¡Joder, qué tropa! II
Hace una unos meses escribí “¡Joder qué topa!” (https://kristaualternatiba.blogspot.com/2025/06/joder-que-tropa.html) a propósito de la Señora Sra. Isabel Natividad Díaz de Ayuso, Presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, con motivo de su gesto de afear a los Presidentes de las Autonomías de Catalunya y Euskadi por hablar sus idiomas cooficiales en la Conferencia de Presidentes del 6 de junio de este mismo año.
Hoy también lo hago pensando en ella, la mencionada Sra. Isabel Natividad Díaz de Ayuso, y su “erre que erre” acusando al Lehendakari de Euskadi de unas palabras que él ciertamente no pronunció: “Lo de Ayuso, 'entzun, pim, pam, pum', que es lo que vino a decir, que es lo que se decía antaño, me parece altamente preocupante”.
La gestión de los asuntos públicos, de la “polis”, nos afecta a todos y me parece más que oportuno, diría incluso necesario, reflexionar, aquí como en otros lugares, sobre la calidad de nuestros políticos.
La tarea no es fácil, porque la desconfianza en la clase dirigente es cada vez mayor y el juicio negativo hasta parece bastante obvio. El deseo de democracia directa, que pasa por alto cualquier representación intermedia, es una consecuencia de la opinión generalizada de que los políticos ya no representan a los ciudadanos porque anteponen sus conveniencias personales y sus intereses particulares a la búsqueda del bien común. Estos son los argumentos fuertes, con cierto fundamento, del populismo, y aquí radica una de las causas de la profunda crisis del modelo de democracia representativa.
El indiscutible descrédito de la política ha generado el descrédito de la clase política. Es injusto generalizar y olvidar a los buenos políticos, pero son pocos y, lamentablemente, abundan los ejemplos de incompetencia y mala gestión, y los ciudadanos somos testigos del espectáculo: en cualquier caso, es necesario distinguir entre los verdaderos políticos —los que son conscientes de su papel de responsabilidad colectiva— y los politiqueros que utilizan la política, sin capacidad ni aptitudes, para perseguir ambiciones y ventajas personales.
Son ellos, los politiqueros, los que alimentan la famosa «politique politicienne», es decir, la política para los políticos y no para los ciudadanos. En más de una ocasión uno tiene la desagradable impresión de que la debida asunción de responsabilidad ante los ciudadanos, más allá de las declaraciones de circunstancia, no es la prioridad para una parte considerable de la política y, de hecho, quienes hablan de ética pública no son especialmente bienvenidos.
El de la clase política es un problema delicado y hoy,
ante ciertas escenas indecorosas que se están produciendo un poco por todas
partes, es bastante complicado, no digo promover la «virtud de los mejores»,
pero al menos salvaguardar la decencia y la dignidad de la política. Hoy en día, según admiten muchos,
es la época de la mediocridad elevada a virtud, y los «mejores» escasean.
No somos pocos los que pensamos que la política es un arte que se ejerce sin la preparación adecuada. Lo cierto es que el grupo de quienes prometen y deciden sin un conocimiento profundo de los temas sigue siendo numeroso y, en algunos ámbitos del populismo imperante, la ignorancia se exalta incluso como una virtud. La ignorancia de algunos políticos se basa en la inconsciencia de sus propios límites, en un falso conocimiento fundado principalmente en prejuicios arraigados que llevan a conclusiones erróneas por incompetencia manifiesta. Y, por lo general, somos los ciudadanos quienes pagamos la cuenta.
No en vano, un famoso historiador anglosajón, al constatar la inexperiencia de muchos gobernantes, les invitaba a remediar sus evidentes lagunas de preparación con seminarios periódicos sobre el sentido de las instituciones, sobre la historia... Estoy seguro que no faltan políticos con talento, pero no son predominantes en un modelo de democracia que privilegia la mediocridad.
No es precisamente ninguna gracia los políticos sin cultura. Más bien, es una desgracia la falta de cultura política porque tiene graves consecuencias: genera un aplanamiento del presente que es una actitud muy común y se exalta la política de la pobreza argumentativa, del decisionismo simplificador que evita estimular el espíritu crítico del ciudadano.
Por el contrario, la cultura política se compone del sentido
de la historia, de competencias y capacidades, de una ética pública que concibe
la actividad política como un servicio a la colectividad. Gracias a una
buena cultura política, el político adquiere conciencia de la complejidad de
los problemas a los que debe enfrentarse. La cultura política es premisa
indispensable para descodificar el mundo en el que vivimos y evitar las
simplificaciones demagógicas y los prejuicios fáciles que no plantean preguntas
ni piden verificaciones.
Hay una pequeña historia, del escritor David Foster Wallace, que aclara el concepto: «Hay dos peces jóvenes que nadan uno al lado del otro y se encuentran con un pez más viejo que, nadando en dirección opuesta, les saluda con la mano y luego les dice: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguen nadando un rato, luego uno de ellos mira al otro y le pregunta: «Pero, ¿qué diablos es el agua?».
Y de esto se trata. El político consciente, parafraseando a David Foster Wallace, es aquel que se esfuerza por comprender qué es el agua, cómo varían los flujos a lo largo del tiempo, cómo se mueve la corriente y cuáles son las mejores soluciones para eliminar las turbulencias respetando las necesidades de todos.
«Esto es agua» es el título de un libro del mencionado escritor: debería ser el lema que todos los políticos deberían incluir en su agenda diaria para invitarles, día tras día, a considerar la realidad en sus múltiples facetas y no caer en las tentaciones del simplismo y los prejuicios que son el condimento del populismo y la demagogia que, hay que decirlo, contaminan, en mayor o menor medida, a todos los partidos.
Las consecuencias de la pobreza argumentativa sobre el presente tantas veces complejo y difícil se vuelven pesadas cuando se abordan los verdaderos nudos sin resolver de nuestra sociedad. Viendo el panorama, la falta de cultura política da rienda suelta a los prejuicios basados en la ignorancia y la estupidez: la simplificación de la realidad allanada con una excavadora y el decisionismo de los políticos sin cultura se convierten en pura irresponsabilidad y su política nos está llevando a la caricatura simplista de la farsa.
¿Exagero? Quizás, pero queda cierto temor de que estamos en camino hacia el esperpento de este sainete alimentado diariamente por la subcultura política. Es fácil encontrar confirmaciones diarias y eso no invita al optimismo.
Lo cierto es que quizá nunca como hoy sería necesario que la política recuperara la profundidad de la cultura y los políticos recuperaran el vínculo con los intelectuales: pero la demagogia y el populismo imperan, y los intelectuales, afortunadamente no todos, guardan silencio.
Hace algún tiempo, un interlocutor culto me respondió afirmando que la tarea del intelectual es hacer bien su trabajo. Puede ser que así sea, pero puede ser un intento de justificar el desinterés por la realidad, un conformismo temeroso que desemboca en la indiferencia.
Parece que hubo un tiempo en el que existió el compromiso, luego el descompromiso y ahora un tercer nivel: la indiferencia. Si así fuera, sería grave porque la función del intelectual es participar y aportar su contribución como ciudadano a la vida política. Precisamente: explicar a los políticos en qué agua nadan todos. Porque uno tiene la sensación de que hay políticos que no saben lo que es la cultura política. ¡Y así nos va!
Pues eso... ¡joder qué tropa!
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF