jueves, 1 de mayo de 2025

Una Iglesia en transición: el legado del Papa Francisco.

Una Iglesia en transición: el legado del Papa Francisco 

En estos días, como es natural, se multiplican los análisis y comentarios sobre el pontificado del Papa Francisco. Sin querer ser irreverente, desde un punto de vista comunicativo se puede vislumbrar una dinámica casi eucarística: el cuerpo del Papa ha sido simbólicamente destrozado, transformado en contenido digital, diseccionado, compartido y comentado incluso por quienes, a pesar de su incipiente alfabetización religiosa, se han lanzado a realizar análisis audaces y a menudo descabellados sobre su pontificado. 

Muchas de estas reflexiones parecen precipitadas, cuando no superficiales, expresadas por voces poco competentes, carentes de formación teológica o incluso más banalmente religiosa, que por lo tanto leen la parábola del pontificado con categorías humanas, demasiado humanas, inevitablemente parciales e inadecuadas. 

Quisiera proponer algunas consideraciones de carácter eclesiológico, dejando deliberadamente de lado otros grandes temas de este pontificado, como el pensamiento abierto, la Iglesia «hospital de campaña», la conversión ecológica, la opción preferencial por los pobres, el llamamiento a la paz, que, sin embargo, pueden recibir una nueva luz si se releen a partir de su enfoque eclesiológico. 

El Papa como Obispo de Roma 

Aunque no todos son conscientes de ello, el Concilio Vaticano II promovió un nuevo paradigma eclesiológico, centrado en lo que se denomina «eclesiología de comunión». En ella, la Iglesia no se reconoce ante todo como una realidad jerárquica y piramidal, sino como una comunidad de creyentes unidos por la fe, los sacramentos y la caridad, que tiene en Cristo su centro. 

El término «comunión» (del griego koinonía) expresa precisamente una relación viva entre Dios y la humanidad, y entre los propios miembros de la Iglesia. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, desde esta perspectiva, no son antagónicos, sino complementarios. El Papa, como todo ministro ordenado, está llamado ante todo al servicio del Pueblo de Dios. 

El Papa Francisco ha insistido varias veces en este punto, prefiriendo referirse a sí mismo con el antiguo título de «Obispo de Roma»: signo de un papado con rostro pastoral, no mundano. Como recuerda la Lumen Gentium, el Papa es «el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad tanto de los obispos como de la multitud de los fieles». 

De ello se desprenden dos aspectos decisivos: el Papa no es un autócrata omnipotente, sino un ministro al servicio de los fieles; y, al mismo tiempo, es quien custodia y promueve la unidad de la comunidad cristiana, como don del Espíritu. 

La eclesiología de comunión aún no se ha realizado plenamente en la práctica. A menudo a nivel central desde la Santa Sede. Más a menudo a nivel local en las Iglesias Locales, en las Diócesis,… Esta experiencia y las fuertes personalidades de los últimos Papas han contribuido a acentuar la centralidad de la figura papal. 

La popularidad del Papa Francisco también ha podido alimentar una paradoja: aunque ha promovido una Iglesia de comunión, en línea con el Concilio Vaticano II, ha terminado por centrar en sí mismo una atención que proyecta al exterior una imagen que ya no está en sintonía con los tiempos eclesiales. 

Las críticas sobre un supuesto estancamiento doctrinal o la falta de toma de posición, si bien reflejan una idea del papado aún anclada en el modelo del Concilio Vaticano I, son también señal de un proceso que aún está en curso. 

El Papa Francisco ha sido una voz de la Iglesia, la voz de la unidad. Una voz, no la única. Su tarea no era encarnar por sí solo todas las instancias de reforma o todos los anhelos de renovación, sino más bien ofrecer un espacio para que otras voces emergieran, se expresaran, encontraran legitimidad, sin que esta polifonía pusiera en peligro la unidad. 

Es hasta menos complejo ser símbolo de unidad cuando las voces son pocas, homogéneas o se expresan exclusivamente dentro del círculo de los expertos. Pero ¿cómo se hace cuando las diferencias se hacen visibles, a veces conflictivas, y devuelven el rostro de una Iglesia compleja, plural, a veces dividida? 

Se trata de una Iglesia que lucha por encontrar la unidad en la diferencia, siempre en equilibrio entre la riqueza de Pentecostés y la confusión de la torre de Babel. El Papa Francisco, quizás por primera vez en la historia, ha tenido que gobernar una realidad eclesial cada vez más fragmentada, a menudo en abierta oposición interna. 

Las aceleraciones drásticas, aunque impulsadas por el Papa, podrían haber transformado a la Iglesia en una experiencia quizás más radical, pero no necesariamente ni siempre más católica, en el sentido pleno y universal del término. 

