sábado, 25 de enero de 2025

La tentación de domesticar a Dios.

La tentación de domesticar a Dios 

No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni les darás culto [...] No tomarás en vano el nombre del Señor tu Dios” (Ex 20,4-5.7). 

Es una indicación muy fuerte, perentoria y sutil, pero al mismo tiempo una de las más ignoradas y descuidadas, que nos llega de estos versículos de las diez "palabras", de los diez mandamientos: ponen en nuestras manos la delicada y audaz tarea de aproximarse a la palabra “Dios”, de comprenderla sin circunscribirla, de aludir a ella sin agotarla. El imperativo es no hacernos ídolos de nosotros mismos, ni siquiera y sobre todo de Dios mismo. No pronunciar su nombre en vano (o “en vano”, o “falsamente”). Sin embargo, estos son quizás los mandamientos más descuidados. El rostro de Dios es el que ha sufrido más caricaturas, su nombre el que se pronuncia más distorsionado en las tradiciones religiosas que se han construido alrededor de esos textos. 

Es fácil confundirse, por supuesto. En el flujo de los textos sagrados, hay muchas figuras con las que se intenta simbolizar el rostro de Dios. Muchas y diferentes son las imágenes con las que se describe a Dios, muchos son los nombres para llamarlo, para invocarlo, para hacerlo presente. Pero el hecho mismo –para permanecer dentro del contexto bíblico– de que exista un Dios que crea y un Dios que salva y que libera, un Dios que castiga y un Dios que perdona, un Dios lejano “en los cielos” como en el Qohélet, y un Dios cósmico y burlón e irónico como en Job, un Dios paternal y compasivo, pero que sin embargo “abandona”, como en los Evangelios, debería hacer imposible fijar sólo una de estas figuras, y en cambio hacernos tomar conciencia de la inmensa carga simbólica acumulada alrededor de la palabra “Dios”. En nuestra época, que quisiera estar desencantada, esto debería eximirnos de la pretensión y la tentación de llamarnos “creyentes”. ¿“Creyentes” en qué? ¿En una masa de significados estratificados en el tiempo, atravesados ​​por mil contaminaciones, depositados en el movimiento magmático de la historia? 

Me parece bastante claro que la palabra "Dios" representa el nombre con el que diferentes culturas, civilizaciones, tradiciones han querido indicar una grandeza infinitamente superior a la medida humana, el enigma mismo de la existencia, el objeto de un escrutinio más allá de los límites y fronteras de la tierra, y más allá del perfil mismo de la vida. Los humanos siempre se han preguntado por el misterio de lo que les rodea, el gran misterio del tiempo y del espacio, la presencia de mundos incognoscibles, sus leyes inescrutables. Siempre han mirado más allá de sus propios límites, siempre han intentado penetrar en la inmensidad indescifrable de los mundos y en la pequeñez de las excrecencias humanas sobre la tierra. En algunas culturas, el hombre ha dado el nombre de Dios al objeto de este cuestionamiento. En otras, por ejemplo, existe algo llamado nirvana; en otras, otros nombres. Yo diría que en nuestras civilizaciones, en las civilizaciones que se han modelado en torno a las tres grandes religiones monoteístas, se ha "encontrado" este nombre, el nombre de Dios para indicar una grandeza inconmensurable, el oscuro secreto de la vida, el mundo que es antes del mundo, o al fin del mundo. 

Pero hay otro elemento motor, además del interrogante, que ha contribuido a la “concepción” de la palabra “Dios”, y, alrededor de esta palabra, a crear, forjar, dar origen a las religiones, a sus textos, a sus Escrituras, sus comunidades, sus historias: el deseo de aliviar el sufrimiento de hombres y mujeres, de dar sentido al dolor, cuando no puede extinguirse por completo, de contener las fuerzas destructivas que habitan en el corazón del hombre, de encontrar un camino de justicia para la humanidad, poder esperar que algo, en la vida humana, sobrevivirá a su conclusión terrenal. 

En otras palabras, el deseo de crear comunidad, de crear sociedad, de construir convivencia, de encontrar sentido. De ahí las reglas, las enseñanzas, las leyes, los preceptos, los cultos, las oraciones... Pero lo que hace que una religión sea una religión -es decir, un conjunto de creencias, ritos, tradiciones, dictados morales- son coyunturas acontecidas en la historia. No son el solo resultado del absoluto. Y como tales, están sujetos a transformaciones, elaboraciones, crisis, cambios. Y es por eso que la cuestión final no es tanto si puede haber o hay una religión incondicional e incontaminada, ni una religión más verdadera que otra. Todas son expresiones del hambre y de la sed que forman parte del ser humano. 

