Jesús fue tentado como nosotros
Es el primer domingo de Cuaresma, tiempo severo pero “favorable” (2 Co 6,2) para el cristiano: sobre todo tiempo de lucha contra las tentaciones. Por eso, al inicio de este tiempo, la Iglesia nos ofrece siempre el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto, tentaciones que, según Lucas, estarán siempre presentes en su vida, hasta el final (cf. Lc 23, 35-39). Jesús también sabía que está escrito: «Hijo, si quieres servir al Señor, prepárate para la tentación» (Eclo 2,1).
Jesús había sido sumergido en el Jordán por su maestro Juan Bautista, y durante esa inmersión el Espíritu Santo había descendido sobre él desde el cielo abierto, mientras la voz del Padre le decía: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco» (Lc 3,22).
Fue el acontecimiento que cambió la vida de Jesús, dándole una nueva forma, porque desde aquel momento ya no fue sólo el discípulo del Bautista, sino que fue ungido como profeta, lleno del Espíritu.
Por este motivo deja a Juan y a los demás miembros de la comunidad y se aleja del Jordán, entrando en el desierto de Judá. El mismo Espíritu que descendió sobre él lo empuja a este retiro, a la soledad, a pensar ante todo en la misión que le espera.
El Espíritu lo ha capacitado, lo ha empujado con fuerza hacia esta nueva forma de vida, que verá a Jesús como predicador y profeta, pero él debe hacer un trabajo de discernimiento: ¿cómo llevará a cabo su misión? ¿Con qué estilo cumplirá su vocación? ¿Cómo seguirá escuchando aquella voz del Padre en el bautismo? ¿Cómo se opondrá a todo aquello que contradiga la voluntad divina?
El retiro en el desierto es necesario: un retiro de cuarenta días, largo, pero con un límite en el tiempo porque es en vista de otra cosa.
Jesús sabe que ir al desierto significa ante todo despojarse de todo lo que se tiene; Él sabe que la soledad es olvidar lo que uno es para los demás. Sabe que la escasez de alimentos es una prueba de sus propios límites humanos, de su propia condición de fragilidad y, por tanto, de mortalidad. Pero sólo en la desnudez radical el hombre conoce la verdad profunda de sí mismo y del mundo en el que ha venido: y en este despojamiento de la prueba es necesaria la tentación, de la que no se puede estar exento.
Este pasaje de Jesús ya indica cómo su elección se basaba en la adhesión a la realidad, a la condición humana. Aquel tiempo de cuarenta días –vivido ya por Moisés (cf. Ex 24,18; Ex 34,28; Dt 9,9-11.18.25) y por Elías (cf. 1 R 19,8), vivido ya en los cuarenta años de Israel en el desierto (cf. Nm 14,33-34; Nm 32,13; Dt 2,7; Dt 8,2-4; Dt 29,4), después de la salida libre de la inmersión en el Mar Rojo– es un tiempo de prueba que implica esfuerzo, renuncia, elección.
Lucas ejemplifica tres tentaciones que en realidad debieron ser muchas para Jesús, y con sabiduría antropológica las resume en las de comer, de poseer, de dominar.
Jesús tiene hambre y siente dentro de sí todo el poder de la división que habita en él, escucha la voz del “diábolos”, del que divide. Si siento una necesidad urgente, un impulso fuerte, el del hambre que me muerde el estómago y me provoca mareos, ¿cómo salgo de ella?
Al hacer cualquier cosa para escapar de la necesidad, uno se sentiría tentado a responder: una tentación que es tanto más fuerte cuanto más apremiante es la necesidad. Pero Jesús ayunaba libremente, no obligado, queriendo aprender a decir no, a hacer un sacrificio.
Ciertamente la tentación de la comida es única para Jesús, un hombre como nosotros pero con una vocación y misión única recibida de Dios, que acaba de proclamarlo su Hijo amado. Si Jesús puede participar del poder de Dios, ¿por qué no recurrir a un milagro, convirtiendo una piedra del desierto en pan, y así poder saciarse?
