miércoles, 3 de septiembre de 2025

¡No matarás!

¡No matarás!

La mía es una reflexión que nace a partir de un vídeo del gran actor Roberto Benigni. Te invito a que antes de leer mi reflexión (que viene a continuación) o, incluso, sin necesidad de leerla, veas este vídeo de 15 minutos del mencionado actor. Es un vídeo en italiano. Aquí tienes el link:  https://www.youtube.com/watch?v=D-vm48rRL0U

 

Ahora, después de ese vídeo, si quieres puedes continuar leyendo mi reflexión pero… seguramente es suficiente con el vídeo que acabas de ver.

 

El declive de las religiones se considera un hecho significativo de nuestro tiempo. El cientificismo, por un lado, y la afirmación indiscutible de una concepción hedonista de la vida, por otro, habrían relegado la religión a una forma de superstición oscurantista.

 

Y, sin embargo, en nuestra época no podemos dejar de constatar cómo la religión, precisamente en sus aspectos más fundamentalistas, ha vuelto con fuerza a la escena. En el centro no se encuentra, sin duda, la dimensión espiritual de la religiosidad, sino el vínculo pre-ilustrado que había vinculado estrechamente la religión al poder.

 

Lo que regresa no es un Dios que sacude e interroga las conciencias, sino su reverso monstruoso: un Dios reducido a ser un instrumento ideológico del poder.

 

Este es el denominador común que une a figuras políticas tan distantes entre sí como Donald Trump, Vladimir Putin, los líderes de Hamás, Benjamin Netanyahu y sus ministros, que apoyan la inaceptable masacre de Gaza junto con la colonización salvaje de las tierras palestinas.


Destaca el recurso a Dios como apoyo inquebrantable de la política, de la locura de la guerra o de la propia afirmación personal. Se trata de un uso perverso de la religión que, históricamente, no es nada nuevo. Por eso, el luterano Dietrich Bonhoeffer recordaba críticamente que Jesús no vino a pedirnos que nos unamos a una nueva religión, sino a la vida.

 

La continua referencia de Vladimir Putin a los valores de la tradición y la fe ortodoxa, a Dios como garante de la Santa Madre Rusia que bendice sus fronteras y los tanques, santificando la aniquilación de la Ucrania corrompida por Occidente, muestra la religión no tanto como antídoto contra el odio y la violencia, sino como un terrible amplificador de los mismos.

 

Donald Trump moviliza a otra Iglesia: no la institucional, sino la de los patriotas, los elegidos, los verdaderos estadounidenses. Su «Make America Great Again» tiene las características de un mantra religioso, es un llamamiento a recuperar una edad de oro perdida. Su fe es performativa, su Dios es aquel que lo reconoce narcisistamente como divino en una especie de delirio megalómano. La reacción a la cultura liberal se produce también en este caso a través de la defensa orgullosa de los principios fundamentales de la tradición que encuentran en Dios su fundamento último.

 

Se trata de formas de religión, como diría Soren Kierkegaard, antiespirituales: Vladmir Putin no invoca a Dios para elevarse espiritualmente, sino para cavar una zanja entre la «civilización rusa» y «el Occidente decadente». La suya, como la de Donald Trump, es una religión de pureza étnica y cultural, un arma identitaria que exige la victoria sobre los enemigos.


En Oriente Medio, la dinámica es aún más trágica. Los líderes de Hamás y Benjamin Netanyahu juegan el mismo juego sobre los cuerpos destrozados de sus respectivos pueblos.

 

Por un lado, un Islam delirante reducido a una ideología de violencia y muerte, donde el martirio terrorista se invoca como la única forma de vida digna de ser vivida contra el opresor: en sus discursos, los líderes de Hamás, más que legitimar el derecho a la resistencia del pueblo palestino, alaban la destrucción del Estado de Israel.

 

Por otro lado, un sionismo transformado en nacionalismo mesiánico que transfigura la Tierra Prometida en una fortaleza que hay que defender mediante una expansión sangrienta e ilegítima, justificada por el derecho divino.

 

En ambos casos, la evocación de Dios responde al perverso objetivo de ejercer la violencia de la destrucción sin remordimientos, ya que se lleva a cabo en nombre del Bien. La fe religiosa aquí no pacifica, no une, sino que divide y mata.



En este esquema no hay espacio para la duda, para la pregunta, para la palabra. Nos encontramos ante la arquitectura fanática de una identidad sin alteridad, del Uno-todo que excluye el encuentro con el Otro-diverso

 

El fundamentalismo religioso proporciona el marco sagrado e inviolable a este esquema. Dios ya no es quien preserva el mandamiento «no matarás», sino quien, en un perverso cortocircuito, legitima el asesinato en su nombre.