Sólo una perversa idolatría de los hombres ha podido hacer que ese Dios que se narra en los textos sagrados se convierta en un objeto filosófico o doctrinal, con trazos preparados como en una sinopia rayada en la pared de una caverna, en la ilusión de poder circunscribirse en un perfil, olvidando, o queriendo ignorar, que la verdadera luz está fuera del recinto de los pensamientos estrechos y de los horizontes asfixiados. La verdadera luz se mueve allí, al aire libre, fuera de la cueva, en cuyo fondo sólo puede proyectar sombras e ilusiones. 

¿Esto significa que la palabra “Dios” es una palabra vacía, sin sentido, que debe relegarse a los restos del pasado, inútil para nuestro presente o posiblemente dañina, porque siempre puede encontrarse alguien dispuesto a blandirla como una espada o un cuchillo, como hacen los terroristas de Daesh cuando gritan Allah akbar? ¿O porque siempre puedes encontrar a alguien, ¡más que alguien!, convencido de que detrás de la palabra “Dios” se puede esconder la arrogancia de una presunta superioridad o un pase para subyugar al mundo a un determinado poder? 

Yo diría exactamente lo contrario. La palabra “Dios”, y todas las narraciones, pensamientos y experiencias que la han acompañado, sigue manteniendo abierta una pregunta: sobre la posibilidad del conocimiento, sobre el destino de existir, sobre el vórtice infinito de los mundos, sobre la posibilidad de una vida justa y misericordiosa en esta tierra. Si hay una constante en el perfil de Dios en las narraciones bíblicas, consiste en su estar del lado de los débiles, del esclavo, de los pequeños, del lado de los que lo han perdido todo, en un ejercicio de justicia y misericordia, en que la misericordia sobreabunde. 

Lo que está en juego no es tanto la palabra «Dios» como nuestra credulidad, nuestra necesidad de domesticar a Dios, de circunscribirlo a algo que esté a nuestro alcance, listo para ser usado, a la medida de nuestro pensamiento, de nuestra necesidades, de las proyecciones que hemos realizado. En este sentido, en lugar de evitar el problema o exiliarlo entre los desechos del pensamiento, necesitamos una exégesis más severa, más cuidadosa, más precisa, que tenga en cuenta también una exégesis –paralela– de la historia. 

Tal vez nos encontremos, al final, de acuerdo con el gran "hereje" Baruch Spinoza, para quien, en definitiva, "la doctrina de la Escritura no contiene especulaciones sublimes ni cuestiones filosóficas, sino sólo cosas muy sencillas, que pueden ser entendidas incluso por las mentes más simples". Y es que, al final, lo que importa es practicar la justicia, ser amoroso con el prójimo, cultivar la misericordia: «Porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley» (Rm 13,8). Y eso debería ser suficiente... "Dilige et quod vis, fac" -ama y haz lo que quieras-.

Tal vez incluso –me atrevo a decir– no nos molestemos tanto en preguntarnos si somos o no “creyentes”. Más bien, deberíamos comprobar –con temor y temblor– si podemos verdaderamente establecer coherencia entre lo que creemos haber entendido de los textos sagrados y nuestra vida. Si verdaderamente hemos aprendido a "mirar los grandes acontecimientos de la historia universal desde abajo, desde la perspectiva de los excluidos, de los sospechosos, de los maltratados, de los impotentes, de los oprimidos y ridiculizados, en una palabra, de los que sufren" (Dietrich Bonhoeffer); y si, en estos tiempos difíciles y con horizontes amenazantes, logramos mantener viva la capacidad de vivir momentos felices y momentos de dolor, manteniendo unidas la fuerza y ​​la debilidad, y si, dice nuevamente Dietrich Bonhoeffer, "nuestra capacidad de ver la grandeza, la humanidad, la ley y la misericordia se han hecho más claras, más libres y más incorruptibles, si es que el sufrimiento personal se ha convertido en una buena clave, en un principio fecundo para hacer accesible el mundo a través de la contemplación y de la acción". 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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