo tanto, hay que evitar los juicios que no tienen en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos a la manera en que las personas viven y sufren a causa de su condición» (AL 296). 

2.- «Se trata de integrar a todos, hay que ayudar a cada uno a encontrar su manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de una misericordia “inmerecida, incondicional y gratuita”. Nadie puede ser condenado para siempre, ¡porque esta no es la lógica del Evangelio! No me refiero solo a los divorciados que viven una nueva unión, sino a todos, en cualquier situación en que se encuentren» (AL 297). 

La «jerarquía de las verdades» 

En relación con Evangelii gaudium, considero importante recordar la insistencia del entonces Papa Francisco en la «jerarquía de las verdades», que él presenta como un criterio pastoral fundamental. En 2013, cuando se publicó esta Exhortación Apostólica, no estábamos acostumbrados en nuestro lenguaje eclesial común a escuchar la expresión «jerarquía de las verdades». Estábamos más acostumbrados a la expresión «valores no negociables», que, en pocas palabras, se refería a aquellos valores relacionados con la bioética, la moral sexual y familiar que la cultura posmoderna parecía desconocer. 

Sin embargo, con Evangelii gaudium hemos redescubierto que la «jerarquía de las verdades» es, en realidad, una expresión del Concilio Vaticano II. Citando el Decreto conciliar Unitatis redintegratio 11, EG 36 recuerda que: «existe un orden, o más bien una “jerarquía” de las verdades en la doctrina católica, ya que su relación con el fundamento de la fe cristiana es diferente». Citando a Santo Tomás de Aquino, EG 37 encuentra este fundamento en «la fe que se hace activa por medio de la caridad», y añade: «La misericordia es en sí misma la mayor de las virtudes». Por lo tanto, ¡una verdad tan antigua que resulta nueva en 2013! Cito a continuación: 

1.- el n. 38 de EG, que nos hace comprender la nueva/antigua perspectiva que el Papa Francisco quería explicitar en la conciencia eclesial: «Es importante sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una antigua convicción de la Iglesia. En primer lugar, hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario que haya una proporción adecuada. Esta se reconoce en la frecuencia con la que se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la predicación. Por ejemplo, si un párroco durante un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y solo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción, por la cual quedan oscurecidas precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis. Lo mismo ocurre cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la palabra de Dios». 

2.- Y el n. 39: «Cuando la predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascética, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios que nos ama y nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esta invitación no debe oscurecerse en ninguna circunstancia!». 

El «bien posible» 

Hay otro punto que me parece oportuno recordar como criterio fundamental de discernimiento pastoral recogido en Evangelii gaudium, que permite que el más general y objetivo de la «jerarquía de las verdades» se encarne adecuadamente en la existencia concreta de cada persona, en la singularidad de su propia experiencia; y así llevar a sus últimas consecuencias la opción de hacer del amor de Dios el criterio original y radical de toda elección eclesial y pastoral. Me refiero al criterio del «bien posible»: 

1.- «Por eso, sin rebajar el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. […] Un pequeño paso, en medio de grandes limitaciones humanas, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien pasa sus días sin enfrentarse a dificultades importantes. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y de sus caídas» (44). 

2.- «[…] Vemos así que el compromiso evangelizador se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Busca siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que puede aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero es consciente de estos límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Cor 9,22). Nunca se cierra, nunca se repliega sobre sus propias seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo debe crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los caminos del Espíritu, y por eso no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de ensuciarse con el barro del camino» (45). 

3.- «A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos refugios personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo del drama humano, para que aceptemos verdaderamente entrar en contacto con la existencia concreta de los demás y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (270). 

A lo que se hace eco Amoris laetitia: 

1.- «[…] Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a ninguna confusión. Pero creo sinceramente que Jesús quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, en el mismo momento en que expresa claramente su enseñanza objetiva, «no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino» (EG 45). Los pastores que proponen a los fieles el ideal pleno del Evangelio y la doctrina de la Iglesia deben ayudarles también a asumir la lógica de la compasión hacia las personas frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros e impacientes. El mismo Evangelio nos exige no juzgar ni condenar» (308). 

