Una parábola de la conversión: el Buen Samaritano
Jesús cuenta una parábola para responder a la pregunta que le plantea un doctor de la ley: ¿Qué debemos hacer para heredar la vida eterna?
¡Parece que el secreto está en el AMOR! Amar a Dios y amar al prójimo... se puede morir amor, pero se vive ciertamente siendo amado.
El hombre parte a menudo del amor al prójimo para llegar al de Dios: sólo desde un amor dado y recibido del prójimo podemos llegar a experimentar y reconocer el de Dios por nosotros. Por eso todo ser humano se presenta sediento de amor. Cuanto mayor sea esta necesidad de amor, más poco atractivo, más vulnerable y susceptible de marginación parece el ser humano. Pensemos en el ser humano afectado por la enfermedad, por la pobreza, brutalizado por la violencia…
Esta parábola nos invita a celebrar el encuentro con el rostro sufriente. Para que este encuentro realmente suceda necesitamos…
Contemplar el rostro
Dificultad: ¿Qué suscita en nosotros el encuentro con un rostro sufriente?
Actualmente, como actitud de masas, nos movemos entre la represión y la espectacularización, entre la represión de la muerte y la épica de lo macabro. O la muerte en vida o el sufrimiento ajeno visto a través de la mediación protectora de los medios de comunicación.
¿Podemos sostener la visión de un rostro concreto y sufriente? ¿Es todavía posible la compasión? ¿O ahora está asfixiado por la indiferencia, la represión, la costumbre, el miedo?
Contemplar es considerar el rostro completo del hombre sufriente:
- Un
acontecimiento inesperado hace que este desafortunado hombre esté a un paso de
la muerte.
- Delante del
sacerdote y del levita este hombre se convierte en el hombre desatendido, que
sufre una indiferencia asesina. Experimenta que no es nada, algo o alguien que
hay que evitar.
- Ante el samaritano se convierte en el hombre que se deja ayudar, que experimenta que alguien se ocupa de él gratuitamente, aquel que experimenta la compasión del otro.
Otro ejemplo: aquella anciana que todos los días pedía limosna por las calles de aquella ciudad… aquel día que alguien le regaló una rosa, y ella exclamó: “¡Me ha visto!”
Alguien pudo ver en el rostro del mendigo la sed profunda de la persona. No la redujo a su pura necesidad material. Y desde ese día nunca más la volvieron a ver mendigando en aquella calle.
Escuchar el rostro del sufrimiento
Es una actitud muy difícil de cultivar: pensemos en lo fácil que es proporcionar medicamentos para la depresión que escuchar el silencio de la persona deprimida.
La mayoría de los oídos se cierran a las palabras que intentan expresar un sufrimiento. Construimos barreras para evitar que el sufrimiento pase de quienes lo experimentan a quienes lo escuchan. Pero sin escuchar al que sufre, lo relegamos al aislamiento… y nos excluimos de la posibilidad de comunicarle nuestro sufrimiento.
Sufrir con el que sufre… compasión
No basta ver al que sufre, hay que hacerle espacio dentro de nosotros, sentir compasión, simpatizar con él, empatizar con él... La compasión es sacar el dolor de su soledad. Pero para poder experimentar esto debemos reconocer las oposiciones con las que luchamos dentro de nosotros mismos. Debemos aprender a ver nuestro miedo. A menudo nos impide ver el miedo de quien sufre. Tal vez tengo miedo del aislamiento en el que se encuentra el hombre herido.
“El dolor aísla absolutamente y es de este aislamiento absoluto de donde nace la apelación al otro, la invocación al otro... No es la multiplicidad humana la que crea la sociabilidad, sino que es esta extraña relación que comienza en el dolor en el que apelo al otro, y en su dolor que me perturba, en el dolor del otro que no me es indiferente. Es la compasión... El sufrimiento no tiene sentido, pero sufrir para reducir el sufrimiento del otro es la única justificación del sufrimiento, es mi mayor dignidad... La compasión, es decir, sufrir con el otro es lo que tiene más sentido en el orden del mundo” (Emmanuel Levinas).
Quien ama al prójimo es quizás el hombre herido que, en su absoluta impotencia, da al otro la posibilidad de llegar a ser plenamente él mismo, de hacerse hombre a imagen de Dios, de hacerse compasivo como Dios...
En la Cruz, en Jesús inmerso en el dolor, contemplamos al verdadero hombre hecho a imagen de Dios, capaz de dar la vida por la humanidad... Este don contiene la expresión más alta de la dignidad humana... sufrir para reducir el sufrimiento del otro es mi mayor dignidad.
Jesús nos da un ejemplo de cómo vivir la compasión: Isaías 53, el Siervo sufriente… Es el primero no escuchado, no visto, sin rostro, sin dignidad. Aquí Jesús nos deja ante todo una gran enseñanza: no puede haber compasión sin pasar del saber al hacer, del conocimiento de las Escrituras al conocimiento del sufrimiento humano, entre el cuerpo de las Escrituras y el cuerpo del hombre herido. Esto era quizá lo que faltaba en el doctor de la ley para quien Jesús cuenta esta parábola.
