viernes, 31 de octubre de 2025

Poner los ojos fijos en el Bienaventurado - San Mateo 5, 1-12 -.

Poner los ojos fijos en el Bienaventurado - San Mateo 5, 1-12 - 

En primer lugar, acercarse a Jesús, a Él, a su historia, a su testimonio, a su persona, acercarse a Él y no abandonarlo, acercarse a Él por lo que nos ha transmitido la Escritura y por lo que los testigos nos han transmitido en el río de la vida, acercarse a Jesús sin querer domesticarlo con categorías más modernas, inclusivas, políticamente correctas, acercarse a Él por lo que es, de todos modos, siempre, un escándalo. 

Acercarse a Jesús, exactamente a Él, en cuanto podamos, gracias a Él que elige dejarse encontrar, vivo, entre nosotros. Acercarse a Jesús porque nada podríamos saber de Dios sin sumergirnos en Él. Sin Él, el hombre nunca habría llegado a la dulcísima fractura de las bienaventuranzas. Jesús no es solo el ser humano llevado al más alto grado de perfección, Jesús es lo inédito, lo inevitable. 

Y luego sentir que las bienaventuranzas son verdaderas porque vibran de Él. No son un vago manifiesto intelectualista, esas palabras son Él, y si tenemos que confiar en alguien, lo sabemos, no confiamos en los teóricos, sino en los testigos, en las palabras hechas carne, en quien ha dado la vida, porque no sirve saber la vida, hay que sufrirla, interpretarla con la carne, las palabras verdaderas son solo aquellas inmersas en la sangre. 

Jesús es aquel que se hizo pobre, que llora, que elige el durísimo camino de la mansedumbre pagando siempre en primera persona, es aquel que comprende que luchar por la justicia solo es posible dejándose crucificar, Él es el misericordioso por excelencia, extendiendo la paz incluso sobre sus asesinos, Él es el puro de corazón, Él ve a Dios y nos muestra a Dios, Él es el insultado y el perseguido. Las bienaventuranzas son verdaderas porque Jesús es verdadero, porque son una descripción perfecta del estilo del Señor, porque ayudan a concebir una nueva visión de Dios; si no fuera así, serían solo otro patético manifiesto político utópico. 

Las bienaventuranzas no son un vago proyecto de inclusión de los pobres mártires del mundo, ni tampoco la promesa ilusoria de una compensación futura por las desgracias terrenales, las bienaventuranzas son Jesús y nosotros, que las escuchamos, estamos simplemente llamados a tomar partido: ¿queremos ser como Él? ¿Estamos tan enamorados de esa persona como para querer ser incluidos en su escandalosa forma de interpretar el mundo? 

Creer no es aceptar una filosofía de vida, creer es vivir así, es sentir que cada vez que una pieza de las bienaventuranzas no se encarna en nuestros huesos, entre nuestras elecciones, cada vez que escapamos del martirio de querer ser como Jesús (sí, se trata de ser testigo como el mártir), somos menos nosotros mismos, aún no somos plenamente nosotros. Perderse para encontrarse, aniquilarse para descubrirse, morir para vivir. 

El cristianismo no es un vago movimiento de inclusión social, no es la pertenencia a una Iglesia institucional tan buena y generosa que acoge a todos (pero ¿acoger dónde? ¿acoger para qué?), sino que es un vínculo vital con la figura de Jesús, con lo que nos han transmitido los padres y madres de la fe, lo que han defendido los concilios, lo que han delineado los mártires y los profetas con su testimonio de sangre... El cristianismo no es la inclusión en un mundo ilusoriamente pacificado, no aquí, no ahora, sino la inclusión en la carne del Crucificado. Esto da miedo. Creer es hundirse en Él y, por tanto, desaparecer para el mundo. 

Utilizar las bienaventuranzas para delinear mundos mejores aquí y ahora es una tontería y es antievangélico. Y también peligroso. Lo primero que hay que combatir es curarnos de la ilusión de creer que sabemos crear un mundo hecho de justicia, no es así, somos como todos los demás y quien establece modelos de sociedad creyéndose mejor que su predecesor cae en los mismos errores de soberbia y violencia. Estamos habitados por el pecado, el mal nos habita. Esta es la lucha. 

El enemigo es nuestro narcisismo. Por eso, gracias a quienes nos empobrecen, a quienes nos tratan injustamente, gracias a quienes nos persiguen, gracias a quienes no nos comprenden. Gracias a quienes nos ayudan a purificar nuestro corazón. Gracias a la vida cuando nos ha enfrentado dolorosamente al mal que sabemos hacer. Gracias porque hemos comprendido que no existe otra bienaventuranza sino en Jesús, Él que ha hecho de nuestros fracasos cuna y sepulcro. 

Las bienaventuranzas dan miedo porque son la inclusión en Jesús, en su pasión y muerte. No hay otro camino. Creer que se conoce a Jesús sin sufrimiento es una ilusión muy peligrosa. Pero no nos preocupemos, el sufrimiento forma parte, es intrínseco a la vida. Lo hemos encontrado, lo encontraremos, y si nos engañamos pensando que no existe, tengamos cuidado, podríamos vivir toda la vida sin despertar. Vivir en la ilusión, como muertos vivientes. 

