miércoles, 2 de abril de 2025

Las noches de San José.

Las noches de San José 

La iconografía oriental suele presentar la figura de José en la esquina de una escena protagonizada por la Madre de Dios y su Hijo Jesús. Allí, en la esquina, José aparece como una figura humilde, discreta, incluso pensativa, incluso dubitativa ante dos acontecimientos que lo superan con creces: la virginidad de María y la encarnación del Verbo de Dios. 

José es la figura de todos nosotros que querríamos confesar nuestra fe y, sin embargo, estamos como atenazados por la duda. 

Un antiquísimo himno de la liturgia oriental hace que José se exprese así ante lo que está sucediendo: 

«María, ¿qué es esto que veo en ti? No sé qué pensar en mi asombro y mi mente está atónita. En lugar de honor, me has traído vergüenza; en lugar de alegría, tristeza; en lugar de alabanza, reproche. Te había recibido irreprensible por parte de los sacerdotes, del templo del Señor: ¿y ahora qué es lo que veo?». 

La respuesta a la duda de José se pone en boca de María: 

«¿Por qué, al verme embarazada, estás sombrío y turbado, ignorando por completo el tremendo misterio que me concierne? Deja ya cualquier temor y considera el prodigio: Dios, en su misericordia, desciende a la tierra, a mi seno, y aquí ha tomado carne». 

El Evangelio dice muy poco sobre la figura de José: precisamente por eso, los evangelios apócrifos abundan en noticias y detalles al respecto. Sin embargo, por poco y lagunoso que sea el material que recogen los evangelios canónicos, es suficiente para devolvernos los rasgos de una figura única, sin duda singular. 

En los relatos de la infancia, y en particular en la descripción de José, hay muchos silencios. Entiendo que nosotros, los hombres del tercer milenio, tenemos otros criterios para hacer historia, pero, en nuestro caso, también hay que respetar los silencios. Los silencios son importantes al menos tanto como las palabras: de hecho, al igual que las palabras, también quieren ayudar al lector a fijar la atención en lo que el autor evangélico quiere sugerir. 

Los evangelios apócrifos, en cambio, abundan en noticias precisamente porque la piedad popular, por un lado, desea llenar los silencios y, por otro, le cuesta pensar en el silencio de Dios, su anonimato, su presencia en la vida cotidiana. Es decir, que, en coherencia con nuestra forma de pensar lo divino, acabamos pensando que es homologable a lo que sabe a extraordinario. Y, en cambio, según los Evangelios, no encontramos nada de todo esto. Lo extraordinario reside precisamente en el hecho de que el Hijo de Dios vivió durante años una vida nada extraordinaria. Y esto no significa ausencia de lo divino, ni siquiera ocultación de lo divino, sino una forma de revelarse con la que, de ahora en adelante, tendremos que medirnos. 

José es un amigo de Dios que muestra su fe a través del silencio obediente y es a partir de este silencio que debe ser abordado. 

Él es el hombre de la noche (el Evangelio nos narra tres de sus noches), pero no es un hombre que camina en la oscuridad. La noche llega cuando su prometida queda embarazada; cuando el ángel le pide que se vaya a Egipto y cuando le pide que regrese a su tierra. 

Dicho esto, entramos en el meollo de la historia que tiene a José como protagonista. 

Solo Mateo y Lucas nos atestiguan que José es el padre legal de Jesús y el esposo de María. Mateo 13,55 nos informa del oficio de este hombre cuando, hablando de Jesús, se dice que es «hijo del carpintero» (tekton, en griego, significa «artesano que trabaja el hierro y la piedra»). Probablemente es el oficio que Jesús también aprendió en el taller de su padre. 

Cuando presenta a José como el esposo de María, Mateo nos presenta una figura exquisita e inolvidable. Ante el embarazo inesperado de la prometida, él quisiera salir respetuosamente de una historia más grande que él, sin oprimir con su presencia a esa joven a la que ama profundamente y a ese misterioso niño que ella espera: «José, su esposo, que era justo y no quería repudiarla, decidió repudiarla en secreto». 

Después de decirnos lo que siente el «esposo de María» ante un acontecimiento que va más allá de toda posibilidad de comprensión, Mateo precisa que era un hombre «justo». El justo, para la Escritura, es aquel que «se complace en la ley del Señor, su ley medita día y noche» (Sal 1). El justo es aquel que siempre está dispuesto a cumplir con alegría y fidelidad la voluntad del Señor. 

