jueves, 8 de mayo de 2025

Los sueños.

Los sueños 

Pero ¿qué queda de un sueño? A veces, al despertar, queda el cansancio de una empresa nunca realizada, la mirada cansada de quien ha conocido una historia y tal vez una verdad, que no recuerda pero de la que lleva las huellas; a veces, la ligereza de un estado de gracia nunca alcanzado en la vida real, la radiante experiencia de un mito. Más a menudo, el torpor de un paso entre dos mundos tan cercanos y lejanos, y el sabor de una vida ulterior, que nos regala el recuerdo o el presagio de una supervivencia. 

Porque el sueño es nuestro más allá primitivo que habita en nuestro interior, hasta que nos damos cuenta de que somos nosotros los que habitamos en su halo. Hay vidas que están más justificadas y ennoblecidas por lo que han soñado que por lo que realmente han vivido. Observad con respeto a quien está soñando: una sombra sagrada se refleja sobre él, se percibe alrededor de su cuerpo el aura de otro lugar, el diálogo con un dios. Incluso quien cultiva un sueño despierto emana la misma aura, que llamamos carisma: es la presencia en él de otro lugar, de una trascendencia, de una conversación con un dios. 

La vida y hasta la historia se nutren de sueños, más de lo que podemos imaginar. 

El siglo XX nos ha legado sobre todo el deseo de soñar despiertos, de vivir la vida como la continuación o la realización de un sueño. No fue casualidad que ese siglo se abriera con un título destinado a tener gran éxito: La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud, que vio la luz precisamente en 1900. 

La historia del siglo XX ha sido, en el fondo, el intento de interpretar los sueños en la historia y de hacerlos realidad en la vida, tanto en el ámbito ideológico y revolucionario como en el tecnológico, lúdico y físico. 

Los regímenes totalitarios del siglo XX y las utopías del nuevo mundo que lo salpicaron, pero también los sueños de la técnica y los espejismos del bienestar que lo marcaron en la vida cotidiana, pavimentaron el siglo XX con sueños colectivos y privados. 

Hacer realidad el sueño fue la utopía del sesenta, pero también es la promesa suprema de las agencias de viajes, de las fábricas del bienestar y del deseo, de la cosmética y de la felicidad, de la ficción y de Internet. Soñar despierto, continuar el sueño en la realidad, hacer público y compartido lo que es secreto y singular. Algunos tienen la franqueza de llamarlo sueño, como el sueño americano; otros, por el contrario, lo envuelven en los ropajes de la historia. 

El siglo XX se alimentó de sueños y se desangró por ellos. A veces, como es sabido, los sueños se convierten en pesadillas. Michel Foucault consideraba el sueño como el espacio originario del hombre, en el que surge su libertad. Porque el sueño no es el jardín interior de la fantasía, sino que revela el destino concreto de la existencia. 

El poeta está a las órdenes de su noche, escribía Jean Cocteau; pero en una época de creatividad difusa, aunque presunta, la noche ha invadido la vida del día y dicta sus ritmos y movimientos. Es la época del sueño de masas, sustituto gozoso del mito y la religión. 

Los soñadores románticos consideraban el sueño una visión interior no mediada por los sentidos: la visión de los sueños se ha vuelto ahora exterior y se transmite también a través de los sentidos. Los sueños más sanos y proféticos son los de la mañana, también porque están más lejos de la digestión y de los humores del día. 

El sueño es el único paraíso en la tierra, visible aunque no tangible; la forma más íntima y ligera de trascender la realidad. El sueño es metafísica nocturna. 

Superar las distancias en el tiempo y en el espacio, pero también las distancias en la lógica y en los sentidos, es el mayor don de los sueños: acortar las distancias, volver a ver a los muertos y a los ausentes, devolver la luz y la proximidad a las cosas perdidas, reanimar las cosas inertes, es el ars regia de los sueños. Un arte que no se aprende, sino que desciende como una ciencia infundida por los misterios de la mente que descomponen la experiencia y mezclan sus piezas. 

El sueño es el motor principal de los cambios, el propulsor vital de los jóvenes. El héroe, el revolucionario, el artista y el místico, pero también el jugador, el bebedor, el fumador, el amante y el criminal, todos persiguen el sueño en la realidad, tienden a modificar el mundo, o al menos a modificar su percepción del mundo, hasta transfigurarlo o sustraerse de él. Sus actos son intentos de introducir el sueño en la realidad, o de eludirla para hacer coincidir la vida con el sueño. 

En el mundo antiguo, el sueño precede a los acontecimientos, ya sea en forma de profecía, advertencia, incitación o presagio; el mundo moderno ha renunciado al valor simbólico del sueño y ha optado por su secularización: es decir, ha preferido verter el sueño en la realidad, en lugar de animarla con su aliento procedente de un mundo sagrado y remoto, contiguo y distante. 

Los sueños siguen adornando la cotidianidad: a veces, el único sentido del día es intercalar dos sueños nocturnos. Hay quienes esperan los sueños como una compensación de la realidad, los invocan como una compensación policromática y brillante del gris apagado de la cotidianidad. El sueño no como alienación de la realidad, sino como refugio de la realidad alienante; mitología extrema para uso personal en un mundo desencantado. 

Hay quienes caen atrapados en el sueño, como si se tratara de un engaño urdido por los demonios nocturnos, una especie de ocupación fraudulenta de la mente, aprovechándose del cansancio. Hay quienes no perciben la frontera entre el sueño y la vigilia y viven uno como la continuación del otro, o viceversa si son idealistas; no se dan cuenta de que han cruzado el umbral y, incluso despiertos, no saben distinguir entre lo que han vivido y lo que han soñado. Hay quienes presionan las vagas paredes del sueño tratando de salir, viviéndolo como una pesadilla o una caída, y buscan desesperadamente la rendija, la brecha, para escapar de su prisión, retorciéndose hasta que alguien o algo los devuelve a la superficie. Y hay quienes se dejan llevar por el lento desmoronamiento de la realidad, dejando que la mente desate los nudos, que se disuelvan las secuencias, hasta que se desmoronan los gestos, las palabras, los rostros y las figuras. 

Vuelvo a ver a José y María durmiendo juntos: él, mendigo de sueños, los busca cubriéndose el rostro, hundiéndose en la cama con el cuerpo encogido; ella, prisionera de los sueños, con los ojos abiertos, sentada en la cama, despierta en la noche que intenta escapar. 

Se dice que el sueño es una realidad débil y fugaz, como la realidad es un sueño poderoso y constante; pero a veces se tiene la impresión de que el sueño es una realidad potenciada, porque en el sueño se magnifican tanto el significado como la insignificancia, que en la vida real son más débiles. 

El símbolo y la gratuidad son los límites extremos del sueño. Todo adquiere sentido y todo lo pierde al mismo tiempo, en una sucesión de fugacidad que constituye el delicado entramado de los sueños. 

Es hermoso soñar porque la mente baila libremente. Demasiadas ruinas han causado los sueños que pretenden convertirse en historia; mejor devolverlos a su hábitat mental de poesía involuntaria a la medida de cada individuo. Mejores son los sueños verticales que los horizontales; los primeros anuncian la libertad, los segundos propician la tiranía. Asumamos, pues, aquella posición, la de José o la de María, para propiciar la llegada de los sueños. Aquí vienen... de lo alto o de lo profundo... portadores de mensajes divinos.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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