La bienaventuranza es sumergirse en Jesús, asumir nuestra enfermedad, nuestra pobreza, nuestro dolor, nuestro pecado y sentir que Él se manifiesta allí. Y con Él bautizarse, y con Jesús crucificarse, y con Jesús dejarse enterrar en un sepulcro y con Jesús resucitar del Padre. Padre que también es descrito por las bienaventuranzas, que es realmente así, Padre que nos incluirá, con Jesús, en la Eternidad. 

Porque las bienaventuranzas sin este movimiento que de deposición en deposición lleva al Eterno no tienen ningún sentido. Sin la Eternidad, Jesús es un iluso, y quien habla del Evangelio sin ser realmente pobre, sin sangrar, ilusionando que es una posibilidad política, es falso y malvado. Sin la eternidad, la vida es vacía, pura alucinación. Si no existiera el Eterno, el Evangelio sería un instrumento peligroso en manos de los poderosos, que sabrían así acallar el grito de los débiles. 

Las bienaventuranzas son un cuerpo martirizado que se entrega y se transfigura en el Padre. Las bienaventuranzas son el resquicio de luz entre las tinieblas, nuestra durísima y dulcísima posibilidad de morir para resucitar finalmente en Él. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Ecología y justicia: ¿Es aún posible la armonía?

Ecología y justicia: ¿Es aún posible la armonía? 

Esta, junto con otras, es una de las preguntas que marcaron una intensa tarde de oración, testimonio, compromiso y acción en la que tuve la oportunidad de participar online y que comparto en esta reflexión. 

También los cristianos cuando nos referimos a la custodia de la casa común podemos considerar oportuno un giro pluriconfesional, donde el prefijo -pluri significa precisamente plural. De hecho, creo que la custodia (y su promoción) del medio ambiente solo puede existir, solo puede tener vida, si los deseos y las visiones son plurales, comunes. 

En diferentes partes del mundo es ya evidente que nuestra tierra se está deteriorando. En todas partes, la injusticia, la violación del derecho internacional y de los derechos de los pueblos, las desigualdades y la codicia que las genera producen deforestación, contaminación y pérdida de biodiversidad. 

Aumentan en intensidad y frecuencia los fenómenos naturales extremos causados por el cambio climático inducido por la actividad antropogénica y por eso, en una época compleja atravesada por urgencias y esperanzas, la conversión ecológica se revela como un acto de justicia, un camino de cuidado, un desafío cultural y espiritual: una tarea compartida, una llamada que aún interpela. 

Hoy, quizá más que nunca, es necesario pasar de las palabras a los hechos, de los debates a los diálogos, de las declaraciones a las pequeñas decisiones cotidianas. Se necesitan gestos concretos, comunidades vivas para construir un futuro justo. 

Solo habrá un verdadero cambio con la participación. Habrá paz con la Tierra si aprendemos a caminar en paz entre nosotros. Sin duda, nos encontramos en una época compleja, probablemente también difícil, pero favorable al cambio. 

La espiritualidad ecológica a la que el Papa Francisco «nos ha acostumbrado» a lo largo de su pontificado nos invita a todos a resistirnos a la indiferencia y a elegir el cuidado y la proximidad. Es ahí donde se cultiva una energía diferente: renovable, democrática, comunitaria. 

Y por eso que estamos llamados a un sí que comienza cerca, en la comunidad, en los lugares de la vida cotidiana; a la responsabilidad colectiva, a una conversión integral urgente que relacione el medio ambiente, la economía, la sociedad, la política, la cultura, la espiritualidad; a tener una conciencia crítica e informada y a reconocer el valor de un patrimonio tan precioso como frágil; al diálogo como método y valor: practicamos el diálogo constructivo en interés de nuestro territorio, que se está desmoronando. 

En este sentido, la política, con sus propios instrumentos, debe hacer su parte, siendo consciente de que todos somos facilitadores del cambio; su actividad está llamada, en sus articulaciones y competencias, a responder con esperanza y criterio a la organización de una ciudad habitable más que habitada. La ciudad no se conforma con ser representada, sino que pide, en su silencio ensordecedor, ser imaginada y cambiada. 

La conservación de un medio ambiente habitable es un compromiso que las generaciones actuales asumimos sobre todo hacia las generaciones futuras y por eso hay que confiar un papel fundamental a los procesos educativos, a la información y a los comportamientos individuales; para que la tierra en la que vivimos, y en la que vivirán nuestros descendientes, pueda seguir llamándose hermana y madre Tierra que nos sustenta y nos gobierna. 

Y «para hacer la sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social —a nivel político, económico, cultural— convirtiéndolo en la norma constante y suprema del actuar. […] El amor social nos impulsa a pensar en grandes estrategias que frenen eficazmente la degradación ambiental y fomenten una cultura del cuidado que comprometa a toda la sociedad» (Laudato Sì 231). 

El ejemplo de Santa Teresa de Lisieux, que «invita a practicar el pequeño camino del amor, a no perder la oportunidad de una palabra amable, de una sonrisa, de cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad» (Laudato Sì 230), puede ser un modelo válido que nos ayude a orientarnos en el magma en el que flotamos, a veces encallando. 

