martes, 30 de septiembre de 2025

Transformaos en nuevas criaturas: aprended a ser cristianos.

Transformaos en nuevas criaturas: aprended a ser cristianos

¿Quién es el cristiano, más allá de una definición fácil?

 

La ocasión la brinda, por ejemplo, la lectura de la Carta a los Romanos cuando, al comienzo de la parte parenética, se dice: «No os conforméis a la mentalidad de este mundo, sino transformaos renovando vuestra mente, para poder discernir la voluntad de Dios» (Rom 12, 2).

 

El término que centra la atención es el imperativo «transformaos», que da la sensación de una profunda renovación, lo que implica, al mismo tiempo, una actitud crítica hacia la lógica del mundo.

 

A este respecto, es significativa la frase de Dietrich Bonhoeffer, citada en tantas ocasiones y que, respondiendo a un amigo que le preguntaba qué quería ser, contestaba: «Me gustaría aprender a ser cristiano». No «ser cristiano», sino «convertirse».

 

Sí, porque no se es cristiano por naturaleza, el ‘naturaliter cristianus de Tertuliano. Más bien se intenta llegar a serlo mediante una operación de renovación, nunca definitivamente concluida, y esto nos obliga a romper con el conformismo no solo mundano, sino también teológico, de un cristianismo como un dato adquirido, casi como si se tratara de un automatismo, como si fuera algo obvio.

 

Pero, es cierto lo contrario, porque el cristiano es un creyente siempre en construcción. Vive en un estado de proceso la plenitud y, al mismo tiempo, el carácter incompleto, el tesoro y el vaso de barro que lo contiene, el tesoro y el campo donde está enterrado, la experiencia cotidiana y la esperanza, vive en este mundo, pero iluminado por el más allá.


Es necesario llegar a una experiencia de metamorfosis, como escribe San Pablo en la segunda Carta a los Corintios: «... Todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esa misma imagen de gloria en gloria» (2 Cor 3,18).

 

Un dinamismo transformador dentro del misterio de Jesucristo con el esfuerzo de convertirse en «nueva criatura». «Quien está en Cristo es una nueva criatura. Las cosas viejas han pasado. He aquí que han nacido cosas nuevas» (2 Cor 5,17).

 

«Nueva», capaz de mirar de manera libre y profética el yo, los demás, las cosas, el mundo, con la libertad de quien no se ha sedimentado en presuntas certezas, sino que tiene el valor de expresar lo inédito de Jesús en la cotidianidad de su existencia.

 

Hay una puerta que hay que atravesar y que exige un cambio continuo, renunciando a la propia justificación y también a la tentación de cristalizarse en un personaje, aunque sea un mártir, un héroe, un santo.

 

El profeta Jeremías se siente interpelado provocativamente por el Santo de Israel: «¿Y tú buscas grandes cosas para ti?» (Jer 45,5).

Hay que custodiar el deseo de cambiar – lo podemos llamar ‘conversión’ -, para luego dejar que se produzca un «seno» libre de uno mismo, un seno capaz de generar con ese deseo que atraviesa toda la vida, porque hemos sido conquistados por Él.

 

San Pablo, hablando de sí mismo después del acontecimiento del camino a Damasco, se define como «uno que ha sido atrapado por Cristo» y que, precisamente por eso, no deja de correr para «ganar el premio», el mismo Cristo.

 

Esta es una imagen poderosa del cristiano.

 

No ascetismo, ni esfuerzo intelectual, aunque ambos son importantes, sino ante todo una práctica de vida, que significa ser fieles a la tierra, vivir plenamente la humanidad, interrogarnos sobre el sentido de estar en el mundo: cómo ser responsables de este pedazo de tierra que se nos ha dado, cómo ocuparnos de los demás sin oprimirlos ni negarlos, cómo dar testimonio de la verdad, el derecho y la justicia.

 

Por último, cómo «permanecer» anclados a la tierra, sin ser fagocitados por esa «pleonexia» - avaricia/codicia - que San Pablo define como idolatría.

 

Fundamental, para quien quiere «aprender a ser cristiano», es seguir a Jesús, el Cristo de Dios, como aquellos que lo venden todo porque han encontrado la perla preciosa, el Reino de los cielos, hacia el que el mundo no muestra ninguna inclinación.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

¿De verdad será posible una buena política?

¿De verdad será posible una buena política?


La comunicación, a cualquier nivel y desde cualquier ámbito político actual, convierte cualquier tema en tóxico. Ya se trate del genocidio del pueblo palestino, del asesinato de un estadounidense en un campus universitario o del asunto de la Señora Begoña Gómez,..., el énfasis y los contenidos son siempre los mismos: una forma repetitiva de plantear conjeturas infestadas se propaga como una avalancha en los periódicos, las redes sociales, los programas de televisión e incluso en los telediarios, donde cada noticia, incluso la más hermética, debería estar libre de cualquier interpretación perniciosa.

 

Se predica la democracia del debate y del diálogo utilizando palabras y empleando actitudes contrarias a todo sentido democrático del debate y del diálogo educados, de una manera que ofende el principio mismo del respeto democrático


No sirve de nada andarse con rodeos: hace años que la política se ha conformado como una disciplina en la que el razonamiento lineal ya no es indispensable para tomar posiciones y asumir responsabilidades, decretando una especie de cretinismo institucional, siempre impregnado de esa astucia que distingue la deshonestidad de todos los tiempos, que en la más total confusión e incapacidad gestiona un poder fin en sí mismo, para proteger intereses particulares y nunca colectivos.