Cuántas veces experimentamos que el amor no se reduce sólo a una obra de manos humanas, a algo que hacer, a una eficacia, a una buena organización de las estructuras caritativas. Esto nos ofrecería una excelente oportunidad de ocupar un lugar central.
El
punto de partida correcto es considerar siempre que sólo Dios es amor, tenemos
amor… sólo lo tenemos al recibirlo de una fuente mayor que nosotros. La Iglesia
que hace caridad no es en sí misma sujeto de la caridad, sino participación en
la caridad que es de Dios Padre.
Encontrarse y solidarizarse con los que sufren, convertirse en buenos samaritanos para los hermanos, requiere necesariamente un camino de conversión personal y continua.
Es importante poder verme en ese desgraciado hombre: soy yo quien baja de Jerusalén a Jericó y se esconde lejos de Dios (Jesús se hizo todo lo que nosotros somos y no queremos ser).
Es el camino de Adán que se aleja y se esconde de Dios. El hombre es un fugitivo, el Hijo del Hombre es un peregrino. Él recorre el mismo camino que nosotros, los desafortunados, pero en dirección opuesta.
Cayó en manos de bandidos: estos bandidos podrían ser los dones que Dios nos ha dado y que usamos mal: nuestro corazón, nuestra vida, nuestra inteligencia… cuando no están revestidos de amor sino de egoísmo.
Lo desnudaron del todo: cuando tenemos una mala opinión de Dios, ya no nos aceptamos como una de sus criaturas, nos sentimos frágiles, indefensos. Sentimos nuestros límites ya no envueltos en su ternura, sino atacados y juzgados por Él. Entonces nuestra necesidad del otro se convierte en una amenaza, una vergüenza, una humillación. Nuestra necesidad podría ser el lugar de encuentro entre yo y el Creador, entre yo y mis hermanos, en cambio se convierte en una amenaza, un vacío que hay que cubrir y que ya no se llena. Nuestra limitación se convierte en una falta de vida que nos afecta continuamente.
Lo vio y se acercó: Jesús viene a nosotros porque nosotros no podemos ir a Él. Sólo aquellos a quienes el Buen Samaritano cuida son ahora capaces de seguir su mismo camino. Sólo si somos capaces de captar el amor de Dios por nosotros seremos capaces de amar a los demás… Bienaventurados los ojos de quien ve a Jesús samaritano inclinado sobre su existencia.
El desdichado hombre se cura gracias a la intervención de alguien que acoge a todos. La persona recién curada a su vez también podrá acoger y cuidar a todas las personas medio muertas que encuentre… él también se convertirá en alguien que acoge a todos.
El cristiano ve en el Buen Samaritano la imagen de alguien capaz de misericordia, que no tiene miedo de ensuciarse las manos, que no se encierra en sus propios asuntos privados, que no se va directamente a casa dejando afuera el mundo con sus problemas. El Buen Samaritano desempeña el papel esencial del hombre que expresa el compromiso en la Jerusalén-Jericó de la vida. Una persona que desdeña la proximidad no es digna de ese nombre de ser humano.
El samaritano de la hora justa: realiza una intervención en el momento oportuno. Es el gesto de primeros auxilios, de asistencia inmediata. Una dimensión que no debemos pasar por alto escudándonos en el pretexto de que no estamos a favor del asistencialismo. A veces, bajo este pretexto, se permite a los miserables dormir en la estación y a los pobres pudrirse arropados bajo cajas de cartón en cualquier soportal.
El samaritano de la hora después: ésta es la
verdadera caridad que busca proyectos globales de recuperación que busquen
sacar definitivamente a ese hombre de la calle.
El samaritano de la hora anterior: si el samaritano hubiera llegado al camino una hora antes, tal vez el atentado no se habría cometido. La compasión del corazón debe convertirse también en compasión del cerebro. Es necesario que ame previendo las necesidades del futuro, previendo las urgencias del mañana, encontrando el sistema para prevenir los daños.
Todos los cristianos, también los que trabajan en política y en el trabajo social, debemos estar dotados de una gran capacidad de discernimiento y de conversión: discernimiento de los signos de los tiempos, intuición de esas grandes utopías que irrumpen hoy y ya se hacen carne y sangre, percepción de la paz y fruto de la justicia.
La Iglesia, como cada uno de nosotros, es una casa frágil, suspendida entre Jericó y Jerusalén, que nace allí donde se está dispuesto a acoger a todos, como el Reino del Padre que acabará por acoger a todos los que han acogido. Es el camino de quienes se ocupan del mal del mundo hasta el final de la historia.
El mandamiento de Dios y del amor es ahora una ley posible: «ve y haz tú lo mismo».
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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