Qué herencia la del Papa Francisco
La muerte del Papa Francisco no decreta el fin de su pontificado, ya que deja abierta una pregunta que seguirá sin respuesta: ¿puede la Gracia subvertir la Ley?
¿Será su última decisión, la de no ser enterrado en la basílica de San Pedro, sino en Santa María la Mayor, el último paso para evitar una canonización falsamente celebratoria de su pontificado? Su legado abre claramente un conflicto que pone en juego no solo una simple sucesión, sino la identidad cristiana como tal.
Por un lado, una Iglesia que querría enterrar al Papa Francisco en el mármol austero y grandioso del templo, domesticando su mensaje escandaloso, considerando su pontificado como una especie de paréntesis populista que debe cerrarse lo antes posible. Por otro lado, aquellos que insisten en ver en su testimonio el resurgimiento de un cristianismo radical donde la anarquía sin Ley de la Gracia parece más fuerte que los dogmas consolidados en la doctrina.
El Papa Francisco no ha sido, en efecto, un pontífice entre otros, sino un verdadero trauma en la historia de la Iglesia. Su legado no es, por tanto, un patrimonio ya definido que hay que conservar, sino una apertura que sigue siendo incierta, un seísmo cuyos efectos aún no se han revelado plenamente.
Una de las dimensiones más desconcertantes de su predicación fue la convergencia entre el teólogo y el pescador. No el pescador contra el teólogo —como sostienen algunos de sus críticos dogmático-clericales condenando su populismo de fondo—, sino el pescador como corazón profundo, como punto de enunciación singular del teólogo.
Es un hecho: en su magisterio, la teología nunca ha sido un sistema, sino una herida: una apertura al grito de los pobres, al lamento de la tierra, al vértigo de la duda, a la dimensión humana y, por tanto, falible de la fe. De ahí la centralidad que ha adquirido su cuerpo, que se ha convertido —como le sucedió al de San Francisco de Asís, identificado con sus estigmas— en una oración capaz de denunciar una verdad escandalosa: la santidad no está en la enmienda de la carne, en su purificación ascética, sino en la plena adhesión al cuerpo. La verdad del Verbo coincide, de hecho, con su encarnación. Es la kenosis paulina.
De ahí la centralidad de la pobreza que, antes incluso de ser un tema social, encuentra en esta misma encarnación su raíz más profunda. El templo glorioso de la Iglesia católica se llena entonces de cuerpos heridos: los pies cansados de los migrantes, las cicatrices de los presos, la desesperación de los sintecho y los toxicómanos, el sufrimiento de los enfermos, los rostros y los cuerpos de los niños mutilados por las guerras.
No ocultar el propio cuerpo expuesto en su fragilidad humana subvierte la teología del poder: no es el templo el que santifica el cuerpo, sino el cuerpo el que santifica el templo. Su propia muerte, entonces, no puede leerse como el cierre de un paréntesis, ya que mantiene abierta la herida original de la kenosis cristiana, el escándalo de Dios que, al hacerse hombre, se borra como la divinidad que nosotros imaginamos, creemos y confesamos.
Por esta razón, en coherencia con el espíritu de los Evangelios, el Papa Francisco siempre ha subordinado el rostro de Dios al del prójimo. Aquí el pescador se confunde con el teólogo y viceversa. Es su apuesta más alta: no el ejercicio pastoral contra la teología, sino la teología como ejercicio pastoral.
El pescador encarna un conocimiento que no proviene solo de los libros, sino del viento que rasga las velas y las redes, de la espera, de la fe, del misterio de la noche que precede a la pesca. Del teólogo al pescador, de la Ley a la Gracia, son dos movimientos plenamente sintonizados: Dios no es un contable, sino un padre que, como ocurre en la parábola lucana del hijo pródigo, corre con alegría al encuentro del hijo perdido sin preocuparse por condenar o castigar.
Por esta razón, su herencia no será una simple sucesión, sino un campo de batalla. Por un lado, el impulso hacia una Iglesia que reconoce en el Espíritu un viento capaz de soplar más allá de los muros del clericalismo y, por otro, la resistencia de quienes ven en la anarquía de la Gracia una amenaza al orden establecido.
El Papa Francisco ha recordado incesantemente que Dios prefiere a un ateo sincero que a la hipocresía ordinaria de un creyente y que Jesús no vino a salvar a los justos, sino a los pecadores porque, como recuerdan con fuerza las palabras del Eclesiastés, «no hay en la tierra ningún hombre justo que haga solo el bien y nunca se equivoque» (Ecles 7, 20).
De hecho, ningún hombre está hecho para la Ley. En esto, la teología del Papa Francisco reinterpreta el Evangelio a través de la centralidad absoluta del amor. La Ley no es un código al que someterse, sino lo que hace posible la apertura de la vida a la plenitud de la vida. Dios no está en los cielos, sino en el leproso al que nadie toca, en el enemigo como figura extrema de una alteridad que nunca está a nuestra disposición. Cumplir la Ley significa reconocer la existencia de una Ley sin medida, una Ley más allá de la Ley.
Significa reconocer que esta nueva Ley es la desconcertante Ley del amor que traumatiza la simetría del mérito, ya que, como recuerda Jesús, «hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35). En este sentido, la insistencia del Papa Francisco en la centralidad del amor no es expresión de una retórica populista, sino un verdadero trauma: lo que salva no es la obediencia a la Ley, sino el encuentro con la propia vocación, con lo que llama, con la causa que orienta nuestro deseo más propio.
El Papa Francisco ha mostrado que Dios no es un legislador árido, sino un enamorado que llama imprevistamente a nuestra puerta. La Iglesia, tras su muerte, debe elegir entre convertirse en un cementerio de preceptos morales o en una obra en construcción, donde la única Ley que cuenta es la del amor que no calcula.
Del teólogo al pescador: el salto mortal se da en la carne. Se trata de un despertar, pero también de un verdadero apocalipsis. La resistencia que su mensaje ha encontrado en algunos de los círculos más conservadores de la Iglesia revela la verdad del trauma que ha representado: la apertura de la Gracia asusta mucho más que el cierre del pecado.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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