 

No es casualidad que la Biblia nunca acuse al ateo, sino solo al idólatra, ya que sabe bien adónde puede llevar la pretensión religiosa de ser propietarios exclusivos de la verdad.

 

Cuando Jesús, al final de la terrible noche de Getsemaní, es agredido y arrestado por los soldados y uno de sus discípulos intenta defenderlo levantando la espada, Él interviene interrumpiendo la lucha, como si dijera, con gran clarividencia, por así decirlo, «¡ninguna guerra de religión en mi nombre!».

 

Donald Trump, que subvierte las normas democráticas; Vladimir Putin, que persigue la disidencia interna reforzando su poder personal; Benjamin Netanyahu, que socava el Tribunal Supremo y desata una guerra inmunda contra un pueblo indefenso; Hamás, que impone, siempre en nombre de Dios, su ley con violencia, sobre todo al pueblo palestino.


 

En esta extraña coyuntura histórica, la religión ya no es, como creía Karl Marx en su momento, «el opio del pueblo» que, alimentando la creencia ilusoria en un mundo más allá del mundo, debilitaba las demandas críticas de cambio, sino que se convierte en un combustible letal que desata un odio perpetuo.

 

Ya no sirve para pacificar, sino para excitar, para movilizar a las masas no hacia un ideal de justicia y paz, sino hacia el disfrute de sentirse en el lado correcto de la historia, el disfrute de la destrucción del enemigo humillado y aniquilado.

 

Éste es un túnel sin salida, una mezcla explosiva. Y, en cambio, sería necesario un esfuerzo colectivo extremo. Creo que fue el Cardenal Carlo Maria Martini el que lo advirtió en su momento: «Si cada pueblo solo mira su propio dolor, entonces siempre prevalecerá la razón del resentimiento, de la represalia, de la venganza».


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La educación en la humildad y en el sentido del ridículo del orgullo y la soberbia.

La educación en la humildad y en el sentido del ridículo del orgullo y la soberbia

Cuanto más grande seas, más humilde serás,

y encontrarás gracia ante el Señor.

Muchos son los hombres orgullosos y soberbios,

pero a los mansos Dios les revela sus secretos.

Porque grande es el poder del Señor,

y por los humildes es glorificado.

No hay remedio para la miserable condición del soberbio,

porque en él está arraigada la planta del mal 

(Eclesiástico 3,18-21.30) 

Estas palabras del Eclesiástico son palabras que encuentran un amplio eco en los discursos y gestos de Jesús recogidos en los evangelios. 

Pero son palabras que, en apariencia, también suenan decididamente anticuadas. En la dolorosa coyuntura histórica que estamos viviendo, parece que el consenso de las masas se siente extremadamente atraído por la ostentación de la soberbia. 

Asistimos a diario a exhibiciones de soberbia, orgullo y vanagloria que superan toda medida del sentido del ridículo, por parte de quienes se complacen en tener en sus manos el destino del mundo. 

Pero todo esto, en lugar de generar perplejidad, parece aumentar el consenso de los partidarios y suscitar fascinación y admiración en muchos interlocutores, entre ellos jefes de gobierno, de los que no siempre es fácil entender si lo son o lo fingen. 

En un mundo que corre el riesgo de perder el sentido de lo «ridículo de la soberbia», ¿es aún posible educar en la humildad? 

Porque esa es la cuestión. No se trata solo de vivir según las virtudes, si queremos que la humanidad tenga un futuro. Se trata de educar, es decir, de transmitir a las nuevas generaciones las cosas más valiosas que hemos recibido. La humildad es una de ellas, y desde luego no la menos importante. 

A lo largo de la historia, los cristianos siempre han tenido que enfrentarse a este reto. 

La soberbia siempre ha tenido su encanto y una perversa capacidad de presentarse bajo la apariencia de virtud. Pero nuestros antepasados cristianos, a menudo, supieron encontrar correctivos eficaces al encanto de la arrogancia. 

Por ejemplo, en un contexto histórico como el de la Florencia del siglo XIV, atravesada por dramáticos conflictos generados por intereses partidistas y cálculos económicos egoístas, pero también marcada por el contrapunto de una idealidad muy elevada, es significativo que, en la puerta sur del baptisterio florentino, realizada en bronce por Andrea Pisano, junto a la habitual representación de las siete virtudes fundamentales, tres teologales y cuatro cardinales, se haya añadido, como octava, precisamente la virtud de la humildad -representada con una antorcha encendida, como para subrayar su papel iluminador para el ejercicio de la vida virtuosa-. 

