miércoles, 30 de julio de 2025

Una razón de la implosión irreversible de la Iglesia católica en España.

Una razón de la implosión irreversible de la Iglesia católica en España

Algunos nos preguntamos por qué la cultura católica (se podría decir cristiana en general) parece incapaz de decir palabras significativas, en este momento, sobre las angustiosas preguntas que se plantea la humanidad.

 

No se trata solo de una urgencia, por así decirlo, de biblioteca, de salón, de taller... Incluso algunas figuras laicas en Europa han expresado, al menos en los últimos años, una especie de nostalgia por una voz religiosa incapaz de indicar horizontes de sentido diferentes de los discursos manidos, más allá de palabras gastadas como trapos escurridos miles de veces, de los que ya no puede salir ni una gota de agua limpia.

 

Una fe que no es capaz de dialogar, ¿por qué no?, con el contexto cultural en el que vive, deja de ser algo vivo para convertirse, en el mejor de los casos, en una reserva de buenos consejos para vivir una vida más serena, afrontar el duelo, relacionarse tranquilamente con los hijos, ser un ciudadano respetable.

 

En definitiva, el riesgo es que se convierta en una baratija moralista, fácilmente domesticable por el poder político de cualquier color, o en una experiencia que hay que sentir en el corazón, que no tiene nada que ver con la cuestión de la verdad.

 

En el fondo, cuando la fe tiene dificultades para convertirse en cultura, es decir, para constituirse como una visión del mundo que intenta articularse en un conjunto coherente de significados, es también porque ha descuidado dejarse sacudir una vez más por el problema de la verdad de lo que profesa.

 

Sin embargo, las repercusiones prácticas y morales del mensaje cristiano, separadas de la raíz de su verdad (presunta o no, ahora no me importa), poco a poco pierden fuerza, se debilitan, y luego o bien se absorben en las brumas de la historia, o acaban resultando simplemente incomprensibles para el espíritu de la época, como piezas de un engranaje mayor del que, una vez separadas del todo, escapan a la función y al motivo de su fabricación original.

 

En otras palabras, el reto de la Iglesia católica en España es que ha producido y está produciendo discursos que no tienen influencia en la realidad ni en los significados que los hombres y mujeres de hoy dan a su experiencia del mundo. El equivalente denotativo de este discurso es simple y llanamente un conjunto vacío.

 

Se podría objetar que varios representantes del mundo católico se expresan con regularidad, y diría incluso con cierta pluralidad de opiniones, sobre muchas cuestiones contemporáneas que sin duda merecen la máxima atención: la bioética, la ecología, la justicia económica, la política… Si estos esfuerzos no tienen el impacto esperado, no es, en mi opinión, solo por motivos de actualización o lagunas intelectuales. En muchos casos, la competencia existe y es profunda.

 

Quizás el motivo de la dificultad haya que buscarlo en la pérdida de confianza en lo que podríamos definir, retomando el título de una obra de Hans Urs Von Balthasar, el «caso serio del cristianismo», es decir, su característica más propia: la vuelta a algunas cuestiones fundamentales. 


 

Cuando mis amigos me preguntan por el cristianismo me gustaría mucho que fueran aún más atrevidos y me preguntaran cómo puedo considerar razonable que el sentido de todo el universo, nacido hace unos 14.000 millones de años, compuesto (en su parte observable) por unos 2000.000 millones de galaxias, cada una de las cuales contiene, como nuestra Vía Láctea, al menos cientos de miles de millones de estrellas y se extiende a lo largo de cientos de miles de años luz, sería interesante, decía, que me preguntaran cómo puedo considerar razonable que el sentido de esta inmensidad inconcebible se base en la insignificante historia, comparada con la gigantesca profundidad de la historia cósmica, de un rabino judío que vivió bajo la ocupación romana y fue ejecutado por Poncio Pilato probablemente alrededor del año 30 d. C.

 

Cómo es posible que un hombre que quiere ser dueño de algún pensamiento considere que el otro gigantesco acontecimiento del nacimiento y el desarrollo de la vida, ocurrido en un cuerpo celeste insignificante al que llamamos Tierra, nada más que un grano de polvo que flota en la infinita y muda inmensidad del Universo, no haya sido un simple fruto del azar, sino que detrás de la lenta evolución que ve aparecer las primeras moléculas orgánicas complejas, luego los organismos procariotas y, poco a poco, durante millones y millones de años, se desarrolla un aparente caos de especies vivientes nacidas solo para perderse en los muchos caminos muertos de la evolución (no hay duda, una auténtica masacre). Cómo es posible que un hombre que quiera ser inteligente considere que dentro de estos ciclos de nacimientos y catástrofes de mundos se abre camino, silenciosa y ocultamente, la revelación de un Dios que sale de sí mismo y pone lo absolutamente otro de sí mismo ̶ la contingencia ̶ dándolo a sí mismo y a su propia libertad.

 

De todo esto y más me gustaría que se pudiera hablar. Porque es aquí donde se juega la partida decisiva del cristianismo, ayer como hoy. Si hay un sentido del universo o si las cosas son lo que son. Si la misma pregunta sobre un sentido tiene sentido.

 

Si ese joven predicador colgado de una cruz romana que grita a su Padre su abandono, con el aire que sale de sus heridas, es la enésima víctima espléndida de la carnicería de la historia o el sentido del ser. Si el anuncio de la resurrección es un cuento para calmar la ansiedad de la muerte o el anticipo del «salto cualitativo» definitivo en la historia de la evolución.

 

Pero si mis amigos no creyentes no hablan de estas cosas, no puedo culparlos. La mayor responsabilidad, en mi opinión, recae en la propia Iglesia, que apenas aborda estas cuestiones, más preocupada por comentar los dimes y diretes del momento y mostrarse activa y comprometida en cuestiones intra-eclesiales de auto-referencialidad.

 

No quiero que se me malinterprete. El cristiano debe, evidentemente, vivir en el mundo, ser levadura de la historia y comprometerse para que las estructuras mundanas se orienten hacia el bien. El reto, sin embargo, es que sin un retorno permanente al «caso serio» del cristianismo, la gran cantidad de intervenciones en ciertos temas no produce a la larga más que material para intervenciones autorreferenciales o para portadas a base de eslóganes y/o frases hechas.

 

A quienes se preocupan por lo que beberemos, lo que comeremos y con qué nos vestiremos hoy, Jesús responde en el Evangelio de Mateo: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas».

 

Evidentemente, Jesús, que antes de comenzar su vida pública ejercía una profesión y se ganaba la vida como todos, no estaba invitando a desertar de la vida cotidiana, sino a corregir las prioridades.

 

Creo que es una indicación esencial también con respecto al futuro de la Iglesia católica en España: la relación entre el catolicismo y la cultura. Si volvemos a pensar con generosidad en el «caso serio» del cristianismo, probablemente el catolicismo podrá tener suficiente aire en los pulmones para atravesar todas las demás preguntas de este tiempo y tal vez decir una palabra significativa. 


Dicho lo anterior, y ante el titular “El catolicismo se desmorona en España, aunque la Iglesia mantiene una "gigantesca obra social” (https://www.religiondigital.org/espana/Iglesia-Espana-vocaciones-religiosa-sacramentos_0_2802019784.html), uno ya hace tiempo viene comprobando sin alarmismos el hundimiento de todo un paisaje cristiano católico. Yo también, como cristiano, debo confesar que desde ya hace muchos años me ha dejado de llamar la atención este hundimiento, que podría llamarse «implosión», del catolicismo, este declive evidente del cristianismo católico, en España. 

Con esa confesión no quiero decir que para un católico que va llegando a la madurez de la vida sea fácil asistir hoy a este ocaso, que no es solo el fin de la cristiandad, sino también el despojo de una Iglesia católica que actualmente es cada vez más visible en forma de minoría y en camino hacia la diáspora... más allá de momentos estelares y puntuales de aglomeradas y explosivas Jornadas de Juventud por poner un ejemplo de estos mismos días en Roma con motivo del Jubileo. 


 

No creo que quienes han alimentado una gran esperanza de reforma de la Iglesia y de su presencia en la historia -mi memoria viaja al papa Francisco-, en compañía de los seres humanos y a su paso, quisieran una Iglesia triunfante y más grande: el deseo era vivir en una Iglesia capaz de escuchar a la humanidad y tan convencida del primado del Evangelio que asumiera su estilo, su práctica y su espíritu. Pero ¿ha sido así?

 

Ciertamente, hoy la Iglesia católica está humillada por sus contradicciones con el Evangelio, que se manifiestan sobre todo en escándalos financieros y violaciones de la dignidad de la persona humana: pero precisamente a partir de esta ‘humillación’, ¿será posible que se vuelva humilde?

 

Hoy se impide a la Iglesia ser dominadora en la historia: pero ¿es realmente capaz de acogerlo como una bienaventuranza? Somos conscientes de que, gracias al camino sinodal querido por el Papa Francisco, surgen del Pueblo de Dios, de una manera inédita, preguntas sobre la reforma: pero ¿se mostrará la Iglesia, una vez más, irreformable?

 

Cada día se viven en las diferentes Iglesias escándalos que provocan también el abandono o la desafección de la comunidad cristiana, y todos somos testigos del crecimiento exponencial de Iglesias cerradas, Iglesias vacías, Asambleas en las que solo aparecen cabezas canosas... o calvicies... El despojo que se está produciendo es evidente y doloroso, pero ¿estamos más cerca o más lejos de interpretarlo en su forma evangélica?

 

No es solo una cuestión de pobreza, de rechazo de la riqueza y de compartir con los pobres: es necesario que la Iglesia se empobrezca de poder mundano, se despoje del poder jurídico, se siente a la mesa de los pecadores simplemente siguiendo a Jesús y frecuentando, como Él, a los que sufren, a los necesitados, a los desechados de la sociedad. La Iglesia debe sentirse un «camino», como lo profesaban los primeros cristianos, y concebirse a sí misma en forma de «seguimiento», no de religión.

 

Entonces, tal vez entonces, se producirá la conversión del catolicismo al Evangelio del Reino y desaparecerá el riesgo de un catolicismo sin cristianismo, de una religión teísta condenada hoy a la autorreferencialidad, a intentos falaces de autoconservación, ocupándose de sí misma sin una espera mesiánica que le dé vigor y ahuyente todo temor.

 

Entonces el Evangelio —como Buena Nueva de que la muerte no tiene la última palabra porque Jesucristo, que es el amor vivido hasta el extremo por la humanidad, la ha vencido— ya no permanecerá mudo y podrá resonar con claridad en comunidades minoritarias pero significativas.

 

Si el paisaje religioso se derrumba, y bajo las cenizas permanece la brasa de la fe y, puede ser que la fe cristiana renazca alternativa.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

martes, 29 de julio de 2025

Un pacifismo desde abajo, como práctica y resistencia, es decir, encarnado.

Un pacifismo desde abajo, como práctica y resistencia, es decir, encarnado

Mientras en general los Gobiernos se limitan a condenar —con su habitual tono diplomático— las masacres que se están produciendo en Gaza, sin expresar una voluntad política real de intervención pacifista y humanitaria, la gestión de la crisis se delega, de hecho, al aliado estadounidense. Y mientras las puertas de Gaza podrían abrirse a un nuevo éxodo forzoso, Europa en general no se organiza para acoger a los palestinos que huyen, ni intenta anticipar las consecuencias humanitarias de esta tragedia. 

En este escenario, es urgente tomar conciencia de que vivimos inmersos en lo que el Papa Francisco definió en su momento como una «tercera guerra mundial por partes». Hoy en día, 92 países están involucrados en conflictos armados, mientras que más de 100 millones de personas se han visto obligadas a huir, dentro o fuera de sus fronteras. Solo en 2024 se registraron casi 200.000 episodios violentos relacionados con conflictos, más de la mitad de ellos bombardeos, y más de 233.000 muertes. Todas esas son cifras probablemente por debajo de los datos reales, pero ya de por sí aterradoras. 

Detrás de esta escalada se vislumbran dos causas profundas: la creciente militarización global y el uso intensivo de nuevas tecnologías militares, como los drones —cuya utilización ha aumentado más de un 1400 % desde 2018— y los artefactos explosivos improvisados, que hacen que las guerras sean más «accesibles». El nuestro es un mundo en el que también la guerra se hace más cercana, más silenciosa, más normal. Y es precisamente esta normalización lo que debe alarmarnos. 

Nos acostumbramos a lo indecible: al asesinato de niños, a los crímenes de guerra, a la tortura, a las violaciones masivas. Habría que oponerse a esta habituación de lo cotidiano, a esta ‘normalidad’ de lo habitual. Y quien debe hacerlo es, en primer lugar, el poder político, que tiene el deber de promover una cultura de la paz y devolver a la sociedad un papel activo en la construcción de la coexistencia y la solidaridad internacional. 

En este contexto, hablar de pacifismo puede parecer un ejercicio ingenuo. Sin embargo, nunca como hoy se necesita un nuevo pacifismo, concreto, cotidiano, capaz de penetrar en los pliegues de la vida común. Ya no puede ser una espera pasiva de las decisiones de los gobiernos, sino que debe surgir desde abajo, como una forma de resistencia difundida y creativa. 

Este pacifismo no se limita a la denuncia ni se confía a la esperanza de los tratados internacionales. Es, más bien, una forma diferente de habitar el mundo, de elegir cómo vivir. Se compone de gestos sencillos pero profundos: caminar para estar, hablar para tender puentes, habitar los lenguajes con cuidado. Es el rechazo activo de la retórica bélica —la de la «guerra justa», la «defensa», la «intervención necesaria», la «disuasión nuclear»— y la apertura a nuevas palabras: convivencia, escucha, desarme, cuidado... 

La paz, en este sentido, no es una estrategia de poder, sino una táctica cotidiana. Se hace en las plazas, en las escuelas, en los mercados. Se construye en los cuerpos que resisten a la violencia normalizada, en los gestos que interrumpen la lógica del odio, en los lazos que recomponen la ruptura de la soledad social. Es una forma de deserción antes incluso que de protesta. 

Desertar no significa huir. Significa rechazar el imaginario bélico, el culto a la fuerza, la competitividad como única ley social. Significa elegir, cada día, la cooperación, la escucha, la solidaridad. Incluso cuando cuesta. Incluso cuando parece inútil. 

Es también una práctica del lenguaje: educar para nombrar los conflictos sin agredir, contar historias de convivencia en lugar de enfrentamiento, mostrar que otra realidad es posible. Las palabras no son neutras: pueden matar o curar, herir o reconciliar. 

Pero este pacifismo es también espiritualidad encarnada, no como refugio individual, sino como fuerza colectiva que habita los cuerpos y las relaciones. Es cuidado contra la herida sistémica, es lentitud contra el frenesí productivo, es acogida contra la exclusión. Es el arte de vivir con los demás sin dominarlos, sin anularlos. 

Por último, este pacifismo es narración. Para cambiar el mundo se necesita otra historia, una nueva imaginación de lo posible. Contar la paz, mostrarla, hacerla desear es ya un acto de transformación. Una revolución silenciosa hecha de historias menores pero poderosas, capaces de resquebrajar la aparente inevitabilidad de la guerra. 

La paz no se anuncia, se practica. Se construye. Se camina. Día tras día. También hoy. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

El post-teísmo de Jesús de Nazaret.

El post-teísmo de Jesús de Nazaret 

¿Es posible superar el teísmo, es decir, «la idea de un Dios absolutamente separado del mundo que interviene desde fuera para salvarlo»? 

Y, sin embargo, hasta existe una verdadera necesidad de superar el teísmo. Es bueno, es interesante que toda imagen de Dios sea siempre superable, corregible, perfeccionable. Dios nunca es un objeto circunscrito por una teología concluida. Es una gran realidad. Y una grande necesidad. 

El teísmo concibe a un dios mágico, omnipotente, separado del mundo, amo, juez arbitrario, modelo fácil de los tiranos, que quiere salvarnos desde fuera de nosotros. El Dios de la ley, del premio y del castigo. En el Dies irae se le llamaba Rex tremendae maiestatis. Un Dios Terror, no Amor. No nos hace felices. Nos creamos continuamente ídolos falsos. Si despertamos, nos liberamos de ellos. 

Entre los muchos perfiles de Dios, nítidos o difuminados, hay una propuesta, honesta y clara, en el corazón del evangelio que nos llegó de Jesús de Nazaret: «Nadie ha visto jamás a Dios». El Evangelio parte de nuestra ignorancia sobre Dios, de la necesidad de romper la imagen dominante y de revisar continuamente su imagen, para que sea más verdadera. 

«Nadie ha visto jamás a Dios». Esto significa, al menos, dos cosas en el Evangelio: 

1) Juan 1,8. Jesús «explicó» a Dios, lo presentó en su propia persona; Jesús está en relación viva, filial, íntima con Dios, está animado en plenitud por su Espíritu. Dios se manifiesta en el hombre Jesús, en Él se ha hecho carne humana. Dios es humano en Jesús. 

2) Primera Carta de Juan 4,12. Nadie ha visto nunca a Dios, pero si nos amamos unos a otros, está aquí, lo experimentamos presente, es una realidad viva, mucho más allá de los conceptos y de las definiciones. 

Jesús es persona humana y manifiesta en sí mismo un Dios humano y personal. El Dios de Jesús es solidario con nosotros, es persona que convive, amigo, espíritu animador íntimo de libertad, presente en las relaciones de amor y justicia, estimulador y sostén de la continua recuperación en el camino del bien. Hasta va a ser que Jesús sea el post-teísta más radical por su claridad y rotundidad. 

E imagino así el Dios revelado en Jesús: un Dios humano. Algunos dicen que no, que sería demasiado humano. ¿Lo hemos humanizado demasiado? Es justo corregir la imagen filosófico/metafísica de Dios, tan cómoda para algunos discursos religiosos. Y devolverla a lo humano cercano, como hace Jesús también en el diálogo muy transparente con la samaritana. 

A esta mujer, Jesús se le revela de manera privilegiada y le dice que la relación con Dios no está en el Templo sagrado, sino «en espíritu y en verdad», es decir, 

1.- es una relación íntima y elevada, cercana y esencial, en el espíritu, 

2.- es una relación horizontal, humana, en la vida cotidiana entre hermanos y hermanas humanos. 

También la ciencia de la naturaleza y las ciencias humanas nos instan a repensar la vieja imagen y la vieja relación con Dios. Llegan respuestas que podemos escuchar con un signo de interrogación: ¿Dios es una energía? ¿Es como la fuerza de la gravedad y el despertar de la primavera? ¿Es un fenómeno de la naturaleza? ¿Es la naturaleza misma en su admirable vitalidad? O bien: ¿Dios es solo una parte de nosotros? ¿La parte más profunda de nosotros? 

Yo creo, en cambio, que Dios es un Tú, Otro pero Íntimo a nosotros. Está bien cuestionar la imagen de un ser lejano, todopoderoso e inalcanzable, pero Dios no puede disolverse en nuestra psicología: es un Tú, frente a nosotros. 

Las palabras más esenciales del mensaje de Jesús sentimos que entran en sintonía profunda con nuestro ser, pero intuimos que provienen de otra parte, y precisamente por eso son gracia, don, que hay que acoger con asombro y gratitud, y hacer florecer. La imagen intolerable de Dios es superada por la revelación de Jesús, pero no reducida a una parte de nosotros: Dios es vida grande, absolutamente nueva, otra, y al mismo tiempo presencia íntima. Es Otro e Íntimo. Dios grandeza buena y cercanía íntimade Aquél que es “interior intimo meo et superior summo meo” (San Agustín de Hipona). 

En esta estimulante búsqueda nos encontramos al menos con una dificultad: se piensa en Dios como no persona. Dios no sería personal. ¿Qué significa esto? ¿Pensarlo como persona sería humanizarlo demasiado, según nuestro modelo? Pero si no es persona, ¿cómo puede ser relación? 