La frontera como pastoral 

Creo que ésta puede ser una formulación incluso gráfica de la realidad pastoral de la Iglesia en Navarra y en el País Vasco en este siglo XXI:  la frontera como pastoral. 

Entendiendo que la categoría de «frontera» indica la naturaleza misma de la pastoral: estar «en la frontera» al igual que la primera comunidad de los Hechos de los Apóstoles, que se encontraba ella misma «en la frontera» para las visiones religiosas de la época; y luego se encontró viviendo y trabajando de frontera en frontera, incluida Jerusalén, hasta los confines de la tierra. 

Pero la frontera no es solo la esencia de la pastoral, sino también su «método», su criterio. Como Galilea para Jesús: determinó estructuralmente su práctica pastoral, su relación con la Ley, con el Templo, con la práctica religiosa; todo, a partir de Galilea, tuvo una perspectiva completamente diferente. 

En la frontera se comprende inmediatamente lo que es esencial y lo que es accesorio (véase la «jerarquía de las verdades»). 

En la frontera no hay autopistas seguras, sino solo caminos de herradura y senderos abiertos por la experiencia personal de alguien (véase el «bien posible») que, si son útiles, también son recorridos por otros, bajo su propio riesgo y peligro. 

Por eso, la frontera es el lugar del discernimiento continuo, personal y comunitario, el lugar de la conciencia que traza los caminos oportunos aquí y ahora a partir de referencias universales: el sol (la experiencia del amor de Dios), las estrellas (los ejemplos de los padres y de la Iglesia), la brújula (el Evangelio), ¡y nada más! 

El discernimiento, por lo tanto, no es una moda eclesial moderna, sino el método de Jesús, el camino por el que, de época en época, se ha estructurado, desestructurado y reestructurado la Iglesia, y seguirá haciéndolo para ser instrumento, medio cada vez más útil para el reino de Dios. 

Acabo ya estimados Obispos de Navarra y del País Vasco. La experiencia de animación y gobierno en mi congregación misionera y religiosa también me ha ayudado a incorporar una clave: visitar y frecuentar el futuro para pensar el presente. Un futuro a imaginar y soñar.

Vosotros, Pastores de estas Iglesias, ayudadnos al resto del Pueblo de Dios a visitar, frecuentar y habitar en la frontera, como lugar y como método de pensar y de actuar el Reino de Dios, de encarnar y de vivir el Evangelio e incluso de discernir y de diseñar lo evangélicamente más urgente, oportuno y eficaz en el presente y en el futuro de estas Iglesias.    

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

San Benito, de cómo vivir en la presencia de Dios.

San Benito, de cómo vivir en la presencia de Dios 

Escucha, hijo, los preceptos del maestro, presta atención con tu corazón, recibe con buen ánimo los consejos de un padre que te quiere y ponlos en práctica con determinación, para volver con el esfuerzo de la obediencia a Aquel de quien te alejaste por la pereza de la desobediencia (Regla benedictina, prólogo). 

En nuestra vida cotidiana ya no tenemos ninguna percepción de la presencia de Dios. Se habla de «secularización» del mundo, de modo que se crean dos caminos: por un lado, el compromiso puro y simple en favor de los hombres, con vistas a una mayor solidaridad humana; por otro, un retorno a la intimidad, a la meditación como vía para separarse de la confusión del mundo. 

Dos caminos que a menudo discurren por separado. Hasta el punto de que las personas comprometidas con el mundo ya no tienen tiempo para la meditación, mientras que los «místicos» consideran demasiado banal el compromiso con el mundo. 

Sin embargo, Benito podría enseñarnos una feliz síntesis de acción y contemplación, ya que no ve una separación entre nuestra intimidad y el compromiso exterior, entre la relación con Dios y el estar en el mundo. 