 

Me pregunto si, en el momento histórico que estamos viviendo, existen posibilidades de reaccionar eficazmente para evitar sucumbir al sentimiento de una impotencia definitiva. En otras palabras, ¿somos realmente capaces y estamos en condiciones de producir acciones que vayan en la dirección de nuestros deseos? ¿Cómo podemos sentirnos de alguna manera esperanzados y tener un mínimo de certeza de que el país en el que vivimos no está destinado a lo peor, si, más o menos a diario, el debate público está en manos de políticos que apenas logran conectar una frase con otra, pero que, en cambio, se desenvuelven bien a la hora de comunicar resentimiento y desprecio hacia quienes no comparten su misma posición ideológica?

 

En torno a los hechos de actualidad se puede razonar esgrimiendo más razones y menos emociones y sentimientos de pertenencia. Argumentar en la complejidad de las ramificaciones temáticas y sobre la inhumanidad imperante en nuestros días, sin correr el riesgo de recurrir a lugares comunes y trillados, a eslóganes simplistas, a frases hechas, y a convicciones populistas del gusto de la grada, requiere una compostura léxica y un rigor intelectual, también ético, a los que no es fácil acceder, y que solo los políticos respetuosos con la lógica del método pueden alcanzar.


El enfrentamiento instrumentalizado con fines políticos es una estrategia que explota los sentimientos negativos —miedo, resentimiento, rencor— para manipular la opinión pública y consolidar un consenso interesado y parcial. Este mecanismo divide a la sociedad en un «nosotros» y un «ellos», identificando un enemigo común, real o imaginario, sobre el que descargar las frustraciones colectivas. 


Un método antiguo, recurrente a lo largo de la historia, que acaba convirtiendo la política en esclava de la crispación. Un camino cuesta abajo, y sin frenos, fácil de recorrer alimentando instintos primarios, pero imposible de invertir: una vez liberados, los espíritus de la bronca… estos escapan al control.

 

Los horrores del siglo XX desde los campos de exterminio nazis hasta los gulags estalinistas, deberían enseñarnos que el enfrentamiento sembrado y cultivado a lo largo del tiempo acaba generando, antes o después, desde disturbados hasta, en el extremo, monstruos. Pero, visto lo visto en el primer cuarto del presente siglo, por el momento no hemos aprendido...

 

Las etapas de esta estrategia tóxica siguen un guion muy preciso


Se comienza con la creación del enemigo: se pinta a alguien como amenaza para la comunidad. La sociedad se divide en dos frentes opuestos, exagerando las diferencias y borrando lo que es común. Esto implica la simplificación del discurso, con eslóganes emotivos que alimentan ansiedades y miedos, amplificados a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Así se construye el marco ideal para justificar juicios simplistas y soluciones simplonas.

 

Una vez puesta en marcha, la máquina de la crispación se trata de erosionar el diálogo democrático hasta reventarlo, sustituyendo la cooperación por la confrontación. El otro, ahora reducido a enemigo, es representado como un peligro para la identidad cultural, para la estabilidad económica, para la seguridad nacional, para el bienestar social, para el progreso,…, para lo que sea. Hasta el punto de ser deshumanizado, privado de su dignidad humana y convertido en un objetivo «legítimo».


La incitación a la crispación abre el camino a agresiones verbales y a discriminaciones sistemáticas. Las sociedades democráticas llevan varios años deslizándose por esta pendiente. Entiendo que seguramente aún no hemos llegado a un salto de nivel porque siempre es posible todavía el más difícil o lo peor. Cierta palabras se utilizan no solo en las redes sociales, sino también por políticos, normalizando un lenguaje que antes estaba confinado a los grupos más extremistas que se situaban fuera de la lógica de la democracia.

 

Pero, ¿de dónde surge todo esta crispación? 


He leído que la investigación neurocientífica ha demostrado que el cerebro humano registra una alteración fisiológica ante rostros percibidos como «ajenos» a su propio grupo. 


En la base hay, por tanto, un estímulo ancestral: un mecanismo cognitivo que, a partir de nuestra tendencia a categorizar, distingue lo afín de lo extraño, lo similar de lo diferente. El problema es la elaboración de ese estímulo que va cada vez más en la dirección de la crispación y del enfrentamiento.

 

Nos encontramos, quizás, en un momento en el que importantes sectores de las instituciones van en esta dirección. Esto se debe a la combinación de la lucha política e ideológica que se libra desde hace años con la pérdida de empatía que caracteriza a las sociedades contemporáneas. 


El resultado es que nos encontramos a merced de una oscilación de una polaridad a otra: tras la utopía de una democracia real (no meramente el escaparate nominal de democracia), hoy nos encontramos en medio de una caricatura y deriva que exalta la crispación y el enfrentamiento.

 

Para romper el círculo vicioso de esa crispación armada y enfrentada no se necesitan nuevas ideologías, sino recuperar una «razón crítica» capaz de reconocer la complejidad de los problemas a los que nos enfrentamos


Problemas que requieren, por ejemplo y entre otras cosas, tiempo, paciencia, solidaridad y justicia. Es necesario comprender la utilidad del debate de las ideas legítimamente propias pero que también han de ser porosas y capaces de permitir el encuentro, el intercambio y la riqueza de las ideas igualmente legítimas de los otros y de otras perspectivas y posiciones. 


