La Iglesia resucitada es una Iglesia mariana
María es el rostro de la Iglesia resucitada, de la Iglesia que vive el Evangelio al estilo de María.
La Iglesia mariana sigue a María a la montaña y sale con Ella al encuentro de la vida. Visita a las mujeres y a los hombres y, más allá de las apariencias estériles, se hace lugar de acogida de la vida, de lo posible, de la vida que palpita en ellos.
La Iglesia mariana se alegra y canta. En lugar de lamentarse por su propia suerte y por los males del mundo, se maravilla de lo que hay de bello en la tierra y en el corazón de los hombres. Ve en esta realidad la obra de Dios.
La Iglesia mariana sabe que es objeto de amor gratuito y que Dios tiene corazón de Madre. Ha visto a Dios en el umbral de la puerta, oteando el improbable regreso de su hijo; le ha visto echarse a su cuello, poner en su dedo el anillo de la fiesta, organizar él mismo la fiesta del regreso.
Y cuando hojea el álbum familiar, ve a Zaqueo en el sicomoro, a Mateo y los publicanos, a una mujer adúltera, a una samaritana, a extranjeros, leprosos, mendigos, a un preso común en el patíbulo. Entonces comprendemos a la Iglesia mariana que no desespera de nadie. No apaga la lámpara humeante. Cuando encuentra a alguien en el camino, herido por la vida, se llena de compasión.
Y, con infinita dulzura, enjuga sus lágrimas. Ella es la puerta segura y siempre abierta, el refugio de los pecadores, Mater Misericordiae, la Madre de la Misericordia.
La Iglesia mariana no conoce las respuestas antes de que se formulen las preguntas. Su camino no está trazado de antemano. Conoce las dudas y las angustias, la noche y la soledad. Es el precio de la confianza. Participa en el diálogo y no pretende saberlo todo. Acepta buscar.
La Iglesia mariana habita en Nazaret, en el silencio y la sencillez. No vive en un castillo. Su casa se parece a cualquier otra. Sale de su casa para hablar con los otros habitantes del pueblo. Llora y se alegra con ellos. Nunca les da lecciones. Sobre todo, escucha. Va al mercado, saca agua del pozo, la invitan cuando hay una boda. Allí conoce a la gente. A muchos les gusta sentarse un momento en su casa. Se respira felicidad.
La Iglesia mariana está al pie de la Cruz. No se refugia en una fortaleza, ni en una capilla, ni en un prudente silencio cuando la gente está oprimida. Se hace vulnerable en sus obras y en sus palabras. Con humilde valentía, está al lado de los más insignificantes.
La Iglesia mariana deja entrar el viento de Pentecostés, el viento que nos hace avanzar, que nos suelta la lengua y nos hace hablar. En la plaza pública, proclama su mensaje, no para formular una doctrina, ni para engrosar sus filas. Proclama que la promesa está cumplida, la batalla ganada, el Dragón derrotado para siempre. Y éste es el gran secreto que sólo Ella puede expresar: para obtener la victoria, Dios depuso sus armas.
Es cierto que vivimos en una edad intermedia, la edad de la historia humana. Y esta historia es dolorosa. Sin embargo, cada noche, la Iglesia canta el Magnificat al final de las Vísperas. Porque la Iglesia sabe dónde encuentra su alegría.
Mirad: Dios no ha encontrado inhabitable nuestro mundo, sus aflicciones, su violencia, su maldad. Es allí donde Él nos encuentra. Y allí, en la Cruz, que vimos la «Misericordia», el corazón abierto de Dios. Y allí, al pie de la Cruz, que nació un pueblo, el Pueblo de Dios, la Iglesia de María.
“Viendo a su Madre, y cerca al discípulo que amaba, dijo Jesús a su Madre. Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego al discípulo: He ahí a tu madre. Desde aquel momento, el discípulo la acogió en su casa”.
La Iglesia de Jesús pertenece a María -la rebosante de amor-, a Ella acoge en casa, a Ella sienta en la cátedra de la inteligencia de la fe, a Ella observa y escucha para encontrar el ‘sensus fidei’, y con Ella entra en la tierra prometida de la alegría humilde y confiada de amar y de ser amados.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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