Para Benito, toda nuestra vida se desarrolla en presencia de Dios. Dondequiera que estemos, tenemos que ver con Dios, incluso en las tareas cotidianas más triviales. Así, es en la realidad del mundo donde se manifiesta la presencia de Dios. 

Benito explica en el cuarto capítulo de la Regla qué significa exactamente vivir en presencia de Dios: «ser siempre conscientes de que Dios nos ve en todo lugar». 

Según Benito, vivir en presencia de Dios implica todos los ámbitos de la vida humana: la oración, el trabajo, la relación con la creación y las relaciones con el prójimo. 

La «solidaridad», esta gran consigna de nuestro tiempo, no es para Benito antítesis de un amor ardiente a Dios. La dimensión social es ya de por sí religiosa. Porque en los hermanos encontramos a Cristo mismo. La fe se expresa, por tanto, en una nueva relación de unos con otros. Esto es, para Benito, el gran principio del verdadero humanismo. 

Benito puede ayudarnos a comportarnos con esta fe unos hacia otros, a afrontar los problemas interpersonales, las tensiones, las antipatías, las agresividades a la luz de la presencia real de Cristo en el otro. 

Más allá de nuestras excusas y barreras insuperables que nosotros mismos construimos, Benito puede ayudarnos a tomar la presencia de Cristo en el hermano lo suficientemente en serio como para que sea ella la que guíe nuestro comportamiento, nuestras actitudes, nuestras palabras y nuestra forma de ver. También por eso el mensaje de Benito es más actual que nunca. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

San Benito, un modelo de construcción cristiana de Europa.

San Benito, un modelo de construcción cristiana de Europa 

Un proyecto, un ideal, una espera, una utopía, una profecía: Europa será nueva en cuanto acepte dentro de sus raíces la referencia al Dios encarnado, al Eterno absoluto. El momento actual es propicio para estimular este horizonte humanista y cristiano. ¿Cómo sería una Europa sin el cristianismo en la fase evolutiva actual? 

Ciertamente, Europa no vive de imágenes de un pasado acríticamente aceptado, pero ¿será capaz o no de descubrir en la dramática inmanencia del presente un papel específico en la evolución de este momento de la historia y del mundo en el horizonte de un verdadero humanismo? ¿Podrá contribuir Europa a conservar y a seguir actualizando aquellos valores universales de civilización que siempre ayudaron a adelantar escenarios de humanización? 

La solución de los problemas del mundo y de la historia es compleja, seguramente hasta difícil. San Benito nunca habría imaginado nuestras complejidades y dificultades. En su época, en los siglos V y VI, el cristianismo comenzaba a comprometerse con la situación histórica en el continente europeo. El monacato nació y se desarrolló como una actitud también de contestación y alternativa hacia una Iglesia «constantiniana» y «teodosiana». En todo caso, unas fueron entonces las responsabilidades, otras son las nuestras; otras serán las de nuestros sucesores. 

Europa no es un mito concluyente, un fin ideal, una realidad abstracta; lo que es definitivo es una civilización elaborada también sobre el Evangelio de la Buena Noticia del Reino de Dios, en la que la presencia cristiana en la realidad histórica contribuyó a evidenciar la dignidad absoluta del ser humano como persona y a evidenciar el alcance no menos absoluto de los derechos humanos (lo que significa también corresponsabilidad en el desarrollo planetario). 

El monasterio era una «pequeña sociedad ideal» enraizada en la comunidad o fraternidad en la que cada persona estaba perfectamente integrada como hijo, hermano y prójimo. En ese sentido, San Benito mereció verdaderamente ser guía y patrón de la nueva Europa, sin haber solicitado nunca esa responsabilidad y ese destino... 

Hoy se debate el papel histórico del cristianismo en la civilización europea, y no solo el del monacato. Hoy no se da por definitivamente sentada la existencia de puntos de referencia culturales absolutos que sigan siendo válidos en la actualidad, como lo fueron en siglos presentes. En otras épocas, las de muchos siglos atrás, Europa se encontraba (y se sentía) cristiana. 