En el Evangelio de Jesús, Dios es Amor, efusión de vida, de bien, de bondad, de… Si lo reconocemos así, Dios es una persona consciente de sí misma, no es un fenómeno que ocurre y no refleja, que no sabe nada de sí mismo, que no es consciente. Pensar a Dios como un fenómeno, como energía cósmica, es panteísmo, es cosmología, no sé si es religión, si es fe. Para mí la fe es una relación íntima, de confianza, de entrega, de comunicación. Pero una relación solo se da como intercambio entre conciencias y voluntades personales. 

La fe cristiana está «más allá de las religiones», porque no es culto, no es deuda, no es doctrina, sino comunión de vida. Conocemos a Dios a nuestra imagen porque nosotros somos imagen suya. Lo pensamos a nuestra imagen, porque Dios nos pensó a su imagen. Por eso la guerra es «sacrilegio», porque la violación del hombre es violación de Dios. Aquí está el fundamento máximo de la dignidad de la persona humana. 

Los seres humanos pecamos haciendo de Dios nuestro instrumento, la peor imagen de nosotros mismos: dominio de las conciencias, fundamento de los tronos, capellán militar de los ejércitos… Dios nos es tan familiar que lo usamos, lo ofendemos, lo perdemos. Si fuera «otra cosa», no podríamos ofenderlo: el Acto Puro de Aristóteles no se ocupa de nosotros y no nos interesa: solo está escrito en un tratado de metafísica, no tiene relación con nosotros. 

Al hacerse humano, Dios se pone en nuestras manos, en peligro, pero también es siempre Otro, inaprensible. Lo clavamos en nuestros sistemas, pero su vida no se detiene y se fija como queremos nosotros. Es vida que da vida, y no es engullida ni contenida en nuestra vida. Dios se parece a nosotros porque nosotros nos parecemos a Él. 

Conocemos a Dios en la relación, no en la esencia. Si Dios es una presencia, si Dios no es una idea reguladora, una imagen mental, mutable a nuestro antojo, precisamente no una persona, no una realidad, es necesario aprender a escuchar. Primero hagamos silencio para despejar la mente de ruidos, pero luego practiquemos el escuchar: el escuchar recíproco y el escuchar universal. La Biblia es una petición de escuchar: «Shema Israel» - Deuteronomio 4 -. 

Los poetas escuchan. Entienden y dicen lo que escuchan. Solo los distraídos, ocupados con demasiadas cosas, no escuchan, no son poetas. Tampoco escuchan aquellos que ya lo tienen todo definido. Alguien atento a escuchar se da cuenta, en alguna experiencia, de que otros escuchan: «He observado la miseria de mi pueblo en Egipto y he oído su clamor a causa de sus capataces; conozco sus sufrimientos» (Éxodo 3, 7-10). Observa, escucha, conoce. Se revela a los esclavos alguien que sabe ver, escuchar, conocer. Nos damos cuenta de que podemos estar en una historia de liberación. 

La religión es amistad, es esperanza, es vida… una red de amistades de esperanzas, de vidas... Pero también la religión puede ser la manía de supersticiosos asustados o de los rigoristas rígidos. Depende de lo que observes, de lo que escuches, de lo que conozcas. 

Oponer la religión verdadera a las religiones falsas es una declaración de guerra. Y así como no quiero la guerra que mata, tampoco quiero la religión que excluye. La que declara la guerra no es mi religión. He escuchado la Biblia, el Corán, el Talmud, Buda, Confucio, ... No como un estudioso especializado, sino como una persona que vive. El Evangelio me habla más que todos los demás. Habla el idioma que esperaba. La poesía es religión y la religión es poesía. Todos somos poetas, si nos liberamos. 

La religión es libertad; más allá de la necesidad del aire y del pan, comienza la libertad: admiro la naturaleza, busco la fuente de la belleza y la paz, busco alimento para el espíritu, que no debe desesperarse, morir y, peor aún, matar para saciarse. 

Y me gusta que las religiones sean modestas y serenas, que no se jacten de su saber, de ser «Vicarios de Dios en la tierra», de encerrar a Dios en sus Templos, y que recuerden lo que dijo Jesús a la samaritana (Juan 4) de la adoración o del culto a Dios en espíritu y en verdad. A ella Jesús le hizo digna de la más alta confianza, mucho más que a los maestros de la Ley de los magisterios judíos o cristianos. 

La fe cristiana es una fe «sin fronteras». Y podemos estar agradecidos a una fe que es invisible, que se adentra hasta la profundidad o que se eleva hacia las estrellas porque es una fe que no está dividida por la diversidad de cultos, sino que está formada por todos los buscadores de la verdad. 

Sí creo que si perdemos en Dios el carácter personal, de un Tú vivo, con el que tenemos una relación de conocimiento, simpatía (sentir-sufrir juntos), diálogo, escucha y expresión, perdemos simplemente a Dios, todo Dios. Si Dios es solo una energía, una fuerza, yo, que soy solo «un vapor» (Blaise Pascal, 347), soy más que él, porque tengo conciencia de persona: sé que soy. 

Escucho la historia de las sabidurías humanas: hablan nuestra lengua, las sabidurías escuchan, no crean, sino que recogen la voz de las cosas porque las escuchan. Jesús dice que da a conocer. No crea. Jesús deja traslucir. No organiza sino que revela. No instituye sino que acompaña para dejar asomar y entrever un Misterio aún más grande. Todo en nosotros es recibido -“Todo me lo ha dado mi Padre (Mt 11, 27)”-. Por eso Jesús está agradecido -“Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los humildes y pequeños” (Mt 11, 25)-. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

lunes, 28 de julio de 2025

¿Qué fe en un mundo post-teísta?

¿Qué fe en un mundo post-teísta? 

En su famoso texto Desde la experiencia del pensamiento, el filósofo alemán Martin Heidegger anotaba: «En cualquier caso, aquí hay una pregunta. ¿Entonces Dios no ha muerto? Sí y no. Sí, ha muerto. Pero ¿qué Dios? El Dios ‘moral’, el Dios cristiano ha muerto; el padre en quien se refugia uno, la ‘persona’ con quien se trata y se confía, el ‘juez’ con quien se tiene una cuestión, el ‘recompensador’ a quien se le paga por las propias virtudes, ese Dios con quien se hacen los propios ‘asuntos’, pero ¿cuándo se hace pagar una madre por el amor a su hijo? Cuando Nietzsche dice: «Dios ha muerto», se refiere al Dios considerado ‘desde el punto de vista moral’». 

En este breve fragmento, Martin Heidegger resume un pensamiento/perspectiva filosófica, teológica y cultural que tiene una historia, un desarrollo y sus «padres»: desde los textos de Baruch Spinoza hasta los del obispo anglicano John A.T. Robinson, desde las teorías de F.W. Nietzsche hasta las tesis defendidas por el episcopaliano J.S. Spong, desde la desmitificación de Rudolf Bultmann hasta la «filosofía/teología débil» de Gianni Vattimo, pasando por el pensamiento y los escritos de muchos otros. 

Se entiende, pues, de inmediato que el declive del teísmo en Occidente es un fenómeno complejo, que viene de lejos y que se ha movido bajo la influencia de múltiples factores: culturales y científicos; filosóficos y teológicos; sociales y económicos. Todos estos elementos de cambio han actuado como poderosas fuerzas geológicas invisibles y nos han cambiado de forma radical e irreversible a nosotros, a nuestra realidad y a nuestra forma de decir «Dios». 

En este mundo, y en nosotros que formamos parte de él, ya no hay espacio para una metafísica tal y como la conocemos tradicionalmente, para representaciones precientíficas de la realidad y del cosmos y para una imagen de Dios nacida hace siglos. 

La gran diferencia entre el hoy, la posmodernidad, y los siglos pasados radica precisamente en una cuestión de «proporciones». De hecho, mientras que en el pasado, frente a una minoría muy reducida de pensadores innovadores y sus acólitos, la mayoría de la población occidental aceptaba tranquilamente una perspectiva teísta, en una de sus diversas declinaciones, hoy la situación se ha invertido radicalmente: el teísmo como horizonte de sentido y explicación de los hechos del mundo sigue vivo en un pequeño grupo de iniciados o «expertos», mientras que la mayoría de la población rechaza instintivamente esta opción tachándola de conjunto de mitos/cuentos, típicos de un pasado primitivo de la humanidad, como signos de ignorancia y superstición, como algo irreal y, por lo tanto, sustancialmente inútil. 

De hecho, es innegable que la ciencia moderna y la difusión del conocimiento nos han transformado profundamente, tanto a nosotros como a nuestra comprensión del universo y la realidad que nos rodea. Este proceso de evolución innegable e irreversible ha dado lugar a cambios significativos, a una verdadera «mutación antropológica», que ha influido en todos los aspectos de la vida humana: desde el mundo de la información hasta el del transporte, desde la medicina hasta las nuevas tecnologías, desde las nuevas fronteras de la física hasta los descubrimientos astronómicos. 

En los últimos 500 años, el hombre ha visto crecer profundamente su conocimiento y los nuevos descubrimientos científicos siguen ampliando los límites del conocimiento humano. De ello se deduce que esta humanidad tan cambiada no puede sino rechazar la idea de un Dios definido según las categorías clásicas del teísmo: un Dios/Theos entendido como un Ser totalmente trascendente, antropomorfizado, omnipotente, dotado de «voluntad», omnipresente, providente, activo en la historia de los seres humanos, de las criaturas, en el dominio del mundo y del cosmos. Una especie de «gran titiritero», separado, lejano, pero también constantemente presente gracias a su pretensa capacidad de modificar la realidad y a su relación personal con las criaturas que le están subordinadas. 

El padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, hipotetizó que todos los sistemas religiosos, más allá de sus aparentes diferencias externas, fueron creados con un propósito muy específico: dar al hombre solo y asustado una respuesta, un apoyo, un «padre» al que acudir:  «Hay que captar una continuidad precisa entre la condición existencial de impotencia con la apremiante demanda de ayuda, y la figura paterna (...) que, por un lado, resuelve los enigmas de este mundo y, por otro, le garantiza una providencia solícita que velará por su vida y remediará, en una vida ultraterrena, las posibles deficiencias de esta». 

Estos cambios tan profundos, y tan rápidos si se comparan con la historia de la humanidad, han sumido inevitablemente en una profunda crisis al «sistema teísta» y, en consecuencia, a las religiones históricas que se inspiran en él. El proceso conocido como «secularización» ha relegado a los márgenes de la sociedad y del pensamiento humano al Dios del teísmo, ahora evaluado a la luz de la razón y el progreso. 

Estos signos del fin del teísmo en relación con el cristianismo han sido expuestos sintéticamente por el obispo episcopaliano John Shelby Spong en su escrito titulado «Las 12 tesis. Llamamiento a una nueva reforma» y profundizados en numerosas obras y conferencias a lo largo de los años. En síntesis, el obispo estadounidense destaca cómo el teísmo, como intento de definir a Dios, ha muerto para el hombre occidental actual: de hecho, ya no puede creer en un Dios increíble, en un ser sobrenatural/mágico que interviene, o no, en la historia humana. 

De este rechazo surge también la necesidad de reformular la cristología, desmitificándola. De hecho, en una perspectiva post-teísta, ya no tiene sentido entender a Jesús de Nazaret como la encarnación de una divinidad teísta. Es fácil comprender cómo cambia significativamente nuestra lectura y comprensión de los Evangelios: desde los relatos de milagros, que ya no se consideran acontecimientos reales en el espacio y el tiempo, hasta una nueva comprensión de la cruz, que ya no se entiende en sentido primitivo como sacrificio expiatorio, y de los relatos sobre la resurrección, que ya no son legibles en sentido literal. 

Incluso esa búsqueda que siempre hemos llamado «oración/súplica/alabanza» cambia con el cambio del ethos de la época: pasando de una petición a una divinidad teísta, a una experiencia de conexión interior, de comunión, de «inmersión». 

Las consecuencias prácticas/pastorales de esta muerte de Dios/Theos son ahora evidentes para todos y son (a pesar de los torpes intentos de todas las instituciones religiosas por minimizar y «suavizar» todo) de alcance «bíblico». 

Cualquiera que esté en contacto con las Iglesias cristianas occidentales ha sido testigo en el último siglo de un «éxodo» colosal de personas de todas las edades, etnias, géneros y clases sociales, una «hemorragia» que no parece detenerse. «¿Y quién quedará?», es la pregunta que surge espontáneamente. Quedarán pequeños grupos cada vez más cerrados, nostálgicos de un pasado que no puede volver, fuertemente autorreferenciales: el fundamentalismo es, de hecho, y creo que lo será cada vez más, la respuesta del teísmo y de las religiones históricas a su propia crisis. Una ilusión que tendrá una vida corta, un último espasmo desesperado antes de la extinción. 

Si somos mujeres y hombres honestos con nosotros mismos, debemos admitir que, aunque esta perspectiva a menudo nos asusta y nos angustia, es real: presenta sus retos, pero también toda una serie de nuevas oportunidades. Liberarnos del teísmo significará también liberarnos de toda una serie de imágenes, palabras y conceptos que, en lugar de facilitar nuestro camino de crecimiento espiritual, lo entorpecen. 

