miércoles, 26 de marzo de 2025

A los pies de la cruz.

A los pies de la cruz 

Delante de la cruz estamos invitados a detenernos ante lo que es al mismo tiempo una “imagen del sufrimiento” pero también una “imagen del amor de Dios”, una “imagen de la impotencia” pero también una “imagen de la misericordia”, una “imagen del silencio” pero al mismo tiempo una “imagen de una particular palabra del Señor”. 

La cruz se convierte así en una invitación a vivir cada experiencia, incluso la del sufrimiento y la suprema impotencia, con la actitud de quien cree que el amor misericordioso de Dios vence toda pobreza, todo condicionamiento, toda tentación de desesperación. 

La cruz nos habla de un Dios escondido. Un Dios que, mientras opera en la historia, se esconde detrás de sus acontecimientos. Aunque esté oculto, no está ausente. 

Nuestra historia, tanto personal como comunitaria, debe leerse como un lugar en cuyos pliegues hay una potencia dinámica, rica en energías capaces de renovar, de transformar y que sin embargo permanece oculta y requiere una mirada muy particular para reconocerla, acogerla y valorizarla. 

La Pasión de Jesús es ciertamente una situación histórica en la que la presencia-ausencia de lo divino, misteriosa y llena de potencia, se expresa en su culmen. Una ocultación deliberada. Al discípulo que quería defenderlo por la fuerza de los que venían a capturarlo, Jesús le había ordenado: «Vuelve tu espada a su vaina… ¿Acaso piensas que no puedo orar a mi Padre, y que él me daría enseguida más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,52-53). 

La Pasión de Jesús debe pues leerse como el momento en el que el poder de Dios, e incluso su gloria, se expresaron en la humillación y pasividad del Hijo del Hombre torturado hasta la muerte. El Evangelio se refleja en la cruz, como en un espejo. 

El filósofo Paul Ricoeur sostenía que “nuestra fe tiene un valor estructurante y es también fuente de reflexión sobre la condición humana, sobre las relaciones del hombre consigo mismo y con los demás… Entrar en el movimiento de la fe significa decidir hacer de Jesucristo el principio organizador de la propia vida, de la propia comprensión y de la propia relación con los demás”. 

La cruz de Jesús, de hecho, es un “no” a una determinada figura de lo divino entendido como omnipotencia despótica y vengativa, como limitación envidiosa del hombre y de su camino, como incapacidad de donarse y de auto-donación, como santidad irreconciliable con la misericordia. Y un “no” dicho a una experiencia e imagen divinas a las que aplacaría una víctima. 

De la cruz de Jesús surge también un discurso sobre la humanidad: es un “no” dicho a un proyecto como el expresado por aquellos que, por envidia o sed de poder, condenaron a muerte a Jesús. 

Desde la cruz, Jesús propone positivamente otro tipo de humanidad: es la humanidad de quien vive la bienaventuranza de los mansos y de los constructores de paz. Es la propuesta de una inversión de mentalidad y comportamiento. 

La mentalidad de quien reconoce que nuestro Dios aparece a menudo en la historia humana como un «Dios escondido», un Dios que actúa en los pliegues de la historia, incluso bajo el velo de la humillación y de la derrota: en todo esto manifiesta su amor al hombre, su perdón y la victoria de su misericordia. 

Precisamente por eso reconocemos que Dios nos cita en aquellas situaciones, personas o realidades a las que nunca asignaríamos una tarea de revelación de lo divino. Dios también se esconde allí. Y aun así, está presente. 

El mensaje de la cruz ha sido distorsionado durante mucho tiempo. A veces la cruz acababa expresando un cristianismo que había que imponer, una cruz que había que exhibir, que había que hacer alarde de poder y de victoria por parte de un emperador que habría prevalecido sobre el ejército enemigo si los escudos de sus soldados hubieran llevado el emblema: in hoc signo vinces. 