Las grandes universidades cristianas organizaban el conocimiento y el saber que estuvieron fueron tan celosamente atesorados y custodiados en los monasterios. El sistema comunal democrático y libre retomaba también el modelo de las asambleas monásticas; nacía una economía cristiana que rechazaba la usura. El cristianismo había entrado en todos los ámbitos existenciales; el rostro de Europa ya no era solamente «griego», «latino» u occidental, sino cristiano. 

Hoy no se trata de elegir entre el paganismo y el cristianismo, o entre el Evangelio y el Corán; el único dilema se encuentra en la encrucijada: humanidad o barbarie. San Benito hoy seguramente nos ayudaría a elegir el universalismo, ya que Europa no es europeísta, sino universal. San Benito es anterior a todas las fracturas eclesiásticas, eclesiológicas y dogmáticas, culturales y políticas. 

Y aunque su Regla no hace referencia a situaciones políticas y religiosas, culturales y filosóficas, su pensamiento presenta una ética cristiana y desarrolla un proyecto de «hombre social», no de «hombre-isla». Hoy, también la nueva Europa está invitada a ser alternativa a la inhumanidad, bajo sus múltiples y diversas formas inhumanas que degradan al ser humano a medio y no respetan su identidad y dignidad como fin. 

Según la Regla, la sociedad significa comunión y corresponsabilidad, simultaneidad del crecimiento personal y del desarrollo comunitario. Los «instrumentos de las buenas obras» (capítulo 4) enseñan un máximo de libertad en el respeto a todos y a todo; y esta personalización es diametralmente opuesta a la explotación y a las desigualdades, porque crea comunicación e integración, sin distinción de razas, culturas, roles, pertenencia social y económica. 

San Benito había ideado en la Regla un proyecto que se vivió y aplicó allí donde llegó su monacato. El modelo de sociedad cristiana es la comunidad, el estar juntos. Este cristianismo, que es una fe, tuvo el valor y el acierto de hacerse cultura, de proponerse como humanismo.

La nueva Europa será una Europa libre; la libertad no es un regalo, es un deber y un derecho que no admite condicionamientos ideológicos. Con el Evangelio en la mano, San Benito quiere hombres libres y sencillos, acogedores y disponibles. 

Sus referencias doctrinales y teológicas son los Padres de la Iglesia (capítulo 73), es decir, aquellos escritores que acogieron todo el pensamiento filosófico y científico acumulado por el Imperio tardío y la civilización grecorromana, y lo incorporaron a la interpretación de la Verdad revelada y encarnada, es decir, del Dios manifestado en el Rostro de los gestos del Reino y de las palabras de vida abundante y dichosa. 

El horizonte de la historia es una plenitud; el prólogo de la Regla benedictina insiste en proclamar la conclusión —la Resurrección, el Reino— a través de la Cruz, es decir, la humildad y la obediencia o, si se prefiere, mejor aún, la disponibilidad y la gratuidad. Es el pensamiento de San Pablo, que reconocía la evolución universal hacia una totalidad, es decir, hacia el «pleroma» (Ef. 1). 

Esta nueva Europa está llamada a seguir demostrando la capacidad y necesidad del pluralismo, que admite como un bien mayor la pluralidad: no en el sentido de la convivencia o connivencia entre la verdad y el error, entre la justicia y la injusticia, y otros contrastes análogos, sino en la proclamación de una unidad de destino y de esperanza para esta humanidad. 

Sí, San Benito nos muestra que es posible redescubrir la identidad europea también en el Evangelio de Jesús. Parafraseando la famosa Carta a Diogneto, se podría decir que lo que es el alma en los cuerpos, el Evangelio de Jesús lo es en el mundo, en este mundo de Europa. El Evangelio solamente es fecundo cuando penetra y fermenta, libera y potencia toda experiencia humana. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

El punto de no retorno: una parábola sobre cierto modelo de Iglesia en España.