Nos corresponde a nosotros construir, refundar una cultura de la armonía que sepa combinar seriamente el concepto de redención, es decir, de recuperación de lo descartado, con el de reutilización, dando así a los desechos —humanos y materiales— una nueva vida, una dignidad y una consideración que tal vez nunca hayan tenido. 

Por último, resulta eficaz la particular lectura de la «encíclica verde» propuesta por el teólogo brasileño Leonardo Boff, que capta en el texto la fuerte centralidad, más que nunca de actualidad, entre la ecología y la justicia (cf. L. Boff y otros, Cuidar la Madre Tierra. Comentario a la Encíclica Laudato sì del Papa Francisco). 

La ecojusticia, cuya teorización es fundamental para comprender su práctica resolutiva, implica que la explotación de la Tierra está intrínsecamente ligada a la explotación de las personas y que es necesario un cambio ético, espiritual y social para establecer una relación de cuidado e interdependencia con la naturaleza y con los demás seres vivos. 

Partiendo de esto, pero no solo de esto, es necesaria una movilización profética por la justicia climática, ecológica y, sobre todo, humana, en la que, ante el genocidio reconocido, se pueda empezar a hablar también de "ecocidio", con criterios bien definidos, por supuesto. 

Este es el complejo pero decisivo paso que desde perspectivas plurales espera buena parte de la humanidad y que, desde el desequilibrio a la armonía, se pueda construir concretamente un nuevo horizonte basado no solo en el respeto de la casa común, sino que, partiendo del cuidado de nuestra naturaleza humana, llegue a la tan deseada ecología integral. Una prueba, esta, que vale la pena de nuestro ser en el mundo y, por lo tanto, en la Iglesia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Una fe cristiana menos católica.

Una fe cristiana menos católica 

A estas alturas uno ya ha comenzado a tratar de ser más consciente de lo que son nuestra fe, nuestra religión y nuestra Iglesia. Y va llegando a una conclusión que va tomando forma y que podría comenzar a formularse así: llega el tiempo de ser menos católicos —en el sentido de la elaborada estructura religiosa construida a lo largo de los siglos en torno al mensaje de Jesús de Nazaret— para volver a ser simplemente más cristianos. 

Gran parte de los católicos de esta aparte del mundo en el que yo vivo admitimos que la Iglesia está atravesando una fase de crisis, pero no todos estamos de acuerdo en identificar las causas. 

Una de ellas es lo que alguien ha llamado “elefantiasis de estructuras y programas” que ya no se adaptan a las dimensiones y exigencias de los fieles. Por supuesto, no se me ocultan otros factores como, por ejemplo, el clericalismo y una cierta pereza intelectual del clero, disfrazada de prudencia y fidelidad a la tradición. 

Es verdad que a veces se proponen en el mundo católico que yo conozco algunos atajos dirigidos hacia la devoción, la emotividad, lo milagrero, la piedad,…, tomados por algunas jerarquías para ilusionarse de no perder seguidores. 

Hay quien sigue atrincherado en las glorias del pasado. Y seguramente hay quien también sufre la desorientación ante los cambios propuestos desde arriba (incluso a modo de frases y de titulares… ‘es la hora de los laicos’, ‘es la hora de la sinodalidad’, …) que después no acaban de encontrar espacio en la reflexión y ni se verifican en la práctica de hecho. 

Uno cree que la Iglesia actual está abrumada y agobiada por los dogmas, las reglas y las tradiciones que se han acumulado a lo largo de los siglos y que la hacen incapaz de esa «conversión» que también pide a sus hijos, y por lo tanto incapaz no solo de hablar a los hombres y mujeres de hoy, sino sobre todo de acogerlos y darles testimonio de fe y de vida. 

Si esta fuera algo de la situación actual, bienvenida sea la crisis, palabra que, como es sabido, en su significado etimológico significa discernir, juzgar, evaluar y, por lo tanto, hasta podría ser un momento de crecimiento, de cambio positivo. 

Y uno piensa en aquella invitación del Cardenal Carlo Maria Martini en su iniciativa de la Cátedra de los no creyentes puesta en marcha allá por el lejano 1987: 

«No nos preguntemos si somos creyentes o no creyentes, sino pensantes o no pensantes. Lo importante es que aprendáis a inquietaros. Si sois creyentes, a inquietaros por vuestra fe. Si no sois creyentes, a inquietaros por vuestra no creencia. Solo entonces ambas estarán verdaderamente fundadas». 

Es decir, hacerse preguntas, buscar respuestas. Lo que viene a significar inquietud, deseo, búsqueda… Y hacerlo como personas individuales y como comunidad. 

Al fin y al cabo, la Iglesia ha cambiado de opinión a lo largo de los siglos. Por suerte. No solo sobre las cruzadas, la guerra justa, la pena de muerte, sino también sobre temas más específicos como la libertad de conciencia. ¿Y si este fuera el momento de operar cambios similares también en temas como, por ejemplo, el celibato de los presbíteros o las mujeres como ministros ordenados? 

Yo creo que menos catolicismo significa menos lastre de doctrinas y prácticas y más encuentro verdadero con el Jesús de Nazaret de los Evangelios y del Reino. Porque lo que se necesita hoy es dar más visibilidad a la diferencia cristiana. 