José está indeciso: su rectitud debía demostrarse sin mirar a nadie a la cara si quería permanecer fiel a la ley. 

La figura de José parece vivir al margen, a veces incluso parece ausente y, en cualquier caso, secundaria en comparación con María y Jesús. Sin embargo, sin José no habría habido Jesús: si María hubiera sido despedida, también podría haber sido lapidada, según la ley. José es quien está llamado a consentir ese parto y, por lo tanto, con su presencia, con su atención, con su apoyo, lo permite. 

José descubre lo que significa ser justo cuando acepta obedecer la Palabra de Dios, entregando su vida a un proyecto que lo supera y consintiendo en llevarse a María. Descubre que existe una justicia superior, la que su Hijo pedirá poco después en el famoso Sermón de la montaña. Esta justicia, de hecho, no consiste en la observancia escrupulosa de los mandamientos, sino en la búsqueda integral de lo que es agradable al Señor, acogiendo todo con total obediencia. 

Precisamente esta obediencia abre para José una nueva vida cuyas perspectivas son absolutamente inesperadas: él, de hecho, debe aprender otra forma de ser esposo y padre. Será él quien deba ponerle el nombre a Jesús y será bajo su responsabilidad y su amor a quien Dios confíe a su Hijo. Si María será quien ofrezca su vientre al Hijo de Dios, José será quien le permita ser «el Dios-con-nosotros». 

José descubrirá un nuevo verbo, consentir, que es el verbo típico del fe. De observar a consentir: he aquí el paso que hay que dar. Se consiente, y para José no fue diferente, no sin un esfuerzo. Es el esfuerzo de lo racional que querría entender y no puede; la característica de lo masculino conoce una herida de su propia imagen de hombre, ve el trastorno de sus propios proyectos y una desorientación total a nivel personal. 

La labor nunca es indolora y no necesariamente conduce al resultado esperado: como era justo, no quería repudiarla y decidió despedirla en secreto (Mt 1,19). Es una típica solución de compromiso a la que llega José partiendo de una justicia totalmente humana. 

Mientras pensaba en estas cosas: es el esfuerzo del discernimiento, el esfuerzo de mantener unidas la palabra de Dios y la realidad contingente. José conocía la ley y trataba de entender cómo comportarse, comparando la situación en la que se había encontrado a causa de María embarazada y lo que el Señor le decía a través de las Escrituras. 

José, junto con María, es testigo de un proyecto que, precisamente a través de ellos, llega a su madurez. En cada uno de nosotros están presentes, a nivel psicológico, dos principios: el principio masculino y el principio femenino, que representan el aspecto activo y el aspecto receptivo de la personalidad, respectivamente. 

El aspecto masculino se manifiesta en nosotros como actividad, extroversión, autoafirmación, racionalidad, voluntad, organización, necesidad de control tanto hacia el mundo exterior como hacia el interior; el femenino, en cambio, se manifiesta como receptividad, introversión, afectividad, imaginación, intuición, donación, capacidad de aceptación y abandono. 

Son dos aspectos que deben expresarse en armonía, simultáneamente, aunque de manera diferente según las características de cada uno. Llamados a conjugar continuamente y al mismo tiempo la racionalidad y la afectividad, la voluntad y la aceptación, la autoafirmación y la donación, la extroversión y la introversión. He utilizado el adverbio simultáneamente porque indica bien el trabajo continuo que hay que hacer sobre nosotros y en nosotros. De hecho, la madurez de cada uno de nosotros reside precisamente en la capacidad de activar los aspectos deficientes (de carácter masculino o femenino) hasta hacerlos interactuar de una manera siempre renovada. 

¿Qué puede significar todo esto? 

Que estamos llamados a conjugar continuamente la racionalidad y la afectividad, la voluntad y la aceptación, la autoafirmación y la donación, la extroversión y la introversión, la lógica y la intuición, la actividad y la receptividad. 

José representa precisamente el aspecto masculino caracterizado por la actividad, la racionalidad, la autoafirmación, características que deben ser temporalmente silenciadas para que María, el aspecto femenino, pueda dar a luz al Hijo. 

José es el hombre de los sueños, es el obediente que acoge plenamente la voluntad de Dios, es el hombre que sabe «llevar consigo», es decir, que sabe cuidar realmente de las personas que le han sido confiadas. 

¿Qué evoca el sueño? Evoca la forma en que Dios entra en la historia humana. Dios habla también en la vida cotidiana y en la experiencia normal. ¡He aquí lo extraordinario! 