Es necesario valorar la diversidad, desarrollando la capacidad humana de dialogar, como condición para una relación que se confronte sin anularse, preservando las especificidades de las propias perspectivas, visiones y opiniones. Es necesario buscar vías aquella templanza basadas en la lógica de los argumentos (y no de las emociones viscerales).


El retorno de la crispación política ya no es una abstracción sino un hecho con el que es necesario confrontarse


Las imágenes de ayer y las de hoy nos recuerdan que la crispación puede y suele comenzar con una palabra. Contrarrestar esa crispación requiere una vigilancia activa, una educación en la complejidad y el valor de defender una verdad hoy incómoda: el debate y el diálogo se construye bajando la voz y reforzando el argumento, no haciendo de la palabra un arma arrojadiza, no descalificando al otro.

 

No pocas veces hemos escuchado, procedente de diversos frentes, un llamamiento al retorno de la «buena política», una expresión tan fascinante como vaga y, por lo tanto, muy querida por los profesionales del sermón moralista, que siempre resulta útil para llenar alguna página dominical, regalando a los lectores la consoladora ilusión de que alguien sigue velando con autoridad por sus vidas, que de otro modo quedarían a merced del azar de una política en plena síndrome disociativa.

 

De hecho, sin embargo, basta con leer para darse cuenta de que esta idea de la bella política no es más que una re-edición pseudo-intelectual de la vieja manta demasiado corta que cada uno intenta ajustar según sus propias necesidades o ambiciones, naturalmente pequeñas, que siempre se refieren a un área ideológica limitada y, por lo tanto, carecen por completo de la amplitud de miras y la visión objetiva de las cosas que requeriría la elaboración de tal concepto.

 

Porque el estrabismo intelectual que siempre ha condicionado y limitado el destino de cualquier construcción del pensamiento intentada en nuestro país produce como único resultado una lectura parcial de la realidad. Incluso, peor aún, instrumental, que en lugar de contribuir a la solución de problemas objetivos, solo consigue el pésimo resultado de alimentar el fuego de la polémica ideológica y agravar los tonos de la eterna crispación, y consiguiente pelea en curso, entre facciones opuestas.


Pero también me surge la sospecha de que tanto derroche de bonitas palabras es un intento de distracción operado conscientemente en detrimento de la lectura y el análisis de la realidad, que cada día adquiere aspectos cada vez más inquietantes, hasta el punto de hacernos creer realmente que este país ya no tiene ninguna esperanza de redención y solo debe dejarse a la deriva hasta encallar definitivamente en los arrecifes de un país de fútbol, pandereta y turismo.

 

Porque, en lugar de soñar con una buena política, deberíamos mirar con implacable franqueza lo que tenemos delante, el devastador resultado de casi cincuenta años de un bipolarismo infantil que ha intoxicado el alma de este país, paralizándola en un estancamiento solo aparentemente movido por enfrentamientos tribales, cada vez más pueriles y totalmente estériles, donde la esquizofrénica superposición de posiciones individuales se recompone a diario en compromisos cada vez más precarios, pero sobre todo abstractos, determinados por lógicas de interés y de poder totalmente ajenas a la realidad.

 

Habría que reflexionar, de forma abierta, honesta y constructiva, sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Quizás algún día podamos volver a preguntarnos positivamente sobre la "buena política" y desafiarnos intelectualmente para llenar esta expresión vacía de conceptos significativos, pero ahora es con la mala política con la que tenemos que lidiar, mirándola a la cara, sin caretas, y tratar de hacerle frente para detenerla antes de que nos arrastre definitivamente al fondo.

 

Leo por ahí que no es tiempo de palabras, sino de hechos, y que Dios salve a este país de los intelectuales, un lujo que ya no podemos permitirnos cultivar, dados aquellos resultados producidos por estos maestros del pensamiento de todos los colores, buenos solo para defender los intereses de su propio bando y vivir de una cómoda renta de la posición ganada.

 

Dicho con otras palabras, a lo mejor es hora de ensuciarnos las manos con la batalla política, la verdadera, porque nadie más que nosotros luchará jamás por devolvernos la plenitud de nuestro papel como ciudadanos, que ha sido vaciado de todo significado, y por restaurar una democracia sustancial, que es lo que realmente necesitamos


La buena política debe partir de la ciudadanía, de  nosotros mismos, y ser una conquista moral, solo así podrá convertirse realmente en un instrumento de buen gobierno y una garantía de estabilidad social para todos nosotros.


También porque si esperamos algo más del 'circo' en el que se han convertido y se siguen convirtiendo los debates en Parlamento y Senado... ¡vamos dados!


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La acogida es vida que sostiene la vida.

La acogida es vida que sostiene la vida

«La casa de Abraham estaba abierta a todos los seres humanos, a los viajeros y a los repatriados, y cada día llegaba alguien para comer y beber en su mesa. A los hambrientos les daba pan, y el huésped comía, bebía y se saciaba. A quienes llegaban desnudos a su casa, él los vestía y aprendía a reconocer a Dios, el creador de todas las cosas».

 

Así lo cuenta un espléndido Midrash sobre Abraham, paradigma de la figura hospitalaria. Se hace eco del capítulo 18 del libro del Génesis, donde el Patriarca, en las horas más calurosas del día, acoge a los tres hombres que se presentan en su tienda.

 

Mantener la puerta de la propia casa abierta es, por tanto, la primera característica del yo hospitalario.

 

Un texto rabínico se pregunta por qué, en las horas más calurosas del día, Abraham se sentaba a la entrada de la tienda y no se encontraba, más bien, en su interior para protegerse del calor. Y la respuesta es: para estar alerta y vigilar, de modo que, al ver a alguien desde lejos, pudiera invitarlo inmediatamente a su tienda, ofreciéndole refugio lo antes posible.