La primera tarea de los cristianos es hacer realmente posible una vida evangélica también en este momento de la historia. Esta tarea solo puede llevarse a cabo mostrando su posibilidad en forma de una verdadera alternativa evangélica y novedad cristiana. 

Un Dios Padre bueno que hace hermanos a los hombres y quiere su bien. Un Reino de Dios de nuevos cielos y de nueva tierra. Y es en torno a este núcleo donde hoy hay que reconstruir el propio camino de fe y un cristianismo creíble. 

Una labor sin duda fatigante, porque interpela la conciencia de cada uno y le pide que se ponga de nuevo en camino: la fe es un camino, nunca se llega al final. Y porque pensar es fatigoso, mucho más que ser devoto. 

El catolicismo puede evolucionar, intentando ser menos dogmático y más cristiano. Seguramente podrá y tendrá que seguir siendo religión, porque todo ideal al final debe plegarse a asumir una forma institucional si quiere jugar su partida entre los hombres, pero podemos esperar que lo haga de manera menos absoluta, más autocrítica, con mayor sentido del límite y, si nos atrevemos a decirlo, con un hilo de auto-ironía consigo mismo para no tomarse a sí mismo tan en serio como se toman los absolutismos dogmáticos. 

En definitiva, una religión que libere porque crece y hace crecer. Porque, como escribía San Pablo en la Carta a los Corintios: «cuando era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Pero, al hacerme hombre, dejé atrás lo que era de niño» (1 Co 13,11). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

jueves, 30 de octubre de 2025

Hoy se juega la salvación - San Mateo 25, 31-46 -.

Hoy se juega la salvación - San Mateo 25, 31-46 -

Este pasaje del Evangelio según Mateo es la conclusión del discurso escatológico (cf. Mt 24-25), pronunciado por Jesús en Jerusalén en los días previos a su pasión y muerte. 

Abriendo el corazón y pidiendo al Espíritu Santo que actúe en nuestra inteligencia, tratemos de captar en estas palabras de Jesús dónde está para nosotros, aquí y ahora, el Evangelio, la Buena Nueva. «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él...». 

Sí, en el horizonte de la historia está la venida del Hijo del hombre, el que viene de Dios, preexistente a la creación del mundo junto a Dios, que con humildad vino al mundo y anunció el Reino con acciones y palabras, que va hacia la pasión y la muerte, pero que vendrá en gloria al final de la historia por un decreto extrínseco a la historia misma, en obediencia a la voluntad del Padre, Señor y Creador del cielo y de la tierra. 

Cuando venga en gloria, aparecerá con todos sus ángeles, criaturas invisibles para nosotros. Así sucedía, según el Antiguo Testamento, la manifestación, la epifanía del Dios vivo: cuando Dios aparece, está rodeado de sus huestes de mensajeros (cf. Dt 33,2) y de sus santos (cf. Zc 14,5). Es «el día del Señor» (cf. Am 5,18.20; Is 2,12; Sof 1,7, etc.), anunciado por los profetas, en el que se manifestará el Venidero, encargado de emitir el juicio sobre toda la historia. Él tiene la apariencia de un «humano» y siendo juez, se sienta en el trono de la gloria, el trono en el que reina el Señor (cf. Sal 9,5.8; 11,4, etc.). 

La visión es grandiosa: ante Él se reunirán todos los pueblos de la tierra, de todos los lugares y de todos los tiempos, ¡toda la humanidad! Se tratará, ante todo, de operar una separación, de discernir entre los humanos, del mismo modo que un pastor debe separar las ovejas de las cabras. 

Si la cizaña ha crecido junto con el trigo, ahora hay que separarla de él (cf. Mt 13,24-30.36-43); si la red ha capturado peces buenos y peces malos, ha llegado el momento de hacer la selección, reteniendo los buenos y arrojando al mar los malos (cf. Mt 13,47-50). 

Esta operación, que el Hijo del hombre realizará como pastor, siempre ha sido anunciada y es necesaria para que la última palabra sobre el mal y el bien obrado por los humanos en la historia sea de Dios: palabra definitiva, palabra de justicia, que contiene en sí misma la misericordia, pero que es al mismo tiempo un juicio. Ay si olvidamos esta realidad que nos espera, confesada por otra parte en el Credo: «Volverá, en gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, y su Reino no tendrá fin». 

Ante este Rey universal, que admite o excluye de su reino, está el mundo entero, la humanidad, los cristianos y los hijos de Israel: ¡todos, verdaderamente todos! Al mismo tiempo, se percibe que el juicio se da a cada persona, hombre y mujer, porque el Rey «rendirá a cada uno según sus obras» (Mt 16,27; cf. Sal 62,13). 

He aquí, pues, la segunda escena, la del juicio propiamente dicho, constituida por un díptico que presenta elementos paralelos: una doble sentencia dictada sobre la humanidad, la primera positiva, la segunda negativa. 

¿Qué considera el Rey sentado en el trono de la gloria para formular su juicio? 

Esto es muy interesante, y creo que poco se ha reflexionado sobre la elección de los motivos de aprobación o de acusación elegidos y proclamados por Jesús. 