De hecho, cualquiera que haya nacido en los últimos 100 años en Occidente ha absorbido, casi por ósmosis, todo un patrimonio de saber y conocimientos que ha crecido desmesuradamente y se ha vuelto cada vez más accesible, pero muchas preguntas fundamentales del hombre actual siguen sin respuesta, mientras que a otras se han dado respuestas muy precisas, que sin embargo no implican divinidades ultraterrenas, milagros ni un más allá portador de recompensas o castigos. 

Así pues, hoy en día, para describir a cualquiera que no se sienta incómodo al entrar en un lugar de culto, o al hablar de Dios en términos teístas, o que acepte leer las páginas de un texto sagrado como si se tratara de una crónica histórica, solo hay tres posibilidades: 

1.- o este hombre/mujer es incapaz de comprender en absoluto; 

2.- o es malintencionado porque obtiene algún beneficio personal del mantenimiento del statu quo; 

3.- o, más simple y fácilmente, solo quiere desesperadamente «creer que cree», tomando prestada la expresión del título de un famoso ensayo de Gianni Vattimo. 

En realidad, lo que da miedo admitir es que ya no somos la humanidad de hace siglos, como tampoco somos las mujeres y los hombres del Concilio de Nicea o del Concilio Vaticano II. De hecho, tanto si hablamos del Símbolo Apostólico, como del Símbolo Niceno-Constantinopolitano en términos teológicos, con todos sus aspectos problemáticos, como si consideramos la génesis histórico-política de los textos, esta oración sigue siendo un excelente resumen de los problemas teológicos, lingüísticos y pastorales del cristianismo en relación con la posmodernidad. 

El filósofo y teólogo estadounidense J.D. Caputo afirma en uno de sus escritos que: «La locura de Dios es que Dios no existe. Dios insiste, pero no existe. Así que manteneos alejados de las guerras interminables y grandilocuentes entre teístas y ateos y escuchad el fenómeno, el acontecimiento, lo incondicional, por muy exasperantemente esquivo que sea». De hecho, el autor continúa en el mismo texto: «El acontecimiento contenido en el nombre (de) «Dios» excede todo cálculo, escapa a toda regla, elude todo programa. El nombre de Dios es el nombre de la posibilidad de un acontecimiento. El de Dios es el nombre del reino en el que el acontecimiento nos visita como una llamada inesperada, despertándonos en medio de la noche con un fuerte golpe a nuestra puerta». 

De hecho, el nuevo reto teológico-pastoral del post-teísmo es lograr decir «dios» más allá de «Dios», lograr entrar en conexión con el Misterio sin nombre, ese encuentro que me permite experimentar lo que da sentido a nuestra aventura humana. 

En este sentido, nos damos cuenta fácilmente de que los lenguajes, las prácticas y los contenidos teológicos deben cambiar para adaptarse a la búsqueda del hombre de hoy, si queremos una nueva forma de inculturación, quizás aún más audaz y decisiva que la que tuvo lugar entre finales del siglo I y el IV d. C. y que surgió del encuentro entre un mundo aún judeocristiano y la cultura grecolatina. 

Pero, al igual que aquella inculturación generó el cristianismo como camino particular hacia la figura y el mensaje de Jesucristo, así nos vemos impulsados a abandonar el paradigma del «cristianismo» para entrar en otra perspectiva, la del hombre manso de Nazaret, profeta desarmado y verdaderamente «revelador de Dios». 

El mismo Joaquín de Fiore ya había intuido la necesidad y la evidencia de este camino. De hecho, el monje y abad del siglo XII ya había dividido en su época la historia de la humanidad en tres edades o cielos. 

1.- Una primera época, la Edad del Padre, que comprende la historia y las narraciones del Antiguo Testamento: este tiempo es una época primitiva que necesita ser controlada mediante normas y códigos morales, es el tiempo en el que el hombre necesita a «Dios Padre». 

2.- Luego hay una segunda época, la del Hijo, que Joaquín identifica con la historia cristiana desde las narraciones de los Evangelios hasta principios del siglo XIII, marcada aún por el dominio de las religiones y por graves injusticias, en la que la fe está viva pero aún limitada. 

3.- Existe luego una última época, la del Espíritu, que estará caracterizado por una verdadera revolución espiritual en la que la humanidad, libre y «adulta», tendrá un contacto directo/no mediado con Dios: esto le permitirá liberarse de la lógica religiosa, del egoísmo y de los fenómenos de injusticia social.  

Se necesita una nueva forma de decir «Dios»/Misterio/experiencia de un encuentro que sea compatible con las nuevas claves de lectura o paradigmas con los que leemos nuestra realidad. 

Este giro decisivo no es algo que se vaya a realizar de inmediato, ni será un camino fácil y sin intentos, caídas y necesarios reinicios. Sin embargo, es este paso el que nos exige la humanidad del siglo XXI y que no podemos eludir. 

Entendemos, pues, que si queremos ir «más allá» de un modelo teísta, también lo que todavía llamamos «pastoral» cambia: necesitamos urgentemente una, perdónenme el término, «pastoral post-teísta», es decir, un enfoque diferente que parta de premisas diferentes, de una idea más sincera, amplia y acogedora de «Dios», de la revelación, de la comunidad, de la espiritualidad/interioridad. 

Este camino, inevitable si no queremos que todo se pierda (sobre todo la parte mejor del mensaje de Jesús de Nazaret y toda la valiosa búsqueda humana que en todos los tiempos ha impulsado a hombres y mujeres a plantearse nuestras mismas preguntas), nos obligará a «dejar ir» mucho, pero también a usar nuestra capacidad creativa. 

De hecho, si abandonamos las viejas estructuras y lógicas, encontraremos «otros lugares» donde es posible decir «Dios» con otras palabras, con otras personas que provienen de caminos alejados del nuestro, sin ansiedad por rendir, sin resultados que obtener ni voluntad de imponer, pero con la conciencia de necesitar «otra» vida. 

En cuanto a las Iglesias cristianas (católica, ortodoxa y de los diversos ritos orientales, Iglesias y comunidades nacidas de la Reforma), se impone una nueva praxis post-teísta, una forma de vivir el mensaje de Jesús que, entre otras cosas, no puede sino ver el fin de la iglesia/parroquia/unidad pastoral territorial dispensadora de servicios religiosos y asistenciales y el nacimiento de nuevos centros de espiritualidad. 

Seguramente hasta realidades menos identitarias y confesionales, pero más abiertas y libres, lugares con ambientes y propuestas adecuadas para hombres y mujeres que hoy tienen una espiritualidad «no canónica ni dogmática». 

Este camino marcará inexorablemente también el fin de los dogmas (explícitos o implícitos), de las reglas religiosas y de nuestra comprensión cristiana tradicional de los sacramentos. Con la práctica post-teísta terminará, evidentemente, también la exasperada necesidad de uniformidad dentro de las comunidades y como Iglesias, y nos orientaremos en consecuencia hacia un horizonte teológica, humana y espiritualmente cada vez más plural. 