¿Pero es realmente así? ¿De qué es signo la cruz? ¿A qué realidad se refiere? ¿Es la cruz un mensaje de fuerza, de dominación, de dominio? ¿O más bien el signo permanente de un Dios que continúa “vaciándose”, despojándose de todas sus prerrogativas –incluso las de una divinidad despótica– para compartir el destino de los crucificados de la tierra?

Sin privilegios: así se revela el Dios en la señal de la cruz. 

La deformación de ese signo nunca se supera si queremos defender a capa y espada ese símbolo en lugares públicos como distintivo de identidad frente a alguien: se transformaría en su contrario, en un elemento de abuso. Ciertamente no es llenando el mundo de cruces como se salvaguarda una fe. Cuando ese signo, de hecho, no habla de un estilo de vida, un mundo lleno de cruces termina siendo sólo grotesco. 

Nadie ha subido jamás al cielo… Muchas tradiciones religiosas hablan de un personaje que finalmente consigue captar el secreto de Dios ascendiendo al cielo. ¡Cuánto cristianismo se propaga bajo la bandera de un Dios a alcanzar, de un premio a conquistar, de una superación perpetua de uno mismo! No es así, dice Jesús: no es necesario que alguien suba al cielo por gracia especial, porque Dios mismo ha querido compartir con el hombre lo que es suyo. 

Dios habla mi lengua, desde abajo, como hombre, como bien lo expresa el término Hijo del Hombre. Dios dice “sí” con mis palabras, incluso con la palabra más baja de la tierra que es la muerte. Incluso la muerte, asumida por Dios, adquiere significado. Por tanto, mi lengua no es irrelevante, la que más me pertenece y la que más me expresa, si Dios mismo ha querido hacerla suya. 

Cuando Dios habla, elige una realidad de la que, hasta Jesús, sólo se podía alejar con horror. Él elige lo humanamente irrelevante e inaceptable como lenguaje para expresarse. Elección irreversible y permanente. Incluso hoy en día. Todavía así. Lo humanamente inaceptable tomado y asumido por Dios. Y aquí, entonces, nos convertimos en observadores atentos para no alejarnos de aquello que no podemos mantener en ninguna categoría de pensamiento razonable. El sinsentido puede ser habitado por una manera diferente de estar allí: a través de la pasión del amor. De tal manera amó Dios al mundo… que lo que era instrumento de muerte se convirtió en árbol de vida. 

El Evangelio del que somos portadores, la Buena Noticia de la que estamos en deuda con el mundo, es la redención de lo humanamente insignificante, de lo humanamente insoportable -la gente no podía soportar el viaje, así dice el Libro de los Números-. 

La serpiente de donde viene la muerte es la misma de donde vendrá la vida, el madero de la condenación es el mismo de donde vendrá la salvación. Una especie de coincidentia oppositorum. Las cosas se pueden ver desde otro punto de vista: esto es exactamente lo que Jesús enseña al maestro Nicodemo. 

He aquí pues la invitación a ir más allá de la apariencia del signo y a hacer florecer todo lo que lleva el signo de la devastación. Somos nosotros quienes damos un nuevo sentido a la vida y a la muerte. Como el Señor Jesús. Llamados por tanto a redimir todo aquello que inmediatamente parece llevar huellas de fracaso. San Pablo dirá que Dios ha elegido lo débil del mundo para confundir a lo fuerte, Dios ha elegido lo que es nada para reducir a la nada lo que es… (1 Cor 1,26ss.). 

Si queremos aprender algo de Dios debemos hacerlo al pie de la cruz, como la madre y el discípulo amado. La cruz habla de un Dios bajado del cielo, signo de un cristianismo que desciende, se sumerge, se identifica y participa. Cualquier otra manera de hablar de Dios que no conduzca a su descenso al abismo de la muerte es sencillamente falsa. 