No se trata de cuestiones que atañen a la fragilidad de los seres humanos, al mal que han cometido por dejarse llevar por las pasiones humanas. No es que estos no sean pecados, pero en vista de la salvación o la perdición no parecen ser causas de vida o muerte eterna. 

Tampoco se enumeran los pecados contra Dios, como la blasfemia o el incumplimiento del sábado (de las tradiciones religiosas). 

Las faltas que causan la exclusión o la entrada en el Reino son, en cambio, las que se refieren a las relaciones entre los seres humanos, en particular en lo que se refiere a la situación de necesidad o desgracia: el hambre, la sed, la marginación del extranjero, la desnudez, la enfermedad, el cautiverio. 

¿Cómo se han comportado los seres humanos ante estas situaciones? La respuesta a esta pregunta es la base de la bendición o la maldición. 

Por lo tanto, este Rey del universo puede decir: «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era extranjero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme». 

Aquí es donde se juega la salvación: en la relación concreta con cada otro ser humano. 

En la tierra ya se lleva a cabo el «proceso», cuando ante quien está en necesidad hacemos algo, lo que podemos y sabemos hacer, o no hacemos nada, porque pasamos de largo ignorando su grito de ayuda. Al final, en el juicio, solo habrá sentencia. 

No es en el culto, ni en la liturgia donde se salva uno, sino en la relación entre los cuerpos, cara a cara, mano a mano, carne que toca carne... 

El amor que Jesús pide no es abstracto, no está hecho de intenciones y sentimientos, no es solo «oración por»: es acción, comportamiento, responsabilidad concreta. Si la liturgia, la oración y los sacramentos no nos llevan a esto, entonces son estériles e inútiles, ya que tienen como fin el amor, el vivir en el amor, el amar incluso al enemigo, al que no es amable (cf. Mt 5,43-48). 

Pero esta sentencia del Rey sorprende y maravilla a aquellos a quienes se dirige. Por eso reaccionan con una pregunta: «¿Cuándo, Señor, hicimos esto y aquello?». 

El asombro de los justos es muy significativo: ¡estos benditos no saben que han sido misericordiosos incluso con Jesús! Y es fundamental no saberlo, porque Jesús, como Dios, es una presencia oculta, esquiva: si no se le reconoce, se realiza la acción con total gratuidad, sin pensar que se ha hecho una obra meritoria que Dios recompensará por estar dirigida al Hijo del hombre. 

La maldad o la bondad de la acción realizada nacen de la forma en que se vive la relación con el hermano o la hermana, y no en referencia al Dios que no se ve. 

Las palabras de la Primera Carta de Juan son siempre instructivas al respecto: «Nadie ha visto jamás a Dios; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor se perfecciona en nosotros... Si alguien dice: «Amo a Dios» y odia a su hermano, es un mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4,12.20). 

Sí, entre estas personas que están ante el Rey hay algunas que no conocen a Jesús, que nunca han oído hablar de Él: tanto sus discípulos como los que son ajenos al cristianismo, todos son juzgados en función de su relación con los más pequeños, hermanos y hermanas de Jesús, los pequeños y los pobres por excelencia. 

Al final de esta escucha, tal vez nos arden los oídos, porque como oyentes y lectores nos vemos obligados a constatar cuántas veces hemos cometido omisiones, es decir, no hemos hecho el bien: los pecados de omisión son los cargos que se nos imputan en el día del juicio. 

Bendición para quien ha sabido cuidar, con su carne, de la carne de los hermanos y hermanas; maldición para quienes han pasado de largo, tal vez susurrando oraciones, pero sin ver, sin reconocer, sin acercarse al otro que estaba en necesidad. 

Esta página es una gran enseñanza para quienes piensan que pueden amar al Dios que no se ve sin amar al necesitado que se ve... 

Sin embargo, nosotros los cristianos —confesémoslo— no estamos entre los benditos: hay quienes pasan hambre a la entrada de los supermercados, y nosotros solo les damos las monedas que nos sobran en los bolsillos; hay quienes son extranjeros, y pensamos en ellos dando algo superfluo a Cáritas, tal vez para la comida de Navidad, pero nunca los invitamos a nuestra mesa, a nuestra casa, porque eso nos incomoda demasiado; hay quienes están desnudos, y como mucho les damos ropa que ya no usamos, que consideramos indigna de estar en nuestros armarios llenos; hay quienes están en la cárcel, y ni se nos ocurre ir a visitarlos, porque no los conocemos y porque pensamos que se lo han ganado. 

¿No será hipocresía la nuestra? El juicio del Rey lo demostrará. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La santidad cristiana a partir de la belleza de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -.

La santidad cristiana a partir de la belleza de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -

 

La tradición cristiana, sobre todo occidental, ha realizado una interpretación esencialmente moral de la santidad. 

Y, sin embargo, esta no consiste propiamente en no pecar, sino en confiar en la misericordia de Dios, que es más fuerte que nuestros pecados y capaz de levantar al creyente que ha caído. 

El santo es el canto elevado a la misericordia de Dios, es aquel que da testimonio de la victoria del Dios tres veces santo y tres veces misericordioso. 