Surgirá finalmente, y en parte ya ha sucedido, una nueva espiritualidad de búsqueda y de inmersión, una espiritualidad mística pero también plural y «laica». En este sentido, las prácticas de la meditación, el tantra y el yoga, la contemplación silenciosa y la oración en silencio cobran importancia y nos ayudan a abandonar para siempre aquella oración de tipo teísta. 

Lo que surgirá será una espiritualidad y, en consecuencia, más «mestiza», menos codificada, menos exclusiva y excluyente, pero también más viva, posible y adecuada para nosotros. Tendrá algunos pilares teológicos, lingüísticos y culturales muy importantes. 

Hace ya algunos años, el teólogo Rev. Dr. Charles M. Bidwell y el ‘Canadian Centre for Progressive Christianity’, reuniendo el pensamiento de varias comunidades que se reconocen en este movimiento, elaboraron ocho puntos fundamentales e ineludibles para reorientar nuestra espiritualidad en clave post-teísta: 

«1.- Centramos nuestra fe en valores que afirman la sacralidad y la interconexión de toda la vida, el valor intrínseco e igual de todas las personas y la supremacía del amor que se expresa activamente en nuestras vidas como compasión y justicia social; 

2.- Comprometernos en una búsqueda que hunde sus raíces en nuestro patrimonio y nuestras tradiciones cristianas; 

3.- Abrazar la libertad y la responsabilidad de examinar las prácticas y creencias cristianas tradicionalmente sostenidas, reconociendo la construcción humana de la religión, y a la luz de la conciencia y el aprendizaje contemporáneos, adaptar en consecuencia nuestras opiniones y prácticas; 

4.- Recurrir a diversas fuentes de sabiduría, considerando todas ellas como expresiones humanas falibles y abiertas a nuestra evaluación de su potencial contribución a nuestra vida individual y comunitaria; 

5.- Encontrar más significado en la búsqueda de la comprensión que en la llegada a la certeza, en las preguntas que en las respuestas; 

6.- Fomentar una comunidad inclusiva, no discriminatoria y no jerárquica, en la que se honre nuestra común humanidad en un ambiente de confianza, respeto y apoyo mutuo; 

7.- Promover formas de celebración, estudio y oración individuales y comunitarias que utilicen un lenguaje comprensible, inclusivo, no dogmático y basado en valores. Un lenguaje con el que personas de origen religioso, escéptico o secular puedan sentirse nutridas y estimuladas; 

8.- Comprometernos a recorrer juntos un camino de crecimiento continuo caracterizado por la honestidad, la integridad, la apertura, el respeto, el rigor intelectual, el coraje, la creatividad y el equilibrio». 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

 

domingo, 27 de julio de 2025

¡No! en nombre de Dios.

¡No! en nombre de Dios 

¿Qué clase de religión es esa que legitima, justifica y ofrece un fundamento teológico a guerras, genocidios, suspensión total de la ayuda humanitaria, exterminios y proyectos de aniquilación de poblaciones enteras perseguidos con lucidez y una ferocidad cada vez más violenta? 

No es una cómoda pregunta, y sí una provocación también teniendo en cuenta la inaceptable tragedia que se está consumiendo ante nuestros ojos en Gaza. Creo que somos conscientes de que en el conflicto de Palestina todas las partes en lucha también están sostenidas por razones religiosas fuertes y vinculantes. También los islamistas de Hamás. Pero si el judaísmo es la religión que promueve el shalom ¿cómo explicar que hoy en Israel sean precisamente los partidos religiosos los menos dispuestos a la paz y lleguen a proponer una suspensión total de la ayuda humanitaria a Gaza? 

Estamos ante otro ejemplo de esa perversa conexión que une «Dios-guerra-violencia», presente en todas las religiones y que corre el riesgo de convertirse en indisociable cuando la religión y la política se funden en un único proyecto, condicionando las instituciones de la otra. Romper el escándalo entre «Dios-guerra-violencia» y mantener separado el plano religioso del político son los dos grandes retos a los que todos estamos llamados si queremos poner fin al escándalo de matar y hacer morir en nombre de Dios. 

Fue David Hume (1711-1776) quien sostenía que los errores de la filosofía son siempre ridículos; los de la religión son siempre peligrosos. No estoy seguro de que los errores de la filosofía siempre hagan sonreír. Sin embargo, estoy seguro —y comparto la segunda parte de la máxima de David Hume— de que las interpretaciones religiosas erróneas no solo crean peligros para toda la humanidad, sino verdaderas tragedias, conflictos, sufrimientos e incluso guerras. 

Somos testigos de ello: todas las religiones más importantes del mundo profesan esencialmente, además del amor por lo Absoluto —en cualquiera de sus formas—, también la paz y la fraternidad. Sin embargo, por miedo, por interpretaciones imprecisas y a veces falsas de los textos sagrados, por errores clamorosos sobre acontecimientos humanos o porque se quiere imponer el propio credo, las religiones acaban transformando la paz y la hermandad «predicadas» en guerras fratricidas infinitas e inhumanas. 

Liberar a las confesiones religiosas de los componentes de maldad y violencia que se esconden en su interior es, por lo tanto, un ejercicio crítico indispensable y urgente para convivir en el signo de la fraternidad. Una tarea que incumbe tanto a quienes ejercen funciones de liderazgo y responsabilidad en las comunidades religiosas como a los fieles que se reconocen en ese credo. Pero liberar a las religiones de las cuotas de violencia y maldad que se esconden en ellas es también responsabilidad de la cultura, del mundo educativo, de los contextos formativos, para llegar luego a involucrar también a quienes ocupan cargos políticos y gubernamentales. 

Esto significa que el administrador político debe comprometerse a que las actividades políticas, legislativas y administrativas realizadas por el bien común no solo sean «distintas» de la esfera religiosa, sino también «separadas», para evitar que los códigos de conducta religiosos se impongan con la fuerza de la ley (¡que es violencia!) a quienes no se reconocen en ese «credo». 

Cuando en nombre de Dios se impone a todos un comportamiento derivado de la propia creencia religiosa o se considera al otro como enemigo por pertenecer a otras confesiones religiosas, por ser diferente, se entra inevitablemente no solo en el «peligro de las religiones» expuesto por David Hume, sino que se crean también las premisas para que el debate político degenere en un enfrentamiento y un conflicto difícilmente reconciliable. 

El Dios que se hizo hombre en Jesús —dicen algunos teólogos cristianos— nos ha liberado de la religión. Y esta afirmación no pretende condenar en sí misma la experiencia religiosa, que sigue siendo fuente de vida y espiritualidad cuando se vive sin traicionar sus raíces. Sin embargo, quiere recordar a todos que ningún hombre en la Tierra está autorizado a utilizar el nombre de Dios para legitimar su poder o para someter y dominar a otros seres humanos. 