El punto de no retorno: una parábola sobre cierto modelo de Iglesia en España

El corazón del sabbat, y por lo tanto del año sabático y del Jubileo, es un largo y tenaz aprendizaje para aprender la relación correcta con el tiempo y con su disciplina, que encuentra eco en la maravillosa secuencia de verbos en infinitivo del capítulo 3 de Qoelet: «Hay un tiempo para... y un tiempo para...». 

El humanismo sabático es también, y sobre todo, la primera lección esencial para aprender el oficio del tiempo y de los tiempos. Quien aprende esta sabiduría especial se encuentra dotado de un recurso precioso para gestionar las crisis, mantener las relaciones, cuidar una vocación, elaborar los duelos y los grandes fracasos, para no perder el hilo dorado de la vida, sobre todo en su último tramo, que, como en toda carrera, es el decisivo. 

Al pensar en nuestra Iglesia española y, particularmente, en aquella que más he conocido - la Iglesia navarra y la Iglesia vasca - me gusta detenerme en un episodio que concierne a un rey babilónico, el gran Nabucodonosor (siglo VI a. C.), que encontramos en el libro de Daniel. 

Son dos relatos que contienen una enseñanza similar con matices diferentes. Ambos hablan del shabat del corazón, del año sabático del alma, del gran jubileo de nuestra vida, individual y colectiva. 

En particular, este relato de Daniel nos permite comprender en su cruda esencia la tremenda lógica de la gestión del poder, del éxito y de la grandeza. «Mientras paseaba por la terraza del palacio real de Babilonia, el rey dijo: «¿No es esta la gran Babilonia que yo construí como palacio con la fuerza de mi poder y para la gloria de mi majestad?»» (Daniel 4,26-27). 

El rey se encuentra en sus legendarios jardines colgantes. Está constantemente acompañado por un pensamiento poderoso, que crece hasta convertirse en el dominante, el señor de todos sus pensamientos. El rey está convencido de haber creado un reino extraordinario, una empresa fantástica, y todo ese éxito es fruto únicamente de «la fuerza de su poder», «para gloria de su majestad». 

Contemplaba sus conquistas y se complacía en ellas, se sentía su único dueño, soberano absoluto y omnipotente. Se «engañaba» en su pensamiento, encantado por lo «infinito». Pero he aquí que, mientras aún está absorto en esa extraña contemplación, irrumpe una voz del cielo: «A ti te hablo, rey Nabucodonosor: ¡el reino te ha sido quitado!» (Dn 4,28). 

Este paseo real nos revela una ley profunda y constante del ascenso y la caída de los pueblos, las comunidades, las organizaciones, las personas. Cuando la vida funciona y da frutos y éxitos, sobre todo cuando son grandes y sorprendentes, tarde o temprano llega el «pensamiento dominante de Nabucodonosor». He aquí su gramática. 

Al principio, en una primera fase que suele coincidir con la juventud, las personas y las comunidades que se encuentran administrando grandes talentos están demasiado ocupadas con la gestión de la vida que corre y crece como para tener tiempo y condiciones para formular una teoría sobre las causas de su éxito. Simplemente viven, también porque los jóvenes se encuentran inmersos en una sensación de conocimiento insuficiente de sus verdaderos talentos. Luego, en la fase adulta, la relación con el propio éxito comienza a cambiar y a degenerar. 

Empezamos a convencernos de que somos los dueños de lo que hemos generado y, un día, nos encontramos en el jardín de Nabucodonosor. Nos convertimos en los soberanos absolutos de nuestros imperios: ningún dictador nace dictador, lo convierte un día paseando por su maravilloso jardín. 