La santidad es, pues, gracia, don, y pide al ser humano una apertura fundamental para dejarse invadir por el don divino: la santidad, por tanto, da testimonio ante todo del carácter responsorial de la existencia cristiana, un carácter que afirma la primacía del ser sobre el hacer, del don sobre la prestación, de la gratuidad sobre la ley. 

Se puede decir que la santidad cristiana, incluso en su dimensión ética, no tiene un carácter legal o jurídico, sino eucarístico: es respuesta a la ‘charis’ de Dios manifestada en Cristo Jesús. Y por eso está marcada por la gratitud y la alegría; el santo es aquel que dice a Dios: «No yo, sino Tú». 

Esta perspectiva de gracia preveniente nos lleva a afirmar que otro nombre de la santidad es belleza. Sí, desde la perspectiva cristiana, la santidad también se declina como belleza. 

Ya el Nuevo Testamento asocia estas dos exhortaciones a los cristianos: tener «una conducta santa» no es otra cosa que tener «una conducta bella» (cf. 1 Pedro 1,15-16 y 2,12). 

Articulada como belleza, la santidad aparece ante todo como una empresa no individualista, no fruto del esfuerzo, tal vez heroico, del individuo, sino como un acontecimiento de comunión. 

Es la comunión representada icónicamente en Moisés y Elías «aparecidos en la gloria» (Lucas 9,3r) y en los discípulos Pedro, Santiago y Juan reunidos alrededor de Jesús resplandeciente en la luz de la transfiguración. 

Es la ‘communio sanctorum’, la comunión de los santos, de aquellos que participan en la vida divina ‘communicantes in Unum’, comunicándose con Aquel que es la única fuente de la santidad (cf. Hebreos 2,11). 

La gloria de Aquel que es «el autor de la belleza» resplandece en el rostro de Jesús, el Cristo (2 Corintios 4,6), el Mesías cantado por el salmista como «el más bello entre los hijos de los hombres» (Salmo 45,3), y se derrama en el corazón de los cristianos gracias a la acción del Espíritu santificador, que moldea su rostro a imagen y semejanza del rostro de Jesucristo, transformando su individualidad biológica en acontecimiento de relación y comunión. 

Y así, la vida y la persona del cristiano pueden conocer algo de la belleza de la vida divina trinitaria, vida que es comunión, ‘pericoresis’ de amor. 

La santidad es belleza que desafía la fealdad del encerramiento en sí mismo, del egocentrismo. 

Es alegría que desafía la tristeza de quien no se abre al don del amor, como el joven rico que «se marchó triste» (Mateo 19,22). 

Léon Bloy escribió: «Solo hay una tristeza, la de no ser santo». He aquí la santidad y la belleza, como don y responsabilidad del cristiano. 

En un mundo que «es cosa hermosa» —como subraya el relato del Génesis—, el hombre es creado por Dios en la relación de alteridad hombre-mujer y establecido como compañero adecuado para Dios, capaz de recibir los dones de su amor, y esta obra creadora es alabada como «muy hermosa» (Génesis 1,31). 

En un mundo llamado a la belleza, el hombre, que es responsable de la creación, tiene la responsabilidad de la belleza del mundo y de su propia vida, de sí mismo y de los demás. 

Si la belleza es «una promesa de felicidad» - Stendhal -, entonces cada gesto, cada palabra, cada acción inspirada en la belleza es profecía del mundo redimido, de los nuevos cielos y de la nueva tierra, de la humanidad reunida en la Jerusalén celestial en una comunión sin fin. 

La belleza se convierte en profecía de la salvación: «Es la belleza», escribió Dostoievski, «la que salvará al mundo». 

Llamados a la santidad, los cristianos estamos llamados a la belleza, pero entonces podemos plantearnos esta pregunta: ¿qué hemos hecho con el mandato de custodiar, crear y vivir la belleza? 

Se trata, de hecho, de una belleza que hay que instaurar en las relaciones, para hacer de la Iglesia una comunidad en la que se vivan realmente relaciones fraternas, inspiradas en la gratuidad, la misericordia y el perdón; en la que nadie le diga al otro: «No te necesito» (1 Corintios 12,21), porque cada herida a la comunión desfigura también la belleza del único Cuerpo de Cristo. 

Es una belleza que debe caracterizar a la Iglesia como lugar de luminosidad (cf. Mateo 5,14-16), espacio de libertad y no de miedo, de expansión y no de pisoteo de lo humano, de simpatía y no de oposición con los hombres, de compartir y solidaridad sobre todo con los más pobres. 

Es una belleza que debe impregnar los espacios, las liturgias, los ambientes y, sobre todo, ese templo vivo de Dios que son las propias personas. 

Es la belleza que surge de la sobriedad, de la pobreza, de la lucha contra la idolatría y contra la mundanidad. 

Es la belleza que resplandece allí donde se impone la comunión en lugar del consumo, la contemplación y la gratuidad en lugar de la posesión y la voracidad. 

Sí, el cristianismo es ‘filocalia’, camino de amor por lo bello, y la vocación cristiana a la santidad encierra una vocación a la belleza, a hacer de la propia vida una obra maestra de amor. 