 

Espléndida parábola de quien, velando, despierta del letargo del yo que descansa en sí mismo y vela por el otro. De quien sabe que no existe el «yo» sin el «tú», que no hay identidad (¡ni siquiera la cristiana!) sin relación.

 

No en vano, otro texto rabínico se pregunta por el número de entradas o puertas de la tienda de Abraham y responde que eran cuatro, correspondientes a los cuatro puntos cardinales, para que los

 

Hospitalario es el sujeto cuya «casa ya no es el lugar donde vive encerrado en la relación de sí mismo con sí mismo sino el espacio que, abierto por el otro, se abre al otro y en cuyas puertas las llaves ya no son instrumentos que cierran sino instrumentos que abren.


 

La experiencia nos enseña que cuando un pueblo entero o una sola persona se encuentra en una situación de gran bienestar, corre el peligro no solo de olvidar su propia historia, sino también de no comprender a quienes se encuentran en necesidad.

 

Este es también el sentido de las prescripciones que Moisés, en nombre del Señor, da al Pueblo de Israel que se dispone a entrar en la tierra prometida «donde mana leche y miel» (Deuteronomio 26,9), es decir, un lugar de abundancia y bienestar.

 

Estas prescripciones ayudarán a Israel a reconocer siempre que lo que es y lo que tiene es solo un don gratuito de Dios y, al mismo tiempo, a establecer las relaciones con cada extranjero según la voluntad divina, recordando siempre su condición de extranjero en Egipto.

 

Por eso Moisés ordena a Israel: «Y pronunciarás estas palabras delante del Señor, tu Dios: ‘Mi padre era un arameo errante, bajó a Egipto, permaneció allí como extranjero con poca gente y se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa’» (Deuteronomio 26,5).

 

Este recuerdo del pasado tendrá como consecuencia práctica en el presente y en el futuro una nueva relación con cada extranjero. Este debe ser asociado a este nuevo bienestar, a la gran fiesta de la vida ofrecida por Dios: «Te alegrarás, junto con el levita y el extranjero que estará entre ti, de todo el bien que el Señor tu Dios te habrá dado a ti y a toda tu familia» (Deuteronomio 26,11).

 

Es más, a partir de ahora el extranjero no deberá ser molestado ni oprimido, ya que los propios israelitas fueron extranjeros en Egipto (cf. Éxodo 22,20). Mucho más: «Cuando un extranjero resida entre vosotros en vuestra tierra, no lo oprimiréis. Al extranjero que resida entre vosotros lo trataréis como a uno nacido entre vosotros; lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto. Yo soy el Señor, vuestro Dios» (Levítico 19,33-34).

 

«Yo soy el Señor, vuestro Dios»: cuando el Señor habla, sus palabras son irrevocables para siempre. ¡Indican el comportamiento general que debe regular las relaciones entre las personas de todas las épocas y lugares!

 

También nosotros, como los israelitas, nos reconocemos en nuestra memoria histórica como hijos de un «padre errante» aunque no fuera arameo. Además, no podemos dejar de recordar que nosotros también hemos sido alguna vez en la historia «extranjeros». Por eso tenemos en nuestro ADN la dimensión de la acogida, la solidaridad y el respeto de la libertad y de todos los derechos fundamentales de la persona.

 

Porque la condición de «errante» es propia de todo ser humano. Dado que es fundamentalmente un ser relacional, para realizarse plenamente se ve obligado a salir continuamente, a ir hacia... para crear esos encuentros que lo enriquecen en su humanidad.

 

El movimiento, la migración, es, por tanto, innato y característico del ser humano, siempre en busca de esa situación «donde mana leche y miel», es decir, de las mejores condiciones para una vida verdaderamente humana.

 

Mucho más, el cristiano sabe que solo en el encuentro con Jesucristo, el Dios que se hizo forastero entre los hombres —hombres que no siempre lo acogieron—, pero a los que lo acogieron les dio el poder de convertirse en hijos de Dios (cf. Juan 1,11-12) —forastero en Egipto como su pueblo muchos siglos antes que Él, y que se identificó con todos los extranjeros (era forastero y me habéis asistido, o no: cf. Mateo 25,35.43)—, el cristiano sabe, por tanto, que solo en este encuentro definitivo y único, a través de cada rostro humano concreto, está llamado a realizarse plenamente.

 

El sentido profundo de la peregrinación en la historia de la Iglesia está precisamente aquí: el pueblo en camino, hacia el lugar del encuentro en el que se recibe continuamente como gratuidad de un Dios que tiene palabras y gestos de vida para todos.

 

«No molestarás al extranjero ni lo oprimirás, porque vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto» (Éxodo 22,20).

 

Cada uno de nosotros se siente llamado a revisar y replantearse su actitud y su posición con respecto a la realidad de los «migrantes», de los extranjeros que cada vez más rodean nuestra vida, con los que esperamos el autobús o que viven en el apartamento de al lado, o incluso cuyos hijos van al mismo colegio que los nuestros.

 

Para nosotros, cristianos, ¿quiénes son estos hermanos y hermanas que vienen de lejos para encontrar trabajo y garantizar una vida más digna a sus familias? ¿Los sentimos realmente como tales o también los miramos con recelo y miedo? ¿Prevalecen los prejuicios que a menudo los acompañan o somos capaces de acogerlos de manera digna y humana? ¿Preferimos mantenerlos alejados y ayudarlos desde lejos o nos arriesgamos y aceptamos el desafío?


Quien ha experimentado la misericordia de Dios hacia sí mismo debe «hacer» misericordia al otro, cualquiera que sea su pueblo, cultura, religión o condición social. Quien es cristiano debería sentirse, por así decirlo, «obligado» a esta actitud porque ha conocido en su propia carne la misericordia que Dios le ha mostrado.

 

Pero también quien no es cristiano puede saber, en cualquier caso, que el ser humano que tiene delante tiene los mismos derechos que él, pide el mismo respeto a su dignidad: así nace la responsabilidad de ayudar al otro, de reconocerlo, de hacerle el bien, de liberarlo de la condición de sufrimiento en la que se encuentra.

 

Hoy en día son muchos, cristianos o no, los que comprenden y denuncian cómo ha desaparecido de nuestra cultura y del tejido de nuestra vida social la «fraternidad», esa virtud sin la cual incluso la igualdad y la libertad quedan reducidas a palabras vacías.

 

Si no hay una búsqueda decidida y a veces laboriosa de la fraternidad, entonces el otro, los otros, resultan ser solo realidades cosificadas, evaluadas únicamente en función de nuestros intereses, de su utilidad para nosotros, de su incidencia positiva o negativa en nuestro bienestar individual, de su condición de obstáculos en el camino de nuestra felicidad.

 

En una situación como la que se vive en los países del bienestar, aunque atravesados por crisis económicas que sufren los más pobres y los que carecen de dignidad, también los cristianos y, por tanto, la Iglesia, junto a las personas de buena voluntad, tienen ante todo la tarea de mostrar, con su comportamiento y su contribución a la edificación de la ‘polis’, que se oponen a la barbarie que avanza a pasos agigantados, sobre todo desde hace ya unas décadas, en Europa.

 

¿Cómo es posible que el veneno de la xenofobia haya envenenado a nuestras poblaciones, que más que otras han conocido en el pasado el sufrimiento de la emigración, la huida de una tierra incapaz de darles trabajo y alimento? ¿Cómo es posible que una larga tradición humanista y cristiana se vea tan fácilmente contradicha en valores profesados desde hace tiempo, como el de la acogida y la hospitalidad? ¿Cómo es posible que, disfrutando de mejores condiciones económicas, tecnológicas y culturales, nos sintamos amenazados por los pobres que llaman a nuestras fronteras?

 

No se trata de acoger a todos, porque eso no es posible, antes que por la insostenibilidad económica, debido a nuestra propia condición humana marcada por la limitación, pero sí al menos de intentar regular los flujos migratorios desde una perspectiva de humana solidaridad europea, de poner fin a los intereses económicos y geopolíticos que fomentan las guerras y la opresión, de favorecer condiciones que permitan a esos pueblos permanecer en sus tierras y no verse obligados a emprender, a costa de sus vidas, éxodos a través del desierto, del Mediterráneo, de...

 

¿Acaso la vida de una persona no tiene el mismo valor independientemente de la tierra en la que nace? Los derechos, antes de ser los de un ciudadano de una nación determinada, deben ser reconocidos como «derechos humanos» como tales.

 

Cerrar la puerta en las narices a quienes mueren en el Mediterráneo o rechazar a quienes se acercan a nuestro territorio es «matar al hermano», negarle el derecho a vivir. Y si es cierto que no se pueden acoger todas las miserias del mundo, cada uno debe superarse a sí mismo y a su egoísmo para acoger a quienes, en su miseria, corren el riesgo de morir.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

El don de la fe: el paso de tener siervos a hacerse siervo - San Lucas 17, 5-10 -.

El don de la fe: el paso de tener siervos a hacerse siervo - San Lucas 17, 5-10 -

La perícopa evangélica está tomada de un pasaje de Lucas (17,1-10) en el que Jesús dirige sus enseñanzas a sus discípulos. En concreto, contiene un breve diálogo entre los «apóstoles» y Jesús sobre el tema de la fe, seguido de una parábola centrada en la relación entre un amo y un esclavo.

 

El lenguaje utilizado por San Lucas muestra que estos versículos tienen una dimensión eclesial y constituyen una enseñanza dirigida en particular a quienes desempeñan funciones de responsabilidad en la Iglesia.

 

El uso del término apóstoloi ya remite a quienes en la Iglesia tienen un mandato del Señor y desempeñan funciones de guía y autoridad (cf. Lc 6,13; 9,10; 11,49; 22,14; 24,10), pero luego el término «siervo», indica a veces a quienes desempeñan un ministerio en las comunidades cristianas (Hch 4,29; 16,17), el verbo «pastorear» designa la función de los pastores en la Iglesia (Hch 20,28), el verbo «servir» se utiliza para indicar el servicio eclesial, en particular el ministerio de las mesas (Hch 6,2), los verbos «comer», y «beber» remiten a la comida eucarística (Lc 22,14-20). San Lucas, por tanto, prepara un filigrana para su texto que indica de forma discreta, pero clara, el alcance eclesial del texto.

 

Jesús acaba de hablar de la inevitabilidad de que surjan escándalos en el ámbito eclesial y ha invitado a corregir a quien peca y a perdonar infinitamente a quien, después de haber pecado, se arrepiente y reconoce abiertamente su pecado.

 

En este contexto se comprende la oración de los discípulos para que su fe crezca. ¿Cómo soportar el peso de los escándalos, de los obstáculos a la vida de comunión, de los tropiezos que se ponen a los más pequeños y sencillos en el ámbito eclesial? ¿Cómo ejercer una corrección fraterna que no aplaste al hermano, sino que lo libere? ¿Cómo perdonar una y otra vez a quien se arrepiente cada vez?

 

Solo en la fe. No se trata de hacer como si nada o de dejarlo pasar, sino de perdonar, es decir, de reconocer, nombrar y asumir el mal que ocurre en la comunidad y de llevar su peso buscando el arrepentimiento de quienes han puesto obstáculos al Evangelio y a la comunión comunitaria, persiguiendo así el bien de la comunidad.

 

Por supuesto, el bien posible. El bien que también los demás permiten, porque en los escándalos eclesiales también está el no considerarse necesitado de perdón, está la ceguera hacia el mal cometido, está la obstinación en la defensa de uno mismo y la impermeabilidad a las palabras de exhortación y corrección de los demás, está la altivez y la prepotencia de quien cree no necesitar a los demás...

 

Llama la atención la inteligencia de los discípulos que, tras las palabras de Jesús sobre algunas cuestiones críticas de la vida eclesiástica y sobre ciertas exigencias suyas, invocan una fe profunda y sólida, y dirigen su atención y preocupación hacia la fe, y no hacia otra cosa. Van a lo esencial, a lo fundamental. Invocan la fe no en relación con cosas celestiales o teológicas, sino terrenales, humanas, cotidianas, es decir, las relaciones, las relaciones fraternas, la vida en común con los demás.

 

Al reaccionar así, en particular ante la exigencia de un perdón siempre repetido si va acompañado del arrepentimiento del pecador, los discípulos demuestran haber comprendido bien que el perdón no es solo un gesto ético, sino un acontecimiento escatológico, un don del Espíritu Santo, una irrupción del Reino de Dios en la vida de los hombres.

 

Demuestran haber comprendido que la comunión en la comunidad cristiana —comunión en la que el perdón es esencial— solo es posible gracias a la fe, al hacer reinar la soberanía de Dios.

 

Pero al pedir la fe, también demuestran haber comprendido que la fe es un don que encuentra en el Señor mismo su origen y su fuente. Y demuestran haber comprendido que la fe —la propia y la ajena— no se posee ni se puede imponer, sino solo acoger con gratitud y alimentar con la oración. Y también que, incluso para ellos, «los apóstoles», los Doce elegidos directamente por Jesús, la fe no es una realidad dada por sentada, sino dinámica, en devenir, que hay que alimentar y volver a elegir cada día.

 

El texto subraya también que la fe y nada más es la base de la autoridad de los Apóstoles: esto lo indica San Lucas con la anotación de que, si los discípulos tuvieran fe como un grano de mostaza, podrían hacer que les «obedeciera» incluso un árbol al que se le ordenara algo descabellado.

 

Solo la fe permite al predicador, al misionero, al apóstol hacerse eco —con su propia acción y su propia palabra— de la acción y la Palabra de Dios y suscitar en el destinatario la adhesión teologal, no una pertenencia a su propia persona.

 

Ciertamente, la respuesta de Jesús a la petición de los discípulos desplaza el acento de la cantidad a la autenticidad. Si la súplica pide aumentar la fe, Jesús, retomando la imagen de lo que es pequeño por definición, mínimo, el grano de mostaza, «la más pequeña de todas las semillas» (Mt 13,32), responde diciendo que no es significativo un exceso de fe, un aumento de la misma, sino que simplemente hay que tenerla, tener una fe viva y convencida.

 

La fe, de hecho, como tal, deja actuar al Dios para el que nada es imposible (cf. Lc 1,37). La eficacia de la fe reside en dejar que el Espíritu del Señor actúe en el hombre, y es esta presencia la que libera las relaciones fraternas e interpersonales de los siempre posibles círculos viciosos, de las manipulaciones, de la caída en dependencias psicológicas y espirituales mortíferas, de la creación de vínculos poco claros.


 

Y no es casualidad que la parábola que Jesús narra inmediatamente después ponga en escena a un amo y un esclavo.

 

Los cristianos, en sus relaciones mutuas, son hermanos, co-siervos, siervos juntos del mismo Señor y llamados a ser siervos los unos de los otros. Y en primer lugar aquellos que tienen el mandato de ejercer la autoridad en la Iglesia.

 

Lamentablemente, incluso en las comunidades cristianas, donde, dice San Pablo, «ya no hay esclavo ni libre», porque todos son «uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28), pueden recrearse situaciones en las que hay quienes se comportan como amos tratando a otros como siervos.

 

El Nuevo Testamento contiene varios indicios de disfunciones relacionales dentro de las comunidades, y en particular se hace referencia a abusos de autoridad (cf. Mt 18,23-35; Lc 12,45-46; 1 P 5,2-3).

 

Al mismo tiempo, al hablar de siervos, la parábola se muestra en continua continuidad con las palabras anteriores sobre la fe. ¿Quién es, en efecto, el siervo sino aquel que se vuelve obediente al Señor por escuchar asiduamente su palabra? ¿No es así para el Siervo del Señor del que habla Isaías (Is 50,4-5) y no es así para María, la Sierva del Señor que se convirtió en tal por acoger incondicionalmente la palabra de Dios (Lc 1,38)?

 

En la comunidad cristiana, el siervo es aquel que, libre y voluntariamente, hace lo que se le ha mandado, es decir, obedece al Evangelio y no por ello reclama méritos ni pretende reconocimiento.

 

Ahora bien, la parábola dice que en la relación social amo-siervo, relación de necesidad y no de libertad, no hay lugar para la gratuidad y la gratitud, para la cháris. Es evidente que el amo no tiene ningún motivo para agradecer al siervo que, al regresar del trabajo en el campo, se pone a servirle la mesa: esto forma parte de las tareas del siervo. El siervo obedece lo que se le ordena.

 

Jesús primero compara a los Apóstoles con amos que tienen siervos, luego directamente con siervos, y además, inútiles. Es decir: la autoridad en la Iglesia se declina como servicio y excluye toda relación de fuerza y dominio.

 

El paso de «tener un siervo» a «ser siervos» es significativo: en la comunidad cristiana no hay amos y siervos, sino hermanos que son siervos del único Señor y maestro (cf. Mt 23,8-10).

 

La autoridad en la Iglesia debe pasar por el filtro de la humildad y el servicio para no expresarse como poder y oscurecer así la única señoría de Jesús: «Un Apóstol no es más grande que el que lo envió», dice Jesús a sus discípulos inmediatamente después de lavarles los pies durante la última cena (Jn 13,16).

 

He aquí, pues, la situación, paradójica pero salvífica, en la que se encuentra el Apóstol en la comunidad cristiana: su autoridad se basa enteramente en su envío como siervo (Lc 17,7; Hch 20,19), para trabajar el campo de Dios (1 Cor 3,5 ss.), para arar (Lc 17,7; 1 Cor 9,10) o pastorear (Lc 17,7; Hch 20,28; 1 Cor 9,7).

 

Su autoridad nace de su obediencia a la Palabra del Señor (Lc 17,10). Y he aquí la conciencia con la que el siervo está llamado a ejercer su ministerio: la inutilidad. El texto no significa que su esfuerzo no sirva para nada y que él sea inútil, sino que es simplemente un siervo, nada más.

 

Se puede decir que la conciencia que anima al Apóstol es liberadora y liberada cuando hace todo sin atribuir nada a sí mismo, sino remitiendo todo al Señor, que es el origen de su llamada y de toda fecundidad apostólica.

 

Como hace San Pablo, que, después de recordar que ha «servido al Señor con toda humildad» (Hch 20,19), añade: «Mi vida no es digna de nada, siempre que termine mi carrera y el servicio que me ha sido confiado por el Señor Jesús» (Hch 20,24). Pero esto solo se puede afirmar movidos por una fe profunda y arraigada.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

El título y la dignidad de siervo - San Lucas 17, 5-10 -.

El título y la dignidad de siervo - San Lucas 17, 5-10 -

En el Evangelio la fe se pide ante todo en una invocación y se entiende como relación con el Señor: no es fruto de la voluntad, por muy «buena» que sea, del creyente, no es obra suya. Más bien, vive en el espacio de la relación con el Señor y es necesaria para sostener las relaciones fraternas, para vivir la vida comunitaria, las relaciones eclesiales.

 

Gracias a ella, de hecho, el creyente no es en la Iglesia simplemente alguien que «presta servicios», por muy buenos, útiles y santos que sean, sino que se construye como siervo siguiendo los pasos del Señor, «que no vino para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45; cf. Lc 22,27).

 

La oración de los «apóstoles» (Lc 17,5) «aumenta nuestra fe» es su inteligente reacción a las palabras de Jesús que hablan de la inevitabilidad de los escándalos en las comunidades cristianas y del perdón que siempre hay que renovar hacia quienes se muestran arrepentidos.

 

¿Cómo resistir a los escándalos y abusos en el ámbito eclesial? ¿Cómo renovar siempre el perdón a quienes ofenden y se arrepienten repetidamente?

 

Solo renovando la confianza en el Señor. Es manteniendo la mirada fija en la historia de Jesús como podemos no dejarnos desanimar y abatir por la visión de los escándalos y abusos; solo contemplando a Aquel que invocó el perdón incluso sobre sus crucificadores podemos encontrar la fuerza para renovar el perdón a quienes hacen el mal repetidamente, aunque ese perdón no cambie nada en el otro y al final parezca configurarse como una complicidad que permite la perpetuación de los comportamientos ofensivos.

 

Las pruebas y las fatigas que presenta la vida común y eclesial se convierten así en el horno que forja al cristiano como siervo siguiendo los pasos del Siervo Jesucristo. Y esto se expresa en la parábola que pone en escena a un amo y a un siervo. Pero, ¿quién es un «siervo» en la economía cristiana?

 

La parábola afirma que un terrateniente no se sentirá obligado hacia el siervo que, después de haber trabajado en el campo, regresa a casa y prepara la comida. La tarea del siervo es servir. El paso de la parábola a los Apóstoles los califica como siervos que, si han cumplido bien su tarea, simplemente han hecho lo que debían hacer.

 

A menudo se traduce el término griego achreîos por «inútil», que es sin duda uno de los significados de esa palabra y así se entendió en la versión latina llamada Vulgata - servi inutiles sumus - pero, esos siervos están lejos de ser inútiles.

 

El significado del término debe entenderse a la luz de la parábola y en el sentido de «siervos a los que el amo no debe ningún favor especial». «Somos simplemente siervos; somos siervos y nada más; no se nos debe nada por lo que hemos hecho»: este es el sentido de la expresión.

 

Y esto es importante porque aquí se habla de quienes desempeñan un papel de autoridad en la comunidad cristiana, es decir, de los «apóstoles».

 

Se interroga a los responsables eclesiales sobre la conciencia de su papel. Si mantienen la mirada fija en el Señor, no pueden sino considerarse simples siervos y ni siquiera se les ocurre pretender o esperar que se les reconozca y agradezca.

 

Si, en cambio, la mirada se centra en sí mismos o en las personas que les rodean, corren el riesgo de erigirse en amos y pasar de ser siervos a tener siervos (como el amo de la parábola: «si alguno tiene un siervo».

 

En verdad, en ese «ser simples siervos» está la libertad del creyente, y en particular del responsable eclesial que, al arar, pastorear el rebaño y servir no encuentra motivos de recriminación o pretensión, sino la confirmación de su camino de fe.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

lunes, 29 de septiembre de 2025

Himno de los Querubines - Pyotr Ilych Tchaikovsky -.

Himno de los Querubines - Pyotr Ilych  Tchaikovsky  -

El Himno de los Querubines hace referencia a las huestes angelicales, ya que, según la tradición judía y posteriormente cristiana, los ángeles están organizados en una jerarquía de diferentes órdenes, llamados en la Edad Media “coros angelicales”.

 

Estas jerarquías consisten en entidades intermedias entre Dios y los hombres, ya que conectan y describen la relación existente entre la trascendencia divina absoluta y su actividad en el mundo.

 

El Himno de los Querubines que te propongo escuchar es cantado por un coro que representa espiritualmente a los ángeles en el momento en que, dentro de la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo, se llevan al altar los dones del pan y el vino para ser consagrados. Este momento incluye una pequeña preparación, una pequeña procesión en la iglesia, que recibe el nombre de «gran entrada».

 

El himno une simbólicamente al Pueblo de Dios con la presencia de los ángeles reunidos alrededor del trono de Dios, por lo que el himno simboliza la concelebración de la liturgia terrenal con la celestial.

 

El canto invita a los fieles a «dejar de lado toda preocupación mundana». Ya no hay que distraerse con cosas que no tienen nada que ver con la liturgia, porque el Rey está invisiblemente presente, «escoltado por huestes angelicales».

 

El texto dice más o menos así:

 

«Nosotros, que representamos místicamente a los querubines

y cantamos a la Trinidad vivificante el himno «Tres veces santo»,

dejemos ahora toda preocupación mundana...

para poder acoger al Rey del universo,

escoltado invisiblemente por las huestes angelicales.

Aleluya, aleluya, aleluya».

 

Mientras el coro canta el Himno de los Querubines, el Celebrante recita la siguiente oración:

 

Nadie que sea esclavo de los deseos y las pasiones carnales es digno de presentarse, acercarse u ofrecer sacrificios a Ti, Rey de la gloria, porque servirte es algo grande y tremendo incluso para las mismas Potencias celestiales. Sin embargo, por tu inefable e inmenso amor por los hombres, te hiciste hombre sin ningún cambio y fuiste constituido nuestro sumo Sacerdote y, como Señor del universo, nos confiaste el ministerio de este sacrificio litúrgico e incruento. Solo tú, oh Señor Dios nuestro, reinas soberano sobre las criaturas celestiales y terrestres, tú que te sientas en un trono de querubines, tú que eres Señor de los serafines y Rey de Israel, tú que solo eres santo y moras en el santuario. Te suplico, pues, a ti, que solo eres bueno y estás dispuesto a escuchar: vuelve tu mirada hacia mí, pecador e inútil siervo tuyo, y purifica mi alma y mi corazón de una conciencia mala; y, por el poder de tu Espíritu Santo, haz que yo, revestido de la gracia del sacerdocio, pueda estar ante tu mesa sagrada y consagrar tu cuerpo santo e inmaculado y tu sangre preciosa. Me acerco a ti, inclino mi cabeza y te ruego: no apartes de mí tu rostro y no me rechaces del número de tus siervos, sino concédeme que yo, pecador e indigno siervo tuyo, te ofrezca estos dones. Porque tú, oh Cristo, Dios nuestro, eres el que ofrece y el que es ofrecido, eres el que recibe los dones y te entregas como don, y nosotros te glorificamos junto con tu Padre sin principio, y tu Espíritu santísimo, bueno y vivificante, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén. 

En una carta de Pyotr Ilych  Tchaikovsky dirigida a  su amiga Nadezhda von Meck en 1877 le decía: 

Para mí [la iglesia] todavía posee mucho encanto poético. A menudo asisto a los servicios. Considero que la liturgia de San Juan Crisóstomo es una de las mayores producciones de arte. Si seguimos el servicio con mucho cuidado y entramos en el significado de cada ceremonia, es imposible no dejarnos conmover profundamente por la liturgia de nuestra propia Iglesia Ortodoxa … ser sobresaltados del trance por una explosión del coro; dejarse llevar por la poesía de esta música; estar emocionado cuando … las palabras suenan, ‘¡Alabado sea el nombre del Señor!’ ¡Todo esto es infinitamente precioso para mí! ¡Una de mis más profundas alegrías!”. 

Hecha la presentación toca lo más importante, tu ejercicio de escucha (y también de visionado de las imágenes que acompañan a la música). 


Te dejo, pues, con el Himno de los Querubines de Pyotr Ilych  Tchaikovsky (su duración no llega a los ocho minutos): https://www.youtube.com/watch?v=KhbuNZ8p3hg&list=RDKhbuNZ8p3hg&start_radio=1



P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La justicia del Reino.

La justicia del Reino   Cuando se habla de « presbíteros pedófilos », se abordan al menos dos tipos de problemas que deben mantenerse estric...