La Anunciación de Santa María: abrir el corazón
El misterio de Nazaret es el misterio que exige la generosidad de una respuesta y la voluntad de hacer espacio contrayéndose. Cuando el ángel trae el anuncio a María, no le da ninguna garantía sobre el futuro: sólo le pide que confíe en el aquí y ahora de ese acontecimiento, lo que no la protegerá de futuras desgracias.
Acoger el don de la vida nunca es fácil, por mucho que uno lo desee, pero acoger el don de la vida del Hijo de Dios transciende todo pensamiento y toda posibilidad humana. Alucinante. Si es cierto que la presencia de otro en nuestra vida pone siempre en riesgo nuestra existencia, acoger la vida del Hijo de Dios mide toda insuficiencia humana: ¿seré capaz de ello? No es casualidad que María se sintiera perturbada por ese anuncio tan desestabilizador.
Acoger el don de la vida significa estar dispuestos a sufrir: y no porque María sea la Madre del Señor disminuirá el peso del dolor. ¡Al contrario! Sentirá angustia como cualquier madre, conocerá la ansiedad como quien siente que algo se le escapa de control. No hay simplificación de la existencia humana.
Habiendo dado crédito a la Palabra del Señor, no se salvará de la posibilidad de pensar en el futuro como algo con rostro incierto. Como si no fuera suficiente, el Hijo que nacerá de María será, sí, «el más hermoso entre los hijos de los hombres», pero seguirá siendo «una piedra de escándalo». Paradójicamente ella será la primera que tenga que lidiar con esa piedra.
Y entonces, ¿era realmente necesario que el nacimiento del Hijo de Dios fuera anunciado “antes de que María fuera a vivir con su prometido”? Al fin y al cabo, ese acontecimiento, esperado durante siglos, todavía podía posponerse unos meses: ¿qué habría cambiado, después de todo?
No creo que el eco de las palabras dirigidas al ángel: “He aquí la esclava del Señor”, no tuviera un regusto a cansancio y a lágrimas.
Encontrarse embarazada fuera del matrimonio significó conocer el juicio y la condena de quienes espían la vida ajena a través de la ventana y no temen usar ciertos temas como pasatiempo para sus días transcurridos en la banalidad y la cháchara.
Si bien Ella pudo haber dicho sí al Señor con cierta facilidad (no sin haber vivido un auténtico y emotivo viaje), la partida del ángel habrá significado ponerla cara a cara con el verdadero significado de lo que aquel diálogo había querido decir. ¿Qué sabía Ella del mundo, de la vida, Ella que era sólo una niña?
El gesto que seguramente la habrá acompañado aquellos días y todos sus días fue el de extender la mano para permanecer unida a Dios. Con razón, Isabel no tardará en reconocer: «Tuviste la valentía de confiar en Dios. ¡Bendita seas!».
No pidió garantías para confiar, ni seguridades sobre el resultado de esa entrega. Para que María confiara, le bastó saber que Dios también estaba involucrado en el camino que acababa de recorrer y aceptó el desafío en el acto.
Sintió que las palabras del Salmo 22, que tantas veces había repetido, se hacían realidad y ahora cobraban un nuevo sabor y peso: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno; tu vara y tu cayado me infundirán aliento”. Dios existe y eso basta.
Por supuesto, sabemos cómo terminaron las cosas, así que no nos sorprende tanto. La historia de casos similares al de María nos recuerda que muy a menudo, niñas que se encuentran en su misma situación han experimentado el amargo cáliz del abandono y la soledad.
El Evangelio no callará que un plan similar cruzó por la mente de su futuro marido José. Soñamos e invocamos a un Dios que resuelva nuestra vida: según el Evangelio y el relato de quienes han tenido tratos serios con Él, casi parece que Dios complica continuamente. Y, sin embargo, no sin ponerse Él mismo en juego.
Al decir “sí” al anuncio del ángel, María aceptó jugar el juego más agotador de su existencia porque hasta el final Él no le dejaría un momento de respiro.
Ese hijo será la preocupación de todos sus días. Ser madre, de hecho, no es algo limitado a una sola fase de la existencia del niño hasta que éste aprende a asumir sus responsabilidades y puede finalmente salir de casa.
Eres madre y eres hijo para siempre (así como, después de todo, eres padre para siempre), incluso cuando el hijo ya no esté: el amor, aunque no pueda manifestarse concretamente a través del cuidado de la persona física, nunca cesará.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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