El mandamiento «Sed santos porque yo, el Señor, soy santo» (Levítico 19,2; 1 Pedro 1,16) es ahora inseparable del otro: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 13,34). 

La belleza cristiana no es un dato, sino un acontecimiento. Un acontecimiento de amor que narra siempre de nuevo, de manera creativa y poética, en la historia, la locura y la belleza trágica del amor con el que Dios nos ha amado al darnos a su Hijo, Jesucristo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La santidad a la medida de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -.

La santidad a la medida de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -

El Evangelio según San Mateo, tras dar testimonio del inicio de la predicación de Jesús en Galilea (cf. Mt 4,17) y haber señalado que muchos se sienten atraídos por Él con la esperanza de ser curados de diversos males y, por lo tanto, comienzan a seguirlo (cf. Mt 4,23-25), nos presenta a Jesús actuando como Moisés, como maestro y libertador de los marginados, de los esclavizados. Se trata del primero de los cinco discursos de Jesús que Mateo relata en su obra (cf. Mt 5-7; 10; 13; 18; 24-25). 

Nos encontramos ante una escena grandiosa y solemne: seguido por las multitudes, Jesús sube a la montaña y, sentándose allí en posición de maestro, imparte su enseñanza a través de un largo discurso, que es el Evangelio, es decir, la Buena Nueva para los pobres y los humildes, aquellos creyentes que no son orgullosamente autosuficientes, que no confían en sí mismos sino en el Señor, buscando su justicia y esperando la salvación solo de él. Estos son el resto de Israel, según la mirada de Dios revelada por los profetas (véase la primera lectura: Sof 2,3; 3,12-13). 

Jesús comienza el discurso con algunas aclamaciones repetidas: «¡Bienaventurados!». ¿Cómo traducir este grito? ¿Felices? ¿En camino, según la elección de André Chouraqui? 

Ciertamente, el adjetivo «bienaventurado» no excluye contradicciones, fatigas y sufrimientos, sino que se dirige precisamente a quienes viven una situación de necesidad: pobreza, llanto, persecución..., a quienes renuncian a un alto precio a la violencia y la agresividad, renuncian a la venganza, a la mentira y a la hipocresía del corazón. 

¡Bienaventurados! Ocho veces resuena este grito de Jesús, que llega a los oyentes pidiéndoles que lean su propia situación, que disciernan con quién se sitúan en el mundo y, por tanto, que se conviertan, que cambien su forma de pensar y de comportarse. 

Por desgracia, lo olvidamos, pero las bienaventuranzas llevan inscrita en sí mismas la urgente necesidad de la conversión y, a través de ella, de alcanzar la promesa que enmarca las aclamaciones: «porque de ellos es el Reino de los Cielos». 

Sí, el Reino de los Cielos es suyo porque, si son o se vuelven pobres, llorosos, mansos, hambrientos y sedientos de justicia, misericordiosos, puros de corazón, pacificadores, perseguidos por la justicia, ya ahora, en la vida terrenal, permiten que Dios reine sobre ellos, por lo que el Reino de Dios ha llegado para ellos, es su «porción» (cf. Sal 16,5). 

Esta realidad será evidente en el mundo venidero, pero la fuerza de Dios y la esperanza del creyente ya transfigura el presente. 

¿Qué es el Reino de Dios? Podemos decir con sencillez que es el amor de Dios que vence al mal y a la muerte, y esta acción ya se produce ahora en los creyentes que viven la lógica del Reino. 

El discurso de la montaña iniciado por las bienaventuranzas no es una carta ni un código, sino que pretende ser una orientación indicativa para una comunidad que hace de Jesucristo el único intérprete de la Ley de Dios y el único juez del comportamiento humano. 

Por lo tanto, es un discurso que hace uso de hipérboles, que puede parecer paradójico, que está en continuidad con la Ley dada a Moisés y, al mismo tiempo, la trasciende: nada de la Ley se contradice o se vacía de significado (cf. Mt 5,18), pero todo se somete a la interpretación que le da Jesús, el intérprete definitivo. 

Intentemos, pues, escuchar con sencillez las bienaventuranzas, leyéndolas y releyéndolas varias veces, con la fe de que la palabra de Dios contenida en ellas puede llegar sin comentarios a nuestro corazón y concedernos no un conocimiento intelectual, sino un conocimiento superior, en la adhesión a Jesús, en la esperanza que solo él puede infundir en nosotros, en la caridad que es su Espíritu Santo derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). En este sentido, procedamos con una paráfrasis de las bienaventuranzas, para no vaciarlas de significado o, peor aún, malinterpretarlas. 

«Bienaventurados los pobres de espíritu». Felicidades a los que son pobres también en espíritu, en el corazón, a los que son pobres materialmente pero interpretan su condición como un grito dirigido a Dios, que espera de Él la respuesta. Estos, que están encorvados bajo el peso de los humanos, ante Dios se sienten expectantes; tienen fe en Jesús, rostro definitivo de Dios, aquel que «siendo rico, se hizo pobre por nosotros» (cf. 2 Cor 8,9), que se despojó de sí mismo (cf. Fil 2,7) y, por tanto, puede acoger a los pobres en su comunión. Podríamos decir que esta primera bienaventuranza resume todas las demás. 