Es terrible y asombroso lo que le sucedió luego a ese gran rey: «Fue expulsado del consorcio humano, comió hierba como los bueyes y su cuerpo fue mojado por el rocío del cielo, le creció el pelo como las plumas a las águilas y las uñas como a los pájaros» (Dn 4,30). En el espacio de un pensamiento, en el tiempo de un breve paseo matutino, el rey se encuentra transformado del soberano más grande, un semidios, en un monstruo dantesco. 

Hay que señalar un detalle importante. Si leemos la primera parte del capítulo 4 de Daniel, nos damos cuenta de que Daniel (interpretando su sueño del gran árbol talado) había profetizado a Nabucodonosor su transformación en bestia doce meses antes (Dn 4,22). 

Por lo tanto, transcurre un año entre la profecía y su cumplimiento. ¿Por qué, nos preguntamos, el rey no se detuvo y siguió cultivando su pensamiento durante todo un año? ¿Por qué no dio un giro de 180 grados a su vida? 

La respuesta posible es triste y despiadada: cuando los terribles sueños de omnipotencia llegan a las noches de los reyes (y a las nuestras), el declive ya ha comenzado hace tiempo: el punto de no retorno ya se ha superado. 

Las enfermedades espirituales del alma se parecen a las del cuerpo. Por lo general, hay un largo periodo de incubación o latencia, meses y años en los que la enfermedad crece, pero nosotros no lo sabemos. 

Podríamos intuirlo, a veces, si prestáramos atención al tipo de vida que llevamos, a la alimentación, a los hábitos, al estrés, a los profundos dolores espirituales, y si fuéramos capaces de escuchar a los amigos (cuando nos queda alguno) que nos dicen palabras incómodas porque son ciertas. 

Pero mientras tanto, la enfermedad crece hasta superar el umbral crítico, cuando finalmente nos damos cuenta de en qué nos hemos convertido, sin saberlo. 

Esa idea del paseo solitario por el jardín ya se había apoderado del corazón del rey hacía mucho tiempo, había ocupado toda su alma y su vida. El profeta, por vocación, ve «en sueños» los signos de la metamorfosis que ya ha comenzado, aunque aún no sea lo suficientemente evidente, ya ve bestias donde todos los demás aún ven reyes, hombres y mujeres. 

El profeta es el TAC del alma, la gammagrafía del corazón de las personas y las comunidades, que por lo tanto ve antes y mejor la salud y la patología. 

Cuando un pensamiento, convertido con el tiempo en ideología, se apodera del corazón, lo más natural que hacemos es deslegitimar a los profetas, creer que son ellos los delirantes, no nosotros. Porque casi todos preferimos una vida ilusionada a una decepcionada, y a nuestro alrededor existe toda una industria de productores y vendedores de ilusiones, con sofisticadas técnicas de marketing. 

Luego, finalmente, llega el día en que la metamorfosis se hace visible para todos. Pero es demasiado tarde. 

El tiempo de la bestia descrito por Daniel es un tiempo terrible y muy largo: dura «siete tiempos». Tenemos miedo, nos sentimos a merced de la vida y de todos, sentimos una gran nostalgia por todos los «sábados» que no hemos celebrado, embriagados por nuestro éxito. Es el tiempo del dolor inmenso, del exilio, de la verdadera «humillación», que nace del hocico que se encuentra en contacto con el «humus»: si existe el infierno, este es su tiempo en la tierra. 

En este largo tiempo mueren muchos, algunos logran resucitar. 

La gramática descrita por Daniel, ya muy seria para las personas individuales, se vuelve devastadora cuando se refiere a toda una comunidad, un movimiento, una institución, una empresa. 

Casi siempre, en su desarrollo, llega el día en que uno se siente dueño del «reino». Pasan los tiempos y llega el día terrible de la bestia. 

Las pocas historias individuales y colectivas que no han sido devoradas por su gran éxito son las que han sabido hacer shabat. Son personas, comunidades y empresas que se han detenido (el verbo shabat también significa «dejar de hacer») y han dado un giro de 180 grados. 

Han vuelto a ser pequeñas, pobres, humildes, frágiles, y luego, en el desierto, han entonado el canto de la cierva. Han destruido intencionadamente su gran palacio y los numerosos santuarios visibles e invisibles, han vuelto a caminar desnudos como el primer día, han resucitado como arameos errantes, nómadas habitantes de una tienda móvil. 

Este shabat es (casi) imposible. Yo solo lo he visto en dos o tres personas. El colapso de los grandes imperios es (casi) inevitable y, tal vez, es bueno que se derrumben, para liberar nuevas energías, para utilizar esas piedras derruidas para construir nuevas catedrales. 

Sin embargo, todos podemos aprender a gestionar la fase que sigue al colapso del imperio. Incluso la destrucción puede convertirse en creadora de un buen futuro, puede ser el preludio de una buena temporada de la vida más humana y verdadera que la de los éxitos y la grandeza pasados. Puede comenzar el tiempo de la verdadera adoración, porque en los jardines de Nabucodonosor no se adora a Dios, sino solo a uno mismo. 

Este posible buen resultado del «tiempo de la bestia» nos lo anuncia Daniel, en el mensaje más bello de este tremendo capítulo: «Al cabo de ese tiempo, yo, Nabucodonosor, alcé los ojos al cielo y recuperé la razón, y bendije al Altísimo» (Dn 4,32). El tiempo de la bestia no es un tiempo infinito. Un día termina. Pasados los siete tiempos, el rey-bestia vuelve a levantar los ojos, vuelve a ser humano, vuelve a mirar al cielo y bendice a Dios. 

Ni siquiera los infiernos en la tierra son para siempre, de los infiernos se puede salir: nos lo dice el Crucificado, nos lo dice Dante, nos lo dice nuestro corazón. 

Sin embargo, Daniel nos enseña algo importante, quizás realmente crucial. 

Esos siete tiempos fueron el «año sabático» de Nabucodonosor. No lo eligió, no lo conocía, no lo quería. Pero lo vivió, porque la vida se lo regaló gratuitamente. Incluso para un rey poderoso y cruel hubo el regalo del shabat. 

Estos «shabat de la bestia» son a menudo el último recurso con el que la vida nos salva, impidiéndonos morir bajo los escombros de nuestros imperios. A nosotros nos parece solo un inmenso e infinito fracaso: y, en cambio, es solo una misteriosa salvación. 

Ese tiempo terrible de un shabat forzado fue la única salvación posible para aquel rey antiguo. No ha habido un sabbat más verdadero que el que vivió, sin quererlo, el pueblo de Israel durante el exilio babilónico. Quién sabe si el autor del libro de Daniel, al hablar del tiempo de la bestia de aquel rey, no se refería al exilio-shabat de su pueblo exiliado. 

No hemos entendido el shabat. Hemos olvidado la Biblia, hemos olvidado la lectura sapiencial, hemos olvidado la disciplina del humus de la humildad. Pero el Dios de la vida sigue amándonos y, a veces, sin que lo sepamos, llega el shabat, nos hiere y nos bendice durante la lucha. 

Nos lo anuncia un sueño, un profeta, un amigo. Llega, no lo reconocemos como un regalo, sufrimos mucho. En realidad nos está salvando, pero no lo sabemos. Es una resurrección, pero solo vemos tres cruces. Nos convencemos de que el tiempo de la bestia será infinito. Y, en cambio, un día nos despertaremos fuera del sepulcro. 

Ante esta parábola del punto de no retorno de cierto modelo de Iglesia finalizo como finalizaba el Maestro de las parábolas: el que tenga oídos que oiga. Es un dicho que se repite en el Apocalipsis (Ap 3, 6. 13.22). Otra manera de decir que el que tiene entendederas que entienda. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Algunos criterios pastorales para el presente y el futuro de la Iglesia de Navarra y del País Vasco.

Algunos criterios pastorales para el presente y el futuro de la Iglesia de Navarra y del País Vasco   Siempre me han hecho reflexionar mucho...