También hoy deberíamos encontrar el valor, y se necesita, para vivir la humildad y educar en ella, enseñando, por ejemplo, el gusto por la mesura; dejándonos iluminar también por la verdad objetiva de nuestras limitaciones y, por último, pero no por ello menos importante, aun siendo conscientes del carácter trágico de la actual coyuntura histórica, por el sentido del ridículo que, al fin y al cabo, es también sensibilidad estética. 

El sentido del ridículo y la humildad pueden encontrarse, de hecho, en la actitud de una sana auto-ironía (cuya práctica, por otra parte, creo que es uno de los indicadores más evidentes de la libertad del narcisismo), que hay que cultivar y enseñar. 

Creo, además, que la persona humilde es capaz no solo de auto-ironía, sino también de ironía hacia los soberbios. Se trata de una ironía que no es falta de caridad, sino percepción de la verdad o, mejor dicho, de la «no verdad» de la soberbia. Tener caridad, de hecho, no significa no denunciar el mal, sino, por el contrario, reconocerlo y desenmascararlo, sin cultivar el odio, y esto también es un gran desafío, hacia quienes lo cometen. 

Por supuesto, entiendo que no se puede reducir toda la educación en la humildad y la verdad a la mayéutica del sentido del ridículo. Pero podría ser un punto de partida para un compromiso que no es lícito ignorar. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Tres notas del pensamiento de San John Henry Newman.

Tres notas del pensamiento de San John Henry Newman

El 31 de julio, el Papa León XIV confirmó el dictamen favorable del Dicasterio para las Causas de los Santos sobre el título de Doctor de la Iglesia universal que se conferirá a San John Henry Newman (1801-1890). 

Durante el Concilio Vaticano II se hizo referencia a Newman, junto con el filósofo y teólogo Antonio Rosmini (1797-1855), como inspirador y «padre ausente» del Concilio. 

A este respecto, el filósofo católico Jean Guitton (1901-1999) había escrito: «Los grandes genios son profetas siempre dispuestos a iluminar los grandes acontecimientos, los cuales, a su vez, arrojan sobre los grandes genios una luz retrospectiva que les confiere un carácter profético. Es como la relación que existe entre Isaías y la pasión de Cristo, que se iluminan mutuamente: así, Newman ilumina con su presencia el Concilio y el Concilio justifica a Newman». 

Hay al menos como tres espacios conciliares en los que fue grande la influencia del pensamiento de John Henry Newman. 

El primero se refiere al concepto de libertad y al primado de la conciencia, el segundo a la definición de la posición del laicado y su función en la Iglesia, y el tercero al retorno del estudio teológico y la catequesis a la Biblia y a los Padres de la Iglesia. 

En cuanto a la relación entre conciencia y libertad me gusta recordar cómo John Henry Newman lo había expuesto en la famosa «Carta al duque de Norfolk», donde afirmaba que la conciencia no era el derecho a actuar a voluntad propia, sino la mensajera de Aquel que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, nos habla tras un velo y nos instruye y gobierna por medio de sus representantes. 

La conciencia —sostenía John Henry Newman— es el vicario original de Cristo. Y añadía: «Por temor a ser malinterpretado, debo repetir que cuando hablo de conciencia, me refiero a la conciencia entendida en su verdadero significado. Para tener derecho a oponerse a la autoridad suprema, aunque no infalible, del Papa, debe ser algo mucho mayor que esa infeliz falsificación que ahora se entiende popularmente». 

En cuanto a los laicos, me gusta recordar que ya en su ensayo histórico sobre el arrianismo, John Henry Newman había puesto de relieve cómo, frente al emperador y a la mayoría de los Obispos que habían adherido a la tesis de Arrio o que guardaban silencio, fueron los laicos, los simples fieles, los que mantuvieron firme la fe recta y permanecieron en la ortodoxia, asegurando con ello la fidelidad a la Iglesia. 

En su «Sobre la consulta de los fieles laicos en materia de fe» John Henry Newman explicaba cómo el Pueblo de Dios, todo el Pueblo de Dios y, por tanto, también los laicos, es sujeto de infalibilidad y cómo no solo es lícito, sino también obligatorio, escuchar a los laicos en materia de fe. 

Pasando al tercer espacio conciliar, la original doctrina de John Henry Newman sobre el desarrollo del dogma había puesto de relieve que la historia, la historia del hombre, en la que se ha manifestado la Revelación y se desarrolla la Historia de su Salvación, con las investigaciones y la experiencia humana, amplía y precisa el significado del dogma y amplía sus horizontes. 