La vida cristiana es una exégesis de la kénosis (abatimiento, vaciamiento) de Cristo” -Isaac el Sirio-. La vida cristiana, mi vida por tanto, es la narración de un Dios que se despoja de sí mismo. Consciente de que la vida se gana dándola, se obtiene gastándola, se conquista confiándola. 

Si por nosotros fuera, frecuentaríamos destinos mucho más atractivos y satisfactorios que el Calvario. Y, sin embargo, precisamente esos destinos más seductores son los menos capaces de cumplir lo que prometen. 

Buscamos durante mucho tiempo relaciones y contactos que nos ayuden a superar la soledad y la angustia, garantizándonos amor, amor verdadero, ese que no sufre sobresaltos, y a veces nos parece que lo hemos encontrado ahora en esto, ahora en aquello, para luego descubrir que ese amor se desvanece cuando terminan la emoción, el entusiasmo y el sentimiento. 

Al pie de la cruz, si nos comprometemos a no apartar la mirada de ella, descubrimos cuándo y qué es el verdadero amor. Descubrimos, de hecho, que no hay amor si no se acepta ni siquiera la unilateralidad de la oferta cuando el otro le da la espalda: «Así amó Dios al mundo...». 

Al pie de la cruz, aprendemos a reconocer la inconsistencia de nuestros éxitos y la falacia de nuestras ilusiones. 

Al pie de la cruz, nuestras imágenes de Dios ligadas a manifestaciones de poder deben enfrentarse a un Dios cuyo amor acepta ser aniquilado antes que prevalecer: allí, de hecho, el ídolo de la fuerza, del poder y del orgullo son aniquilados. Dios se deja aniquilar sin destruir. 

Al pie de la cruz, experimentamos en primera persona cómo todo lo que en nosotros habla de vulnerabilidad y de límite, todo lo que en nosotros huele a barro y a lágrima, es precisamente el aspecto de humanidad con el que la Palabra de Dios celebra su matrimonio que nada ni nadie podrá jamás disolver. Aquello que más se asemeja al contacto con la tierra es precisamente lo que más hay que elevar. 

Al pie de la cruz, por una gracia singular, los mismos lados de nosotros que parecen traer más destrucción y muerte se convierten en canales a través de los cuales fluye una nueva sangre vital. 

Al pie de la cruz, descubrimos una vez más que el camino a seguir es el opuesto al que hemos recorrido hasta ahora: Dios, de hecho, exalta lo que detestamos y humilla lo que exaltamos. 

Al pie de la cruz, reconocemos que Dios se cita con Él en aquellas situaciones, personas o realidades a las que nunca asignaríamos una tarea de revelar lo divino. Dios también se esconde allí. Y aun así, está presente. 

Al pie de la cruz, aprendemos que si bien Dios puede aparecer a menudo oculto, no podemos concluir que esté ausente. Nuestra historia, tanto personal como comunitaria, debe leerse como un lugar en cuyos pliegues hay una potencia dinámica, rica en energías capaces de renovar, de transformar y que sin embargo permanece oculta y requiere una mirada muy particular para reconocerla, acogerla y valorizarla. 

Al pie de la cruz, reconocemos que lo que es “imagen del sufrimiento” puede ser también “imagen del amor de Dios”, lo que es “imagen de la impotencia” puede ser también “imagen de la misericordia”, lo que es “imagen del silencio” puede ser también “imagen de una palabra particular del Señor”. 

Al pie de la cruz, experimentamos el “tanto” de Dios. A menudo nos sentimos tentados a pensar que Dios se detiene en mucho menos. La cruz, sin embargo, nos revela cómo el amor escandalosamente excesivo hasta el punto de privarse de lo que Dios podía considerar más querido, el Hijo. 

Es necesario volver más a menudo al pie de la cruz si queremos hacer nuestra la invitación que nos dirige el estribillo del salmo responsorial: «No olvidéis las obras del Señor». Alejarse del Crucificado en la Cruz equivale a una pérdida irreparable de la memoria que intentamos remediar con antídotos que provocan una mayor esclerosis. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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