Letum non omnia finit
¿Qué queda de la figura ejemplar del Papa Francisco? Muchísimo, realmente.
Me gusta mencionar, en primer lugar, la capacidad poco común que tenía de acoger el sufrimiento como una oportunidad de consuelo. Que una persona afligida pueda ser feliz en la aflicción no es fácil de comprender. Pero con el Papa Francisco fue así. Quienes lo frecuentaron en los últimos meses de su vida terrenal pueden dar testimonio de su disposición de ánimo frente al sufrimiento. Hasta el final mantuvo para sí mismo y para quienes le rodeaban una atmósfera de normalidad; no permitió que la enfermedad ocupara por completo su existencia y que tiñera de negro toda su vida.
Desde el comienzo de su pontificado, el Papa Francisco ha demostrado haber comprendido lo que significa el fin de la cristiandad —que es el envoltorio histórico del cristianismo— tal y como se ha materializado al final de la larga temporada de la modernidad.
Es famoso, a este respecto, el discurso dirigido a los miembros de la Curia Romana en noviembre de 2019 (cfr. https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2019/december/documents/papa-francesco_20191221_curia-romana.html) con motivo de los saludos navideños. En esa ocasión, subrayó con fuerza la diferencia entre cristianismo y cristiandad, aclarando sus implicaciones concretas.
El Papa Francisco ha abordado, a su manera, el dilema que debate la Iglesia actual: si quiere permanecer anclada en sus fundamentos, debe afirmar que el cristianismo no es una ética; por otra parte, para convencer al mundo de su fuerza, la Iglesia debe llevar su mensaje al plano de la ética. Resolver este dilema ha sido el esfuerzo continuo del Papa Francisco, un esfuerzo no siempre apreciado ni comprendido.
El hecho es que el Evangelio es ciertamente un mensaje de esperanza, pero no excluye, sino que exige que haya otros. Al cumplir su misión, la Iglesia busca y encuentra la respuesta de un hombre sometido a las olas de la historia. Cómo vive este hombre, cuáles son sus posibilidades de realizarse no son hechos ajenos e indiferentes a la evangelización, ya que de ellos depende la respuesta que dará el hombre.
Por eso la Iglesia —insistía el Papa Francisco— no puede dejar de interesarse por la suerte del hombre en este mundo y por el desarrollo de su existencia natural. Este es el núcleo duro del realismo histórico del Papa Francisco.
Se suele atribuir el nihilismo moral a Nietzsche, pero en realidad hay que remontarse a Judas. Los evangelistas fijan el inicio de su traición en el momento en que Jesús es ungido por María en la casa de Lázaro. Ante la consternación de los presentes, testigos de que Jesús es proclamado Mesías (el Ungido) por una mujer, Judas toma la palabra: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para repartirlos entre los pobres?» (Jn 12,5).
Al levantar el «velo del dinero» ante los discípulos, Judas consigue que estos «no vean» ya a Jesús —la verdadera riqueza—, sino solo los trescientos denarios. Al igual que quienes no resisten la tentación pelagiana, Judas declara que su fin es ayudar a los pobres. Estos, además de sufrir, son instrumentalizados para encubrir la perversidad de los designios del apóstol infiel. Es contra este sutil riesgo de neo-maquiavelismo contra el que el Papa Francisco ha luchado siempre.
Otra consideración se refiere al extraordinario impulso que la Evangelii Gaudium (2014), la Laudato Sii (2015) y, sobre todo, la Fratelli Tutti (2018) han dado a la afirmación de la fraternidad como principio de organización social y al proyecto de la ecología integral. El alcance de la amistad no es el mismo que el de la fraternidad ni el de la solidaridad. Mientras que la amistad es el principio que expresa la pertenencia de un conjunto de personas a una comunidad específica de destino, la fraternidad es un principio trascendente que tiene su fundamento en el reconocimiento de una pertenencia universal.
La amistad une a los amigos, pero los separa de los que no lo son; los convierte en socios —como se lee en Fratelli Tutti— y cierra a los unidos frente a los demás. La fraternidad, en cambio, es universal y crea hermanos, no socios.
El gesto de Caín sugiere que la fraternidad no deriva de la sangre. Su premisa se encuentra más bien en la referencia al vínculo que nos convierte en custodios unos de otros.
Pero la fraternidad también está lejos de la solidaridad. Mientras que ésta, la solidaridad, es el principio de organización social que permite a los desiguales convertirse en iguales, aquella -la fraternidad- es el principio que permite a los que ya son iguales, en sus derechos y en su dignidad, expresar de manera diferente su potencial de vida, permitiendo su florecimiento humano. La coexistencia de la igualdad y la diversidad (no la diferencia, que no es lo mismo) es lo que distingue de manera singular el principio de fraternidad, que es el verdadero supuesto de la libertad en sentido positivo, es decir, de la libertad como autodeterminación.
Las épocas que hemos dejado atrás, el siglo XIX y el XX, han sido testigo de grandes batallas, tanto culturales como políticas, en nombre de la solidaridad, y esto ha sido algo bueno. Pensemos en la historia del movimiento obrero y en las luchas por la conquista de los derechos civiles. Pero la buena sociedad en la que queremos vivir no puede conformarse con el horizonte de la solidaridad, ya que, si bien la sociedad fraterna es también solidaria, lo contrario no es cierto.
¿Qué marca la diferencia? La gratuidad. Donde ésta falta, no puede haber fraternidad. La gratuidad no es una virtud ética, como lo es la justicia. Se refiere a la dimensión supra-ética de la acción humana; su lógica es la de la sobre-abundancia y no la de la equivalencia, como es propia de la justicia.
Innumerables son las veces que el Papa Francisco ha insistido en que la fraternidad va más allá de la justicia. En una sociedad solo justa no habría lugar para la esperanza, ya que esta se alimenta de la sobreabundancia. Podemos comprender entonces el sentido propio de esa especie de «piedra de Rosetta» de la obra del Papa Francisco que es el «Proyecto de Economía de Francisco», lanzado por él el 1 de mayo de 2019 y dirigido en primer lugar a las generaciones jóvenes. En algunos países este proyecto está dando resultados concretos.
Para terminar, creo que el Papa Francisco habría compartido lo que Johan Sebastian Bach escribió en su diario en 1750, poco antes de morir: «No lloréis por mí, voy donde nació la música». El Papa Francisco no correrá el riesgo de caer en el olvido, ni de convertirse en un mito. Su mensaje y su testimonio de vida se expandirán, cuanto mejor se comprenda su fuerza profética, más allá de los prejuicios ideológicos.
Termino con las palabras de San Agustín de Hipona: «No te preguntamos, Señor, por qué nos has quitado a Francisco. Te damos gracias por habérnoslo dado».
Porque la muerte no acaba todo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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