La Escritura y la Tradición, que se han ido revelando a lo largo de la historia, han sido iluminadas por la Historia de la Iglesia, que forma parte, o mejor dicho, comprende la historia «profana», por así decirlo, a través del estudio, la meditación, la oración y el testimonio no solo de los Obispos y teólogos, sino también de todo el Pueblo de Dios. 

Ciertamente, puede considerarse un milagro intelectual que John Henry Newman hubiera comprendido y formulado esta ley de desarrollo de la Iglesia, a través y gracias a la historia, que es siempre, en su misterioso designio, la historia de Dios. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


La devoción eucarística: entre ingenuidad y responsabilidad.

La devoción eucarística: entre ingenuidad y responsabilidad

La figura del joven Carlo Acutis, que será canonizado el 7 de septiembre de 2025, me ofrece algunos motivos de reflexión. De algunos de ellos ya he reflexionado en otros momentos de mi blog. 

Entre ellos se encuentra, sin duda, una referencia a los «milagros eucarísticos» que marcaron su interés por la «presencia del Señor» entre los suyos, con la colección más amplia posible de este fenómeno particular, llamado precisamente «milagro eucarístico», en el que la presencia sustancial (siempre invisible e imperceptible por dogma) se hace visible y tangible (como sangre, como carne, como ...). 

Carlo Acutis, cuando alimentó este interés, tenía 13 y 14 años. La «exposición» de los milagros eucarísticos aparece así como una colección organizada por un niño con una fuerte demanda espiritual, pero con instrumentos de análisis y formas de cultura totalmente elementales y muy unilaterales: por eso poco contrastadas y sopesadas. 

Esto es válido para el joven Carlo Acutis, de forma clara. Y también debiera ser para la Asociación que apoyó su causa de beatificación tras su muerte y para la Congregación de los Santos que elaboró el proceso de beatificación y canonización. 

Sería injusto atribuir a Carlo Acutis intenciones «antijudías». Carlo Acutis ni siquiera era consciente de las raíces y las consecuencias antijudías de algunos de los llamados «milagros eucarísticos» que coleccionó con entusiasmo, sin plantearse muchas disquisiciones, ni ningún problema, sobre lo que coleccionaba. 

Dicho lo anterior, hasta puede ser no poco superficial el tratamiento de algunos episodios concretos que presentan objetivamente un componente antijudío, que no se puede superar simplemente omitiendo la identidad de los sujetos implicados en el asunto. Se trataría de un aspecto grave, que no puede dejar de señalarse y que habría merecido una mayor cautela, incluso con un discernimiento más preciso y consciente de los «casos de milagro». 

La inocente superficialidad que se puede perdonar, valga la expresión, a un joven de 14 años, que no posee los criterios para discernir adecuadamente en su pasión por la «colección» de milagros eucarísticos, no es aceptable en los adultos que lo acompañaron y luego reconstruyeron su vida y sus obras. 

Ciertamente, el camino inaugurado solemnemente por el documento ‘Nostra Aetate’ del Concilio Vaticano II (1965) no se ve en modo alguno cuestionado por la canonización de Carlo Acutis: la reconciliación con la tradición judía es una de las perlas preciosas del camino eclesial de los últimos 60 años. 

Más bien debería preocupar a la Iglesia católica el uso que los sectores tradicionalistas, que han tratado de construir en torno a ese joven, esa atmósfera de «santidad clásica», marcada por los rasgos de una cierta apologética clásica, retomando de manera acrítica los modelos modernos y medievales de la cultura católica, incluidos sus rasgos marcados por el antijudaísmo. 

Esta antigua lectura de la santidad, que la valora sobre todo por ser «contraria» (contraria a los protestantes, pero también a los no católicos y, por tanto, a cualquier otra religión), corre el riesgo de interpretar lo que Carlo Acutis concibió y estudió por fe sincera como una incitación a volver al pasado, a una negación del Concilio Vaticano II, a una restauración eclesial, a una reafirmación un tanto arrogante de la diversidad del cristianismo católico respecto a cualquier otra confesión cristiana y a cualquier otra religión. 

Cierto espíritu reaccionario, presente en ciertos sectores tradicionalistas, corre el riesgo de confundir la sana tradición católica y el Evangelio con el antijudaísmo. Pero esto es un grave error que un católico no debe volver a cometer. 

Entiendo ese riesgo real de malentendido no tiene que ver directamente con la figura y el perfil del joven Carlo Acutis sino con ciertas formas caricaturescas, forzadas, simplistas en las que ha podido ser presentado oficialmente y entendido. Hasta podría existir una responsabilidad institucional si ésta ha corrido el riesgo de alimentar malentendidos. 

El problema no es Carlo Acutis sino la forma en que su «pasión por la Eucaristía», al no haber sido adecuadamente educada ya en vida, se ha podido simplificar aún más y se ha podido volver obtusa por el tratamiento simplista con el que se propone la reflexión sobre los milagros eucarísticos. 

Hasta seguramente se puede afirmar que cierto uso antijudío de la figura de Carlo Acutis sería contrario a las intenciones del joven que será canonizado, que no tenía ningún elemento de antijudaísmo explícito en sus convicciones, salvo lo que repetía de una tradición, de la que solo captaba lo que la devoción y el sentimiento le sugerían de inmediato, sin ningún estudio histórico ni teológico. El propio Carlo Acutis podría ser víctima de las lecturas antijudías que se propusieran en el ámbito católico a partir de su testimonio. 

Sin embargo, cierta apologética de los «milagros eucarísticos» hasta se podría convertir en un problema objetivo para una Iglesia del siglo XXI. 

Una versión caricaturesca y tergiversada de la propia identidad eucarística de la Iglesia, sin hacer el discernimiento adecuado de su propia historia, no ayudaría a distinguir bien las tradiciones sanas de las tradiciones enfermas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

In memoriam.

In memoriam 

Es una imagen imposible de olvidar. 

Fue hace diez años, pero parece como si hubiera sido tomada ayer. Era el 2 de septiembre de 2015. En la playa de Bodrum, Turquía, se encontró el cuerpo de Alan Kurdi, con una camiseta roja y unos pantalones cortos azules, boca abajo en la arena. 

Tenía 3 años, era originario de Kobane y había partido con su familia durante la noche a bordo de una lancha neumática abarrotada con destino a la isla griega de Cos. Su padre había pagado más de 5000 dólares por ese viaje de pocos minutos. 

En estos diez años, desde el 2 de septiembre de 2015 de entonces hasta el 2 de septiembre de 2025, se han registrado 28.000 víctimas en naufragios en las diferentes rutas migratorias del Mediterráneo, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). De estas víctimas, unas 3.500 son niños. 

Quién sabe si es por el doloroso recuerdo de Alan Kurdi que, hoy en día, cuando se informa del número diario de víctimas de las guerras de Ucrania y Gaza, se especifica el número de niños. Los niños, por lo tanto, disfrutan de este extraño privilegio: ser una categoría aparte, ser considerados víctimas especiales, de alguna manera. 

Pero, pensándolo bien, realmente lo son. Morir en la guerra siempre es absurdo. No hay razones que puedan justificar las masacres diarias. 

Sin embargo, para los adultos siempre se encuentra alguna razón, sobre todo si se trata de soldados, que cumplen con su deber: se sabe que ese es el riesgo que deben correr. Además, un adulto ya ha recorrido un buen trecho de su vida y se puede pensar que ha tenido tiempo de desarrollar alguna forma de connivencia con la violencia de los adultos. Para vivir hay que abrirse paso a codazos. 

Pero un niño... Es un escándalo inaceptable: para un niño que muere por la guerra no existe ningún tipo de equilibrio: ha sufrido toda la violencia posible y no ha cometido ninguna. 

Quizás por eso todavía recordamos a Alan Kurdi. Y quizás por eso nos sentimos obligados a citar al menos el número de niños que siguen muriendo cada día. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

martes, 2 de septiembre de 2025

Jesucristo nos precede en Gaza.

Jesucristo nos precede en Gaza

Hace ya tiempo escribí una reflexión sobre el magisterio gestual del Papa Francisco (https://kristaualternatiba.blogspot.com/2025/01/el-magisterio-gestual-del-papa-francisco.html), y durante mucho tiempo me pregunté por qué el Papa Francisco llamaba cada día a Gaza. Por supuesto, me decía a mí mismo, para hacer presente y acompañar, para estar allí, para consolar, para compartir la prueba, para llevar de la manera más visible la presencia de la Iglesia …

 

Pero en aquel anciano Papa que, en el lecho de muerte, hablaba cada día con este enorme campo de exterminio donde se está produciendo un genocidio —un genocidio perpetrado también por los Estados occidentales (algunos de los cuales de tradición cristiana)— había tal vez algo más.

 

Y creo que era esto: el Papa Francisco sentía que Dios está en Gaza. No solo en la parroquia de Gaza, que quede claro. En todo ese pueblo, sin distinción de fe o pertenencia. En esa tierra que conoció los pies de la Sagrada Familia que huía a Egipto: perseguida, también entonces, por una masacre de niños. Dios —lo sabemos— está en todas partes, cada cuerpo humano es Templo de Dios.

 

Pero mientras el Occidente rico y poderoso atraviesa una larga noche de Dios, mientras Dios parece no encontrarse ni siquiera en nuestras Iglesias, en Gaza, con toda evidencia, Dios está presente. En la pasión y muerte de Gaza está el Dios de los vivos. El Dios juez justo. El príncipe de la paz.

 

«Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén el espíritu de gracia y de súplica; ellos mirarán hacia mí, hacia aquel a quien han traspasado, y lo llorarán como se llora a un hijo único, y lo llorarán amargamente como se llora amargamente a un primogénito».

 

Las palabras del Eterno en el profeta Zacarías 12, y las palabras que Juan refiere a Jesús en la cruz, parecen la explicación más profunda de la mirada del Papa Francisco, y de nuestra mirada, que no podemos apartar de Gaza, la que se está desangrando bajo la masacre: «pondrán sus ojos en aquel a quien traspasaron».

 

A estas alturas, uno ya ha entendido, así lo creo y espero, que no puede haber neutralidad ante un genocidio. O se es cómplice, o se elige la verdad. Y hoy, la verdad grita desde los escombros de Gaza. Decenas de miles de muertos, niños mutilados en cuerpo y alma, hospitales destruidos, familias borradas ... Todo esto ocurre en el silencio —o en la complicidad— de muchos poderes, incluso religiosos.

 

Me temo que ya no basta con decir «oremos». No basta con condenar con un siempre lenguaje diplomático -por aquello de no levantar suspicacias - «la violencia en general». ¿Dónde estamos nosotros, mientras un pueblo es aniquilado? ¿Dónde están nuestras comunidades, nuestras diócesis? ¿Dónde están las palabras proféticas? ¿Dónde están los gestos concretos? Por el momento, me parece, no existe ninguna una movilización total de la Iglesia en el mundo.

 

La mirada creyente se eleva hacia Aquel a quien hemos traspasado. Y estas palabras tienen un sentido espiritual: debemos convertirnos. ¡Convertirnos a Gaza! La mirada hacia Aquel a quien hemos traspasado es una mirada de conversión. La mirada hacia Gaza es una mirada de conversión. Una mirada de metanoia: de cambio total de nuestras convicciones profundas, de nuestras prioridades, de nuestra forma de sentir y ver. Gaza es el margen, la piedra descartada por el constructor, la piedra de tropiezo. Jesucristo está en Gaza.

 

Gustavo Gutiérrez escribía en su Teología de la liberación:

 

«Una espiritualidad de la liberación se centrará en la conversión al prójimo, al hombre oprimido, a la clase social explotada, a la raza despreciada, al país dominado. Nuestra conversión al Señor pasa por este movimiento. […] Convertirse es saber y experimentar que, contrariamente a las leyes de la física, solo se está de pie, según el Evangelio, cuando nuestro centro de gravedad cae fuera de nosotros».

 

Nuestro centro de gravedad no está en San Pedro (Roma) sino en Gaza. Por eso el Papa Francisco, guiado por el Espíritu de profecía, llamaba a Gaza; quería hacerse presente en Gaza; no estar separado de Gaza.

 

No hablar de Gaza, en tiempo oportuno y en tiempo inoportuno (por usar las palabras de San Pablo), no estar continuamente en Gaza con el corazón, no desear ir a Gaza significa pecar contra la esperanza: es decir, adaptarse a la lógica del mundo tal como es.

 

Si los cristianos tenemos esperanza, entonces debemos predicar que el Resucitado es enemigo del genocidio del pueblo palestino: es irreductible a este escándalo de una muerte violenta infligida por los poderosos a los indefensos, a esta matanza masiva, a este triunfo satánico del mal. «No es tanto el pecado lo que nos lleva a la perdición, decía Juan Crisóstomo, sino más bien la falta de esperanza».

 

Por eso, creo, el Papa Francisco llamaba a Gaza todos los días. Es en esta inquietud donde sentimos el susurro del Espíritu. No en el trueno, ni en el fuego, sino en el susurro de un viento casi imperceptible. Como la voz de Gaza, cada vez más débil: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». El Papa Francisco quería ir a Gaza. Tal vez lo hubiera hecho, pero murió y tal vez su muerte fue la que permitió ir a Gaza en la plenitud de la comunión de una pasión compartida.

 

En este movimiento hacia Gaza, en este movimiento extremo, en esta conversión a Gaza, veo una figura poderosa de la Iglesia: de una Iglesia que rechaza la estabilidad y la seguridad. De una Iglesia migrante. Al fin y al cabo en la prehistoria de nuestra fe también nosotros decimos aquello de «mi padre fue un arameo errante…» (Deuteronomio 26, 5).

 

Esta Iglesia migrante, este Pueblo de Dios que asume la forma del migrante puede poner los ojos fijos en Aquél «despreciado y abandonado por los hombres, hombre de dolores, familiarizado con el sufrimiento, semejante a aquel ante quien todos ocultan su rostro» (Isaías 53, 3).

 

O la Iglesia migrante está en camino hacia Gaza, o no es la Iglesia del Señor Jesús. O esta Iglesia es capaz de esperanza saliendo de la ciudad estable del poder occidental y del privilegio colonial, y va hacia Gaza, o no es la Iglesia del Reino. O esta Iglesia es capaz de esperanza viendo dónde nos precede Jesús, o no es la Iglesia del Año de Gracia.

 

En el infierno de Gaza, la esperanza posible es ese Dios «que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no son» (Romanos 4, 17). La esperanza en un nuevo comienzo, trascendental, escatológico: «He aquí, yo hago nuevas todas las cosas» (Apocalipsis 21, 5).

 

En Gaza puede renacer una humanidad que se reconoce postrada en el sufrimiento, alejada del poder, acostumbrada a los márgenes. En Gaza, donde hoy se consuma y se resume una buena parte del mal del mundo, donde el mal perpetrado también en nombre de Dios y en nombre de los valores y las raíces religiosas y sagradas parece borrar incluso la posibilidad de Dios.

 

Precisamente en Gaza hay esperanza de un nuevo comienzo, de un nacimiento trascendental: la esperanza de una Iglesia de Jesucristo que no se adapte al genocidio, que sufra, que contradiga, que grite. La esperanza de una Iglesia que se convierta en Gaza, liberándose de todo colonialismo, de toda forma de dominio y de poder humanos, de toda diplomacia y respeto inhumanos. Una Iglesia que, como soñaba el Papa Francisco, quiere ir a Gaza. Poner allí, fuera, en el margen, en la periferia, y no dentro de sí misma, su centro de gravedad. Una Iglesia que tenga el valor de mirar a Gaza: «Levantarán los ojos hacia Aquel a quien han traspasado».


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

Perdidos y salvados -Lucas 23, 35-43-.

Perdidos y salvados -Lucas 23, 35-43- 

Necesitamos salvación. Yo necesito salvación, urgentemente. 

Necesito una solución, alguien que me ayude a poner orden en mi caos interior, alguien que intervenga en la Historia, que haga justicia, que convenza de la paz. 

Necesitamos un salvador. Urgentemente. 

Y lo buscamos con ansiedad, estamos dispuestos a escuchar las sirenas de quienes proponen soluciones definitivas. Lo esperamos con la esperanza de que haya un político, un empresario, un hombre del espectáculo, un gurú, alguien, ¡cualquiera!, capaz de sacarnos de la oscuridad. Estamos dispuestos a todo, siempre y cuando lo hagan ellos, siempre y cuando lo haga él. 

Solo que, a menudo, buscamos salvadores sin admitir que estamos perdidos. 

Salvadores baratos, digamos, ellos salvan, nos salvan, nosotros nos sentamos a mirar (pero dispuestos a dar las gracias, en caso de que sea necesario). No, realmente no nos sentimos perdidos. Confusos sí, pero no perdidos. 

Tememos la desesperación, nos horroriza lo absurdo. 

Sin admitir que estamos perdidos, asustados por la seriedad de la vida, por la inevitabilidad de la existencia, sin admitir, simplemente, que no tienen todas las respuestas en nosotros, que solos no podemos hacerlo, que la respuesta al sentido y a la felicidad, aunque nos necesita, se encuentra fuera de nosotros, ya no sabemos qué es la salvación. 

Y en el último Domingo del Año Litúrgico, la Palabra todavía tiene algo que decir, una indicación fuerte, desestabilizadora, inesperada, dirigida a los buscadores de la salvación, en la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Un título un poco pomposo, quizás anticuado, pero que proclama con fuerza lo que los discípulos han experimentado: Jesús es la respuesta a toda búsqueda, y el mundo no se precipita hacia el caos, sino hacia sus brazos. 

Jesús es la salvación, la única salvación, mi salvación. 

La tuya, si quieres. 

¿Eres tú rey? 

¿Eres tú rey? (Jn 18,34), pregunta un procurador desconcertado al fugitivo que le han traído para ser juzgado y crucificado. El desencantado y sin prejuicios Pilato no da crédito a sus ojos: ¿qué peligro puede representar ese desvanecido que tiene ante sí? Sin embargo, si el Sanedrín se ha humillado pidiéndole un favor, debe haber algo oculto... 

¿Eres tú rey? Nos lo preguntamos ante la cruz: ante el más derrotado de los derrotados, el más frágil de los frágiles. Un rey sin trono y sin cetro, colgado desnudo en una cruz, un rey que necesita un cartel para ser identificado. No un rey triunfante, no un Dios todopoderoso, sino un hombre desnudo, expuesto, desfigurado, herido, rendido, derrotado. 

Una derrota que, para Él, para Dios, es la señal definitiva e inequívoca de la entrega de sí mismo. 

Un Dios derrotado por amor, un Dios que, inesperadamente, manifiesta su grandeza en el amor y el perdón. Dios, él sí, se pone en juego, se descubre, se revela, se entrega. 

He aquí a Dios, aquí está, colgado. He aquí al salvador. Desnudo. 

Sálvate a ti mismo 

El Evangelio de hoy, que dice en qué sentido Cristo es rey, da escalofríos. 

Jesús está colgado, agonizando. A su alrededor, la multitud que pocas horas antes pedía con fuerza su muerte, calla, consternada. 

Pocos hablan, los sacerdotes, los soldados romanos paganos y uno de los ladrones, y repiten el mismo mantra: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. 

¿Quieres que te creamos? (Después de crucificarlo), demuestra que eres lo que dices bajando de la cruz y salvándote. Sálvate a ti mismo y te creeremos. 

Exacto. Eso es exactamente lo que pensamos de Dios. 

Dios es Dios porque solo piensa en sí mismo. Porque no se preocupa por los demás, porque no tiene reparos morales ni se siente culpable. Depender de los demás es un signo de debilidad. 

El poderoso, tal y como lo imaginamos (Dios, el multimillonario, el descarado, lo que sea), es aquel que se salva a sí mismo, que puede permitirse pensar solo en sí mismo, que tiene los medios para estar satisfecho, sin necesidad de los demás. 

Dios es lo que nosotros no podemos permitirnos ser, el más poderoso de los poderosos, que puede todo, que no necesita nada ni a nadie, ¡dichoso él! 

Para demostrar que es verdaderamente Dios, Jesús debe salvarse a sí mismo, porque para muchos, todavía, Dios es el Supremo egoísta que se basta a sí mismo, bendito en su perfecta, aséptica e imperecedera soledad. 

No es así. 

Nuestro Dios no se salva a sí mismo, nos salva a nosotros, me salva a mí. 

Dios se realiza a sí mismo dándose, relacionándose, abriéndose a mí, a nosotros. 

Esta es su realeza. Dios es rey porque salva a los demás, a nosotros, no a sí mismo. 

Ladrones y salteadores 

Los dos ladrones son como nosotros; el primero desafía a Dios, lo pone a prueba: si existes, sácame de la cruz, libérame de este sufrimiento, sálvate a ti mismo (¡otra vez!) y a nosotros, y a mí. Concibe a Dios como un rey al que someterse, pero solo lo reconoce como rey si Dios se somete a él. No admite sus responsabilidades, no es lo suficientemente maduro para releer su vida, intenta dar un golpe. Su petición no es amorosa: rezuma mezquindad y egoísmo, servilismo y desafío. Como, a menudo, lo son nuestra fe y nuestra oración. ¿Qué gano si creo? 

El otro ladrón, en cambio, solo está asombrado. 

No puede comprender lo que está sucediendo: Dios está allí compartiendo con él el sufrimiento. Un sufrimiento consecuencia de sus elecciones, las suyas. Inocente y puro, el de Dios. 

Admite haberse perdido, por lo que es salvado. 

Un ladrón bueno, dice la tradición, en el sentido de hábil, añado yo: ha dado el golpe más espectacular de su vida, ha robado el paraíso. 

He aquí el icono del discípulo: aquel que se da cuenta de que el verdadero rostro de Dios es la compasión y que el verdadero rostro del hombre es la ternura y el perdón. En el sufrimiento podemos caer en la desesperación o a los pies de la cruz y confesar: verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios. 

He aquí tu rey, Israel. 

He aquí tu rey, discípulos del Señor, llamados a construir la profecía de un mundo nuevo y reconciliado que es la Iglesia. Un rey humilde, entregado, pacificado, versado. 

Tiemblo, aturdido. 

¿Realmente quiero un Dios así? ¿Un Dios débil que está del lado de los débiles? ¿Es este, realmente, el Dios que quiero? No, prefiero un Dios poderoso que resuelva mis problemas y estoy dispuesto a agotar mis oraciones para convencerlo. 

He aquí la última provocación que nos ofrece la liturgia al final de nuestro camino: ¿de qué Dios queremos ser discípulos? ¿De qué rey queremos ser súbditos? 

Por favor, no demos respuestas precipitadas, porque si no, tendremos que convertirnos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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