También los sueños pueden ser visitos del Señor, pero se necesita un corazón puro, una existencia sobria, un cuerpo disciplinado, porque solo en ese caso, si Dios toma la iniciativa, nuestros ojos pueden verlo. Esto no quiere decir que el sueño en sí mismo sea una revelación de Dios: solo lo son si Dios quisiera servirse de ellos. 

José acoge el sueño de Dios porque logra soñar una historia en la que Dios se involucra totalmente por la salvación de sus criaturas. Tanto es así que cada vez que el ángel le habla, José obedece rápidamente. De hecho, como respuesta, «los tomó consigo». 

La primera vez es al final de la anunciación, de la que él es el destinatario: «hizo como le había ordenado el ángel del Señor y se llevó consigo a su esposa». Posteriormente, el «llevar consigo» se refiere a la orden del ángel de que el niño y la madre fueran a Egipto para ser protegidos; finalmente, la misma expresión se repite cuando se trata de regresar de Egipto. 

José descubre que no hay noche que no esté iluminada por la presencia de un Dios que quiere ser el «Dios con nosotros». Precisamente esta conciencia le devuelve la fuerza para cuidar y acoger a María y al niño. 

Todo esto ocurre de noche. La noche no es solo un dato cronológico en el que ocurre todo esto. Es algo más: es una verdadera experiencia de oscuridad en la que José emerge realmente como padre de Jesús. De hecho, ¿quién es el padre, si no aquel que custodia, protege y abre el camino? 

No es casualidad que sea el padre la figura que mejor encarna el cuidado de Dios por nuestra fragilidad. José no es solo el padre que cuida del niño cuando es de día, es decir, cuando todo va bien. José está llamado a llevarse a ese niño precisamente en la noche, es decir, cuando las dificultades parecen tener la mejor y la duda, la emboscada y el terror parecen ser los únicos compañeros de viaje. La noche debe afrontarse con firmeza y dedicación: solo puede atravesarse y vivirse sin perder el recuerdo del día, es decir, del momento en que era fácil vivir en la justicia. 

Es la noche la que revela cuánto ama a María y al niño más que a sí mismo: precisamente en la noche no juega a la baja, a echarse atrás buscando su comodidad y seguridad. Se convierte en la figura de cómo Dios cuida de todos como un Padre. ¿De dónde aprenderá Jesús la invitación a no preocuparse si no es de esta actitud concreta experimentada a través de José? 

¡José, hijo de David! He aquí la oportunidad: José estaba tratando de hacer frente a esa situación solo a partir de sí mismo. El ángel, en cambio, le recuerda un aspecto del que está llamado a recordar: hijo de David. Es decir: su situación personal está insertada en una historia que le precede y le supera, una historia que tiene que ver con la promesa de Dios. Es como si estuviera llamado a sacar de su armario su álbum familiar: ¿qué ha sido de él? 

La suya es una historia ligada a una promesa, que es promesa de futuro. El contexto, desde luego, no ayuda. Desde el punto de vista histórico, el de Israel es un contexto de fracaso: no en vano el Sal 89 dice: «ahora no tenemos ni príncipe, ni jefe, ni profeta, ni sacerdote...». Israel está dominado por los romanos: ¿quién piensa que Dios puede mantener sus promesas? 

Os invito a leer desde este punto de vista nuestro contexto histórico, cultural, social, político y religioso. ¿Quién de nosotros cree todavía que su existencia también tiene una promesa? 

La primera intuición que José extrae de la referencia a su condición de hijo de David (cf. el árbol genealógico: una historia entre la infidelidad de los hombres y la fidelidad de Dios) es el recuerdo de la fidelidad de Dios. Dios no es como los hombres. 

Así, comienza a pensar que lo que le ha sucedido a María puede ser el comienzo de la realización de la promesa hecha a David. 

El varón está llamado a arriesgarse por el camino de lo absurdo, un camino que, aparentemente, no es transitable; el varón está llamado a acallar las dudas de la razón y a decir también su sí. 

José, como sabemos, acepta la invitación. Y aunque en sus labios no encontramos las mismas palabras que María, de hecho él también se declara siervo del Señor, precisamente acallando las exigencias de su personalidad para acoger otra instancia, que de inmediato no le conviene. 

José también corre el riesgo de chismorrear al aceptar a María, ya embarazada. Aquí surge el José inconformista que, por lo tanto, acepta llevarla a su casa. 

Si es cierto que sin José no habría existido Jesús en cuanto a la posibilidad de nacer, también es cierto que sin él, ¿quién habría cuidado de María y del Niño, quién los habría guiado y salvado llevándolos a Egipto? 

De alguna manera, José se vio arrastrado a esta aventura a pesar suyo, pero precisamente al consentir, manifestó su existencia como un acto de continua donación de sí mismo, poniéndose a disposición de un Dios siempre en busca de colaboración. 

Se puede pasar toda la vida guardando la pregunta sobre «¿qué quiero?» y no reconocer en la vida una instancia implícita porque no responde a mis expectativas (expectativa≠espera). No nos realizamos cuando nos afirmamos a nosotros mismos. Es la vida la que nos interpela continuamente, trastocando muchos de nuestros proyectos y llevándonos a donde quizás nunca hubiéramos imaginado ir. 

Como José, también nosotros estamos llamados a ir más allá de nuestro propio deseo, renunciando a las respuestas tranquilizadoras de la razón para asumir el aspecto de María, dejándonos guiar por ella, precisamente cuando parece que somos nosotros los que la guiamos. En este caso, lo masculino está llamado a ponerse a disposición de lo femenino. Como José, estamos llamados a apoyar operativamente las intuiciones de María, para permitir su encarnación en nuestra vida cotidiana. 

En la medida en que consiente en acoger a María, José se convierte en una persona abierta al cambio, capaz de integrar nuevos aspectos, de medirse con lo que es diferente, distinto de sí mismo. Es la invitación a salir de la propia función. José es una figura en continuo movimiento: no tiene patria, no tiene funciones, solo se guía por una palabra en la que ha intentado confiar. 

La imagen es deliberadamente simbólica porque se opone a todo lo que es estancamiento, inmovilismo, esclerosis de pensamientos, sentimientos, funciones, situaciones. José está continuamente llamado a estar en la vida y la vida es dinamismo, apertura, renovación, proceso. Además, se le pide que se separe a diario, que abandone los primeros apegos a un lugar, una función, una condición fija de la que depender su propia identidad. Su identidad está en devenir: está llamado a convertirse en padre de ese Niño que le ha sido confiado. 

A pesar de encontrarse en una situación dramática, José conserva aún unos ojos capaces de asombrarse, dispuestos a ver la maravilla que está germinando en su vida. En el tejido de las horas y los días de cada existencia, Dios siempre prepara su novedad. 

José se lleva a María, prefiriéndola a su propia descendencia: elige el amor a la capacidad de engendrar. José no escucha su miedo y por eso se convierte en el verdadero padre de Jesús, aunque no sea su progenitor. 

La elección de José se lleva a cabo solo gracias a una memoria histórica en la que reconoce la fidelidad de Dios a la palabra dada y a la palabra tejida de Dios. No hay ninguna evidencia. Todo ocurre de noche, en ese ámbito en el que no se dispone de algo físico a lo que aferrarse. 

La historia de José nos hace comprender cómo el designio de Dios se manifiesta a partir de una situación contradictoria, incluso escandalosa. El escándalo, en este caso, se convierte incluso en algo precioso porque Dios manifiesta algo de sí mismo, a través del escándalo Dios manifiesta nada menos que a sí mismo. 

Pienso aquí en todas las situaciones que inmediatamente escapan a nuestro control (comprender), que nos resultan un obstáculo (precisamente) y que, en cambio, son una interpelación para entrar en una actitud de obediencia, para que lo nuevo, lo inédito, pueda tener derecho de ciudadanía. José incluso asume el escándalo no rechazando, no condenando, sino acogiendo y aceptando. 

María representa para José todo lo que excede cualquier forma posible de pensar las cosas. Y así, por el obediente fe de José, Jesús puede entrar de pleno derecho en una descendencia de la que, de otro modo, estaría excluido. 

Llamados a hacer que los contrastes de la historia se conviertan en lugar de revelación: esta es la invitación que nos hace el drama del hombre José. 

José se convierte así en la figura de quien sabe estar en contacto con su propia historia, la escucha, se deja interrogar y cuestionar precisamente en lo que más se correspondía incluso con su credo religioso: María y lo que lleva consigo están más allá de la ley (a veces, es cierto, summum ius summa iniuria: el máximo derecho puede ser la mayor injusticia). Era una ley vinculante la que le obligaba a repudiar a su novia. 

Sin embargo, precisamente en ese asunto ve una forma sorprendente de venir de Dios: Dios pasa incluso por una experiencia de impureza a la que José acepta someterse. Hay un pasado que José acepta sacrificar para emprender otro camino y así no se sitúa contra la ley sino más allá de la ley. Jesús también debió haber aprendido esto en casa: la invitación a esa justicia superior que dirigirá a los discípulos la había respirado precisamente en esta actitud de su padre: más allá de la ley. Es a través de un ángel que le habla en sueños, es decir, a través de la disposición a escuchar su propio ser, su propio interior y no detenerse en las razones del yo, que José acepta subvertir completamente las indicaciones de comportamiento de una ley para acoger las nuevas exigencias de la vida. 

No conformarse con lo que parece, porque esto conduce inevitablemente a juzgar y condenar, terminando por simplificar indebidamente la complejidad de la existencia. 

Así entendemos por qué este pasaje no nos es en absoluto ajeno: acoger la vida dentro de nosotros, incluso cuando esta acogida no es en absoluto obvia y «canónica». 

A menudo creemos que Dios nunca habla. Él habla normalmente a través del Evangelio, la meditación y el silencio. También habla a través de los hechos, las situaciones, los encuentros, pero como no tenemos ojos para ver la realidad desde dentro, no percibimos lo que el Señor quiere enseñarnos. El Señor también habla dentro de nosotros. 

Lo hace a través de las preguntas más profundas que tenemos en el corazón, los deseos más verdaderos, los sueños más grandes. Sin embargo, debemos tener ojos interiores atentos, refinar nuestra sensibilidad, purificar nuestro corazón. De hecho, Dios nos habla de todas las formas posibles y en todo momento. 

A veces pensamos en la relación con Dios como si fuera una intimidad cómoda. En cambio, a menudo va acompañada de mucho esfuerzo y un clima de lucha. Lucha con uno mismo, con la propia carne, con las propias pasiones... José libró su lucha: contra la duda, la angustia, el sufrimiento interior. ¡Era un hombre justo! 

No quería hacer daño a nadie. Por eso no quiso acusar públicamente a María. También él, hombre de silencio: intuye un misterio que no comprende, pero acalla cualquier pensamiento negativo. Hace su buen combate espiritual. Entendemos por su ejemplo que la fe no es un refugio cómodo para almas débiles, sino una aventura para personas que no temen dejarse cuestionar. 

De hecho, los más grandes místicos de la historia de la espiritualidad cristiana siempre han vivido lo que se ha definido, a partir de San Juan de la Cruz, como la «noche oscura». Períodos, incluso largos, de tentaciones y aridez, ¡pero también de purificación y crecimiento! José estaba atormentado por un conflicto entre el corazón y la razón, entre el amor por su mujer y la justicia. 

Una angustia interior tan grave que atormenta incluso sus noches. A través de los sueños, José percibe el mensaje de Dios y comienza a ver su propia historia con los ojos de Dios mismo. Comprende su llamado: ¡el de dar un nombre y una descendencia al Hijo de Dios, nacido de María, su prometida esposa! El riesgo de la libertad. José es el modelo del auténtico creyente. ¡Es el que más confía! Su confianza se basa en el misterioso pero real mensaje de Dios, recibido en sueños y en promesas. 

José da testimonio de que la vida debe ser afrontada como una peregrinación y no como un vagabundeo. Debe tener un objetivo preciso y un sentido que solo el Señor puede dar. 

Para José, la cima de la madurez se alcanza en su obediencia inmediata a Dios. Pone todo a un lado, en un segundo plano: sus pensamientos, sus razonamientos, sus derechos, solo Dios cuenta ahora y solo Él. La madurez de un hombre se mide, por tanto, por su capacidad de obedecer a Dios. No se trata de credulidad o simplificación, sino de una sólida capacidad para juzgar el credo como correspondiente a lo que el corazón desea. La razón, dejada a sí misma, escribía el Papa Benedicto XVI, conduce a la opinión, que puede tomar la forma de un rechazo a la verdad. La obediencia conduce, en cambio, a la Verdad. 

José nos educa para ser «justos», es decir, para confiar en Dios, para no juzgar según las apariencias, para no perseguir la manía de aparentar y sorprender a toda costa. En resumen, nos enseña a estar atentos a la Voz del Señor: en ella está nuestra verdadera libertad. ¡No hay hombre más libre que el que ha aprendido a obedecer! 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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