Con ese milagro, sin embargo, renunciaría a lo que había elegido al hacerse hombre: “poner entre paréntesis» los atributos de su divinidad, condición compartida con Dios, para ser en todo hombre, terrenal como cada uno de nosotros” (cf. Flp 2,6-8). La tentación es, pues, olvidar la humanización elegida, renunciar a ella y utilizar el poder de Dios para saciar el hambre y colmar la extrema privación.
Pero Jesús resiste, porque conoce la Palabra: «No sólo de pan vive el hombre» (Dt 8,3a). Sí, el hombre no sólo tiene hambre de pan, sino también –como lo pone de relieve el paralelo de Mateo que cita íntegramente el pasaje del Deuteronomio– «de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3b; Mt 4,4).
En la segunda tentación Jesús ve desde arriba todos los reinos de la tierra, sus riquezas, su arrogancia, su escenario mundano. Toda esta riqueza puede estar a su disposición, todo este poder que es dominio sobre los hombres y la tierra puede ser ejercido por él, con una sola condición: que Jesús adore la riqueza y el poder, personificados por el diablo.
Si Jesús se somete a los ídolos de la riqueza y del poder, éstos a cambio estarán en sus manos, como instrumentos de su misión, como garantía de eficacia: triunfará, en «una subida imparable» (Sal 48,19)…
Pero incluso frente a este impulso que habita en todos los humanos, Jesús sabe decir no. Él vino para servir, no para dominar (cf. Mc 10,45; Mt 20,28), vino en la pobreza, no en la riqueza (cf. 2 Cor 8,9). Esto no sólo no facilitará su misión, sino que marcará visiblemente su fracaso según la evidencia mundana; Jesús, sin embargo, no piensa en su misión como una conquista, una gran reunión de creyentes para dominar. Por eso es libre de responder, citando nuevamente la Torá: «Al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás» (Dt 6,13).
Viene luego la tentación más alta, y por tanto la última, la gran tentación.
Desde el punto más alto de la construcción religiosa por excelencia, el Templo, Jesús ve el abismo debajo de él, que también es la nada, el vacío, porque la razón nos dice que en el abismo no hay nada, ni siquiera Dios, sino que uno está abandonado para siempre, como si nunca hubiera nacido: el abismo da vértigo…
¿Qué debe hacer Jesús delante de ese agujero negro? ¿Arrojarse al suelo, obligando a Dios que lo declaró Hijo a realizar un milagro, es decir, a enviar ángeles para salvarlo y evitar que caiga, como lo tienta el diablo citando la Escritura (cf. Sal 90,11-12)? ¿O aceptar su situación, la de quien ve el fracaso, el vacío, pero permanece fiel a Dios y no lo tienta, no lo provoca (cf. Dt 6,16)?
Sí, ésta es la tentación de las tentaciones, experimentada ya por Israel en el desierto cuando, ante las dificultades, las contradicciones y la aparente negación de las promesas de Dios, se preguntaba desconcertado: «¿El Señor está entre nosotros o no?». (Éxodo 17,7).
Esto sucede también en nuestro corazón, cuando el sentimiento de fracaso de toda nuestra vida nos invade, nos sorprende y nos confunde, hasta el punto de hacernos decir dentro de nosotros mismos: “¡Todo fue un engaño! “¡Dios no estuvo en nuestros inicios o nos abandonó!”.
Ésta es la tentación que quiere contradecir la fe, la confianza puesta en Dios: no blasfemándolo, no discutiendo con Él, sino simplemente negándolo, es decir, excluyéndolo del propio horizonte y de la vida.
Jesús sufrió estas tentaciones como hombre como nosotros. No hizo una escena ejemplar, sino que vivió realmente estos abismos, aprendiendo así a adherirse a la realidad: «Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia» (Hb 5,8).
Después de esta prueba en el desierto, Jesús ahora sabe cómo llevar a cabo su misión y cómo completar su vocación, consciente de que el Espíritu Santo está con él y que está lleno de la fuerza del Espíritu.
Pero ésta no es una victoria definitiva para Jesús: el diablo volverá a tentarlo, tratando siempre de hacerlo dividido, esquizofrénico, para que su voluntad niegue la voluntad del Padre.
Jesús saldrá victorioso, igual a nosotros en todo excepto en el pecado (cf. Hb 2,17; Hb 4,15): por eso triunfará sobre la muerte y, como Resucitado, vivirá eternamente.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario