¡No matarás!
La mía es una reflexión que nace a partir de un vídeo del gran actor Roberto Benigni. Te invito a que antes de leer mi reflexión (que viene a continuación) o, incluso, sin necesidad de leerla, veas este vídeo de 15 minutos del mencionado actor. Es un vídeo en italiano. Aquí tienes el link: https://www.youtube.com/watch?v=D-vm48rRL0U
Ahora, después de ese vídeo, si quieres puedes continuar leyendo mi reflexión pero… seguramente es suficiente con el vídeo que acabas de ver.
El declive de las religiones se considera un hecho significativo de nuestro tiempo. El cientificismo, por un lado, y la afirmación indiscutible de una concepción hedonista de la vida, por otro, habrían relegado la religión a una forma de superstición oscurantista.
Y, sin embargo, en nuestra época no podemos dejar de constatar cómo la religión, precisamente en sus aspectos más fundamentalistas, ha vuelto con fuerza a la escena. En el centro no se encuentra, sin duda, la dimensión espiritual de la religiosidad, sino el vínculo pre-ilustrado que había vinculado estrechamente la religión al poder.
Lo que regresa no es un Dios que sacude e interroga las conciencias, sino su reverso monstruoso: un Dios reducido a ser un instrumento ideológico del poder.
Este es el denominador común que une a figuras políticas tan distantes entre sí como Donald Trump, Vladimir Putin, los líderes de Hamás, Benjamin Netanyahu y sus ministros, que apoyan la inaceptable masacre de Gaza junto con la colonización salvaje de las tierras palestinas.
Destaca el recurso a Dios como apoyo inquebrantable de la política, de la locura de la guerra o de la propia afirmación personal. Se trata de un uso perverso de la religión que, históricamente, no es nada nuevo. Por eso, el luterano Dietrich Bonhoeffer recordaba críticamente que Jesús no vino a pedirnos que nos unamos a una nueva religión, sino a la vida.
La continua referencia de Vladimir Putin a los valores de la tradición y la fe ortodoxa, a Dios como garante de la Santa Madre Rusia que bendice sus fronteras y los tanques, santificando la aniquilación de la Ucrania corrompida por Occidente, muestra la religión no tanto como antídoto contra el odio y la violencia, sino como un terrible amplificador de los mismos.
Donald Trump moviliza a otra Iglesia: no la institucional, sino la de los patriotas, los elegidos, los verdaderos estadounidenses. Su «Make America Great Again» tiene las características de un mantra religioso, es un llamamiento a recuperar una edad de oro perdida. Su fe es performativa, su Dios es aquel que lo reconoce narcisistamente como divino en una especie de delirio megalómano. La reacción a la cultura liberal se produce también en este caso a través de la defensa orgullosa de los principios fundamentales de la tradición que encuentran en Dios su fundamento último.
Se trata de formas de religión, como diría Soren Kierkegaard, antiespirituales: Vladmir Putin no invoca a Dios para elevarse espiritualmente, sino para cavar una zanja entre la «civilización rusa» y «el Occidente decadente». La suya, como la de Donald Trump, es una religión de pureza étnica y cultural, un arma identitaria que exige la victoria sobre los enemigos.
En Oriente Medio, la dinámica es aún más trágica. Los líderes de Hamás y Benjamin Netanyahu juegan el mismo juego sobre los cuerpos destrozados de sus respectivos pueblos.
Por un lado, un Islam delirante reducido a una ideología de violencia y muerte, donde el martirio terrorista se invoca como la única forma de vida digna de ser vivida contra el opresor: en sus discursos, los líderes de Hamás, más que legitimar el derecho a la resistencia del pueblo palestino, alaban la destrucción del Estado de Israel.
Por otro lado, un sionismo transformado en nacionalismo mesiánico que transfigura la Tierra Prometida en una fortaleza que hay que defender mediante una expansión sangrienta e ilegítima, justificada por el derecho divino.
En ambos casos, la evocación de Dios responde al perverso objetivo de ejercer la violencia de la destrucción sin remordimientos, ya que se lleva a cabo en nombre del Bien. La fe religiosa aquí no pacifica, no une, sino que divide y mata.
En este esquema no hay espacio para la duda, para la pregunta, para la palabra. Nos encontramos ante la arquitectura fanática de una identidad sin alteridad, del Uno-todo que excluye el encuentro con el Otro-diverso.
El fundamentalismo religioso proporciona el marco sagrado e inviolable a este esquema. Dios ya no es quien preserva el mandamiento «no matarás», sino quien, en un perverso cortocircuito, legitima el asesinato en su nombre.
No es casualidad que la Biblia nunca acuse al ateo, sino solo al idólatra, ya que sabe bien adónde puede llevar la pretensión religiosa de ser propietarios exclusivos de la verdad.
Cuando Jesús, al final de la terrible noche de Getsemaní, es agredido y arrestado por los soldados y uno de sus discípulos intenta defenderlo levantando la espada, Él interviene interrumpiendo la lucha, como si dijera, con gran clarividencia, por así decirlo, «¡ninguna guerra de religión en mi nombre!».
Donald Trump, que subvierte las normas democráticas; Vladimir Putin, que persigue la disidencia interna reforzando su poder personal; Benjamin Netanyahu, que socava el Tribunal Supremo y desata una guerra inmunda contra un pueblo indefenso; Hamás, que impone, siempre en nombre de Dios, su ley con violencia, sobre todo al pueblo palestino.
En esta extraña coyuntura histórica, la religión ya no es, como creía Karl Marx en su momento, «el opio del pueblo» que, alimentando la creencia ilusoria en un mundo más allá del mundo, debilitaba las demandas críticas de cambio, sino que se convierte en un combustible letal que desata un odio perpetuo.
Ya no sirve para pacificar, sino para excitar, para movilizar a las masas no hacia un ideal de justicia y paz, sino hacia el disfrute de sentirse en el lado correcto de la historia, el disfrute de la destrucción del enemigo humillado y aniquilado.
Éste es un túnel sin salida, una mezcla explosiva. Y, en cambio, sería necesario un esfuerzo colectivo extremo. Creo que fue el Cardenal Carlo Maria Martini el que lo advirtió en su momento: «Si cada pueblo solo mira su propio dolor, entonces siempre prevalecerá la razón del resentimiento, de la represalia, de la venganza».