La sinodalidad como estilo de la Iglesia 

En este contexto, la elección del Papa Francisco ha sido clara: no negar la complejidad, sino hacerla emerger. No reducir a uno, sino abrirse a lo múltiple. Una Iglesia que no excluye, sino que incluye, incluso con todo el esfuerzo que ello conlleva. Este desafío se ha encarnado en el proceso sinodal. 

El Sínodo sobre la sinodalidad no ha sido un acontecimiento más que celebrar, sino un proceso largo, fatigoso, a veces incierto, que ha elegido como clave interpretativa el discernimiento comunitario. Se trata de una gran novedad que, como ocurre en la Iglesia, y como subrayó explícitamente el Papa Francisco en su ya famoso discurso a la Curia, no puede sino moverse en una determinada línea y horizonte: en un contexto social cada vez más fragmentado en microburbujas autorreferenciales, el Sínodo ha propuesto una práctica de reflexión compartida de todo el Pueblo de Dios. 

Esto también es una revolución: la eclesiología de comunión hoy significa dar voz a las subjetividades eclesiales; valorar lo que parece marginal, pero que en realidad es plenamente Iglesia; promover un estilo hecho de escucha, camino común, confronto. 

Los frutos aún no son visibles. Las resistencias son reales, también porque muchos, en una época de fe «de baja intensidad», eligen caminar en solitario, porque es más fácil. El Sínodo de la sinodalidad está tratando de hacer surgir un nuevo estilo eclesial en una época en la que la idea misma de comunidad, de participación, de responsabilidad compartida se está desmoronando. 

Más allá de la dicotomía entre progresistas y conservadores 

La tradicional oposición entre progresistas y conservadores es hoy insuficiente para interpretar la realidad eclesial. No solo es una herramienta anticuada, sino que no logra enmarcar al Papa Francisco, salvo a costa de innumerables matices. 

En realidad, la articulación más profunda sobre la que el Papa Francisco ha tratado de injertar su magisterio no es tanto la contraposición entre progresistas y conservadores, sino la tensión entre dos formas eclesiales fundamentales: por un lado, la Iglesia de la conciencia, depositaria de una fe pensada, reflexiva, firmemente anclada en la teología y los textos; por otro, una Iglesia popular, que vive una fe más existencial, inmediata, a menudo desordenada, pero no por ello menos auténtica. 

Ambas dimensiones, en la visión del Papa Francisco, no solo coexisten, sino que se enriquecen mutuamente. Su teología, ajena por razones históricas y geográficas a muchas dinámicas eurocéntricas, concibe la Iglesia como un cuerpo vivo y plural, que va desde la forma más académica y sofisticada hasta la más irregular y popular. Un cuerpo eclesial capaz de ser Iglesia docens y, al mismo tiempo, discens. 

Se trata de un auténtico vuelco de la lógica tradicional, que separaba rígidamente a quienes enseñan de quienes aprenden: el Papa Francisco ha invitado a reconocer también el valor de lo que podríamos llamar una «fe anónima», no domesticada, no sistematizada, pero capaz de enseñar algo incluso a quienes tienen una fe más estructurada. Es una invitación a considerarnos menos «expertos en Dios» y más buscadores de los signos del Espíritu en los corazones humanos. 

En esta perspectiva, el espíritu sinodal adquiere un significado profundo: no se trata de imponer un modelo normativo único, sino de reconocer, acoger y valorar las múltiples formas en que se expresa la fe. Una Iglesia que sabe escuchar las diferencias, que sabe dejarse interpelar por la variedad de culturas y experiencias, es una Iglesia capaz de enriquecerse. Es en esta riqueza donde se manifiesta, quizás más claramente que en cualquier otro lugar, la universalidad del cuerpo eclesial. 

Una Iglesia en transición 

A la luz de lo dicho, creo que se puede afirmar que el Papa Francisco ha sido un Papa de transición para una Iglesia en transición. No en el sentido superficial y cronista de quien hace de puente entre una época y otra, sino en el sentido más profundo de quien ha sabido inaugurar procesos, poner en marcha dinámicas, abrir caminos que siguen abiertos. 

El signo de la transición no es la provisionalidad, sino la fecundidad propia de lo que está incompleto.

El Papa Francisco ha sido el Papa del pensamiento abierto: no es quien busca lo que ya conoce, sino quien escucha lo que aún no se ha dicho. No ha sido quien define desde arriba, sino quien abre espacios compartidos en los que discernir juntos. 

Es un pontífice que ha guiado a la Iglesia en un nuevo Éxodo. Y como en el Éxodo bíblico, también en este caso la tierra prometida aún está lejos. Sin embargo, precisamente ese camino imperfecto, irregular, a veces accidentado, es ya un camino de libertad. 

No hay liberación sin esfuerzo, no hay promesa sin espera. Y quizás, más que nunca, es en este tiempo de transición donde se juega el futuro de la Iglesia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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