El profetismo del Papa Francisco: una teo-patía
Este neologismo, seguramente no es bello, pero en mi opinión es eficaz: teopatía. No teo-logía, sino teo-patía. Al igual que se habla de simpatía y empatía para describir la resonancia de la emotividad frente a otro ser humano o a una situación de la vida, así, para referirse al pensamiento de Dios expresado por el Papa Francisco en sus escritos y, sobre todo, en su vida, hay que hablar de teo-patía.
Él no pensó a Dios, lo padeció. No fue la lógica, sino más bien la pasión lo que constituyó el signo distintivo de su encuentro con el Misterio del mundo capaz de producir el Amor al que tradicionalmente nos referimos cuando hablamos de Dios. Este encuentro apasionado entre el Misterio, por un lado, y su conciencia y sus entrañas, por otro, ha producido en el Papa Francisco tanto la dulzura, el impulso y el entusiasmo, como la indignación, la protesta y, a veces, incluso la ira. De hecho, existe un lado oscuro, incluso en la pasión por Dios.
Sostengo que el Papa Francisco no ha sido un teólogo (como lo fue el Papa Benedicto XVI), ni un pastor sabio (como el Papa Juan Pablo II), ni un intelectual penetrante y a veces vacilante (como el Papa Pablo VI), ni un legislador y diplomático (como el Papa Pío XII): no, el Papa Francisco ha sido un profeta.
Creo que ha sido un profeta al frente de la Iglesia. No es casualidad que fuera el primero en tomar el nombre del santo más profético e irregular del calendario eclesiástico, San Francisco de Asís, el loco que hablaba con los lobos y los pájaros y que desdeñaba el poder y los poderosos. A pesar de la importancia suprema de San Francisco para la piedad cristiana, ningún Papa se había llamado nunca como Él, precisamente porque la espiritualidad representada por la persona de San Francisco se concilia mal con el papel del Sumo Pontífice católico, necesariamente político y poderoso.
Pero, en cambio, Él decidió llamarse así, Francisco, y el resultado ha sido un pontificado marcado por la profecía y la desestabilización, tanto externa a la Iglesia como, sobre todo, interna. La profecía, de hecho, necesariamente desestabiliza, perturba, inquieta, desordena, subvierte, si no, no es profecía. Y precisamente por eso, por ser profeta, el Papa Francisco ha parecido a veces claramente inadecuado para el papel de Sumo Pontífice, un papel que, mucho más que profecía, requiere prudencia, diplomacia, paciencia, visión de futuro, capacidad de escucha y de diálogo, espíritu de equipo, moderación.
El auténtico profeta no conoce ninguna de estas cualidades: está habitado por un fuego devorador que le quema el alma y le impide estar tranquilo, le hace inquieto e inquietante, le convierte en un solitario, a menudo introvertido, a veces incomprendido, y le confiere inevitablemente un mal carácter, como el mismo Papa Francisco ha reconocido al hablar de su relación con los médicos y que creo que se puede extender a la relación con todos sus colaboradores. El pontífice está llamado a ser un director de orquesta, el profeta, en cambio, es un solista sublime.
Por eso, el Papa Francisco, cuando hablaba o escribía de Dios, no se dirigía a la razón de sus interlocutores, sino a sus sentimientos, a su pasión, a su ‘pathos’. No estaba hecho para los tratados teológicos, ni siquiera para las encíclicas, que, aunque aparecieron con su firma, evidentemente no fueron el lugar donde manifestó su esencia peculiar, a diferencia, por ejemplo, del Papa Benedicto XVI, que fue teólogo antes que Papa y que solía plasmar en la escritura lo mejor de sí mismo, y a diferencia, por poner otro ejemplo, del Cardenal Martini, biblista antes que Obispo, que a su vez privilegiaba la razón y la lógica al hablar y escribir sobre Dios.
El Papa Francisco no, él era pasión. Estaba hecho para los discursos improvisados, para las llamadas telefónicas inesperadas, para las miradas amistosas, para las reprimendas duras, para los recuerdos familiares de la vida cotidiana. Su rechazo por residir en el apartamento papal fue el símbolo del no al comportamiento papal más general. Por eso algunos lo amaron y lo amarán siempre, mientras que otros no lo podían soportar y ahora seguramente se sienten aliviados por el hecho de que esa irracionalidad que necesariamente deriva de la pasión ya no esté al frente de la Iglesia.
El Papa Francisco ha escrito cuatro encíclicas, o mejor dicho tres, porque la primera, titulada «Lumen fidei» y publicada al inicio de su pontificado el 29 de junio de 2013, en realidad había sido escrita antes por el Papa Benedicto XVI y publicada luego con algunos retoques del Papa Francisco (que había sido elegido el 13 de marzo de ese año y no había tenido tiempo para redactar el texto).
Luego llegaron sus dos encíclicas sociales, «Laudato sí», de 2015, y «Fratelli tutti», de 2020, en las que emerge el sello más auténtico del Papa Francisco, al que se podría definir precisamente como un profeta social. La profecía, de hecho, conoce dos tendencias fundamentales: la vertical, que se dirige a los hombres para orientarlos hacia Dios (como ocurre en Elías, Oseas, Jeremías), y la horizontal, que se dirige a los hombres para hacerlos justos y fraternos entre sí (como Isaías, Miqueas y Amós).
Naturalmente, no se trata de dos tendencias opuestas, porque una favorece a la otra y viceversa, pero se trata siempre de dos intenciones fundamentales diferentes: la que mira al mundo porque primero ha mirado a Dios, y la que mira a Dios porque primero ha mirado al mundo. Esta segunda tendencia es la que caracteriza la profecía del Papa Francisco: él hablaba de Dios por amor al mundo.
Su última encíclica es de 2024 y se titula «Dilexit nos», «Nos amó». He aquí un pasaje: «Lo mejor es dejar que surjan las preguntas que importan: quién soy realmente, qué busco, qué sentido quiero dar a mi vida, a mis opciones o a mis acciones, por qué y para qué estoy en este mundo, cómo valoraré mi existencia cuando llegue a su fin».
El Papa Francisco nos invitaba a imaginar cómo valoraríamos nuestra existencia cuando llegara el final y ahora que el final ha llegado para Él, creo que toda su existencia puede valorarse como la de un profeta: la de un hombre que, como atestigua la etimología griega, «hablaba delante de» y al mismo tiempo «hablaba a favor de». Habló ante Dios a favor del mundo, y lo hizo con un estilo propio, inconfundible e irrepetible, a veces dulce, a veces amargo, suave y anguloso, conciliador y punzante, pero siempre auténticamente humano, y siempre auténticamente cristiano. Su teología fue una teopatía, y su testimonio renovará siempre en la conciencia de todo ser pensante el pathos por el Misterio del mundo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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