«Bienaventurados los que lloran», los que bajo el peso de la dura tarea de vivir están afligidos, heridos hasta el punto de tener que lamentarse o, simplemente, llorar. Hay hombres y mujeres para quienes la vida difícilmente parece un don que los alegra y a quienes no sabemos o no queremos consolar. Felicidades porque es cierto que «serán consolados» por Dios mismo y ya ahora, a través del Espíritu Santo, pueden dar sentido a su sufrimiento y no desesperar. Según el profeta Isaías, consolar a los afligidos también forma parte de la misión del Mesías (cf. Is 61,2), pero no hay que olvidar que Jesús también lloró en su vida (cf. Lc 19,41) y en su pasión (cf. Heb 5,7). 

«Bienaventurados los mansos». He aquí un comentario a la primera aclamación. ¿No es el Reino de Dios sinónimo de «la tierra prometida» que se va a heredar? Al escuchar este grito de Jesús, además, recordamos las palabras con las que Él encarna esa bienaventuranza: «Yo soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), como el Siervo del Señor profetizado por Isaías, profeta no violento, hombre que no se impone (cf. Mt 12,15-21; Is 42,1-4). 

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia», que en su corazón tienen el deseo de que se cumpla no su propia justicia, sino la de Dios, la justicia que Dios quiere y hace, haciendo justo al creyente humilde. Es una justicia que salva y que obra como en el Mesías, hecho por Dios «justo y salvado» (Zc 9,9; cf. Mt 21,5). No se puede restringir esta bienaventuranza solo a los cristianos: muchas personas que no han conocido a Cristo tienen esta hambre y luchan por ella, gastan su vida, permaneciendo «justos», coherentes con su pasión. ¿Quién puede rebatir esta felicitación de Jesús? ¿Quién puede restringirla? Bienaventurados, porque Dios los saciará con la justicia definitiva del Reino, porque habrá un juicio final del Hijo del hombre y quienes hayan tenido esta hambre y hayan actuado en consecuencia serán proclamados bienaventurados e invitados al Reino (cf. Mt 25,34). 

«Bienaventurados los misericordiosos», los que practican esta actitud, cargada de ternura y perdón hacia los demás: todos somos deudores de los demás, todos tenemos algo que debe ser perdonado. Y entonces Jesús anuncia: felicidades a quien hace misericordia, porque Dios le hará misericordia a él (cf. Mt 6,14-15; 7,2; 18,35; St 2,13). La misericordia es corazón para los miserables, es perdón para quien ha pecado, es cuidado para quien se encuentra en necesidad y en sufrimiento. Precisamente sobre esta bienaventuranza seremos juzgados al final de los tiempos: quien haya omitido hacer misericordia al hambriento, al sediento, al extranjero, al desnudo, al enfermo, al prisionero, no encontrará misericordia (cf. Mt 25,41-45). 

«Bienaventurados los limpios de corazón», aquellos que tienen el corazón, fuente de sus sentimientos y acciones, íntegro, indiviso, conforme al de Jesús. Se le pide a Dios tener un corazón unificado (cf. Sal 86,11), quitar el corazón de piedra y dar un corazón de carne (cf. Ez 11,19; 36,26), para no tener un corazón doble (cf. Sal 12,3). Si hay esta transparencia, esta integridad, entonces se tiene el don de ver a Dios en la fe y de verlo en el Reino cara a cara. 

«Bienaventurados los que trabajan por la paz», los que trabajan por la reconciliación, por la comunión entre hermanos y hermanas, entre todos los seres humanos; los que derriban muros, no levantan barreras, construyen puentes, renuevan con convicción el diálogo, se ejercitan en la comunicación amable y sincera. Estos son llamados hijos de Dios porque esta es la primera acción de Dios hacia la humanidad: reunirla en paz, reconciliarla. 

Por último, «bienaventurados los perseguidos por la justicia», bienaventuranza desarrollada con una palabra dirigida directamente a los discípulos: «Bienaventurados seréis cuando os insulten, os persigan» ... Felicitaciones a las víctimas de la injusticia, la opresión y la tiranía, porque han sabido resistir y, por tanto, afirmar la justicia de Dios contra la injusticia de este mundo. Los discípulos deben saberlo: en un mundo injusto, el justo es motivo de vergüenza, por lo que es hostigado y, si es necesario, incluso asesinado (cf. Sab 2,1-20). Como les sucedió a los profetas, como le sucedió a Juan el Bautista, como le sucedió a Jesús, así les sucede a quienes siguen su camino. Pero, paradójicamente, ¡felicidades, porque tienen plena comunión con Jesús en todo, incluso en los sufrimientos! 

Todo nuestro deseo por querer vivir las bienaventuranzas fue iniciado por el mismo Jesús de Nazaret que abrió el camino de aquella humanidad santa ofreciéndonos su ejemplo. Jesús es a quien Dios ha dirigido en primer lugar estas bienaventuranzas hasta encarnarlas en su persona. 

Las bienaventuranzas proponen al discípulo de Jesús que sea una obra maestra de humanidad alternativa, es decir, nueva. O lo que es lo mismo, santa.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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