Impedir que la religión como tal sea gestionada de manera despiadada o fanática hasta el punto de sembrar la muerte en quienes la adoptan y en quienes les rodean es el imperativo urgente al que todos estamos llamados. Como dice el Cardenal Ravasi: «Hay una religiosidad estrecha y mezquina que, paradójicamente, aleja de Dios y del aliento libre y gozoso de su Espíritu. Por eso debemos vigilar sin cesar nuestro interior, custodiar la pureza de la fe, verificarla con la medida del amor». 

Y aquí está otro punto de vital importancia en la reflexión: «No tomarás el nombre de Dios en vano» (el texto se encuentra en el libro del Éxodo y es más articulado: «No tomarás en vano el nombre del Señor, tu Dios, porque el Señor no deja impune a quien toma en vano su nombre» -Éxodo 20, 7-). Es uno de los Diez Mandamientos que se estudiaban (¡de memoria!) en el Catecismo para aprender los Diez Mandamientos. 

A nivel ético y popular, era el fundamento bíblico para condenar la mala costumbre del lenguaje vulgar que llega a la blasfemia. Sin embargo, en el texto no se prohíbe todo uso del nombre de Dios, sino cualquier forma de uso que tenga por objeto «apropiarse» de la fuerza divina que contiene. Cuando Dios revela su nombre —«Yo seré el que seré» (Éxodo 3,14)—, manifiesta al mismo tiempo que es una Presencia Fiel que nunca abandonará a su pueblo, y que es inaccesible, inasible e imposible de poseer. 

Lo mismo ocurre con nosotros: el «nombre» es mucho más que la designación convencional que se da a las cosas, los animales o las personas. El conocimiento del nombre nos introduce en la confianza, la comunión y la intimidad. Pero el otro —con su nombre— sigue siendo un misterio inagotable e imposible de manipular y manejar para nuestro propio uso y consumo. 

Si esto es así para las personas, aún más, dice el libro del Éxodo, para la realidad de Dios, cuyo nombre lo describe como una presencia misteriosa e inalcanzable. 

El término «en vano», en cambio, en hebreo puede traducirse, según los especialistas, por «vano, falso o inútil», y es la palabra con la que se designa también al ídolo («Hablan contra ti con engaño, abusan de tu nombre» - Salmo 139,20-). Relacionado con la prohibición de esculpir imágenes de «ídolos», este precepto recuerda a Israel que no debe caer en la tentación de querer representar a Dios con la intención de «capturarlo» con un «nombre» pronunciado mágicamente y propiedad de quien puede nombrarlo. 

¿Y si tomáramos al pie de la letra esta petición y dejáramos todos de usar el nombre de Dios de manera «falsa» para legitimar nuestros pequeños-grandes objetivos de afirmación, éxito, victoria, prestigio…? 

Cuántas veces el nombre de Dios es un velo que cubre motivaciones —políticas, económicas...— de quienes creen no solo actuar en nombre de Dios, sino también que su Dios les permite cometer actos terribles, que no es descabellado llamar ‘genocidas’. 

Esta es la verdadera blasfemia que Dios no absuelve: apropiarse del nombre de Dios para ejercer el poder, para iniciar guerras y para dominar o matar a seres humanos considerados arbitrariamente enemigos. 

No hay otro camino: se nos pide que sigamos profundizando y poniendo en práctica esta laicidad severa, pero liberadora -«vivir como si Dios no existiera»- (Dietrich Bonhoeffer), que nos pide que no nos apropiemos —¡jamás!— del nombre de Dios, si queremos que las religiones no se alejen de los hombres y de la paz. 

Finalizo reproduciendo la oración a Dios escrita por el ilustrado Voltaire, que se encuentra en su Tratado sobre la tolerancia (1765). Voltaire la compuso en un siglo marcado por fuertes contrastes ideológicos y religiosos. Su objetivo era oponerse con todas sus fuerzas (morales y racionales) al fanatismo intolerante que caracteriza a quienes se adhieren a una confesión religiosa de forma pasiva y acrítica. La Oración a Dios es una súplica a un Dios universal, no vinculado a religiones específicas, por la misericordia y la tolerancia entre los hombres. 

Un texto que merece la pena conocer y que considero una buena lectura en este caluroso verano de 2025 ensuciado y vilipendiado por guerras inaceptables, intolerables y que, vergonzosamente, se llevan a cabo en nombre de Dios: 

Ya no es por lo tanto a los hombres a los que me dirijo, es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos: si está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la inmensidad e imperceptibles al resto del universo osar pedirte algo, a ti que lo has dado todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, dígnate mirar con piedad los errores inherentes a nuestra naturaleza; que esos errores no sean causantes de nuestras calamidades. 

Tú no nos has dado un corazón para que nos odiemos y manos para que nos degollemos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de una vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vestidos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros idiomas insuficientes, entre todas nuestras costumbres ridículas, entre todas nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras condiciones tan desproporcionadas a nuestros ojos y tan semejantes ante ti; que todos esos pequeños matices que distinguen a los átomos llamados hombres no sean señales de odio y persecución; que los que encienden cirios en pleno día para celebrarte soporten a los que se contentan con la luz de tu sol; que aquellos que cubren su traje con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que dicen la misma cosa bajo una capa de lana negra; que dé lo mismo adorarte en una jerga formada de una antigua lengua o en una jerga más moderna; que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o violeta, que mandan en una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este mundo y que poseen algunos fragmentos redondeados de cierto metal, gocen sin orgullo de lo que llaman grandeza y riqueza y que los demás los miren sin envidia: porque Tú sabes que no hay en estas vanidades ni nada que envidiar ni nada de que enorgullecerse.

¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son hermanos! ¡Que odien la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el latrocinio que arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria pacífica! Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos, no nos destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas, desde Siam a California, tu bondad que nos ha concedido ese instante.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF 

Posdata: 

Hasta puede ser que el documento internacional más importante de los últimos tiempos haya pasado dejado de la mano de Dios... y olvidado de la conciencia humana al ángulo oscuro del salón del olvido. Me refiero al acuerdo internacional más relevante de los últimos años y que fue firmado entre el Papa Francisco y el gran imán Imán de Al-Azhar, Ahmed Al-Tayeb, el 4 de febrero de 2019. Siento hasta un cierto punto de tristeza cuando ya no oigo aludir, mucho menos aún citar, aquel Documento sobre la Fraternidad Humana. Y, sin embargo, sospecho que ahí, precisamente ahí, reside la clave para promover la paz mundial y la convivencia común a través del diálogo interreligioso, la libertad religiosa, la ciudadanía y la fraternidad. 



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