jueves, 27 de marzo de 2025

Muerte, hermana muerte, a pesar de todo.

Muerte, hermana muerte, a pesar de todo 

Max Scheler escribió una vez sobre San Francisco de Asís que «afortunadamente para él y para nosotros, no era ni un teólogo ni un filósofo» (Esencia y formas de simpatía, 1922), lo que significa que si hubiera intentado formular sus intuiciones en conceptos rigurosos, muy probablemente habría tropezado con alguna herejía. 

Si a esto añadimos que la muerte, en el Cántico de las Criaturas, no es una, sino dos -una que es «nuestra hermana» y la otra que no lo es en absoluto-, se comprende inmediatamente que el título de esta reflexión no puede entenderse como una referencia a una actitud genéricamente «espiritual» (y un poco empalagosa) ante el final de la vida, sino que debe leerse ante todo como una advertencia sobre el hecho de que nos arriesgamos conscientemente a una operación bastante delicada. 

Más allá del significado específico que asume en el marco teológico del Cantar de los Cantares, la afirmación de que la «muerte corporal» no coincide con la «muerte segunda», que no concierne al cuerpo, sino a otra cosa, significa que morir no es un hecho simple (porque es precisamente doble) ni simplemente natural, sino que implica una dimensión cuya naturaleza exacta no está clara (¿el alma? ¿el espíritu? ¿la persona?). 

Más precisamente, para el ser humano vivo, morir no es (sólo) un hecho, sino (también) una posibilidad: es también, e inevitablemente, una posición adoptada que en este sentido, mucho antes de que intervenga la tecnología, es radicalmente "antinatural". Y los avances técnicos, al ampliar el alcance de lo posible, no hacen más que hacer más evidente esta anti-naturalidad, pero son una consecuencia y no una causa. 

Se quiera o no, morir implica asumir una responsabilidad personal, que evidentemente también puede expresarse en las conocidas formas negativas de huida o de represión, que también son posiciones adoptadas. 

Por eso el aforismo epicúreo –cuando hay muerte nosotros no estamos– nunca ha tranquilizado a nadie y, de hecho, como aclaró Heidegger, solo tiene sentido si se le da la vuelta: solo frente a la muerte yo estoy, solo soy yo, porque nosotros no morimos, sino que yo muero. Y nadie puede (ni debe) hacerlo por mí. 

En último término, los problemas, urgentes y extremadamente concretos, abordados en las páginas que se escriben derivan todas de aquí, de una doble restricción que sólo en apariencia es muy abstracta: la que existe entre la imposibilidad de compartir lo que es absolutamente individual y la necesidad teórica y práctica, fáctica y moral, de hacerlo. 

El que muere está solo: la experiencia del abandono a sí mismo no perdona ni siquiera al moribundo en la cruz y es sólo la otra cara de la propia responsabilidad ineludible e intransferible. Si no se toma en serio esta soledad radical, cualquier intento de interacción fracasa. Corre el riesgo de convertirse en una forma de abuso que normaliza lo irrepetible en protocolos probados e impone estilos de muerte listos para usar. O bien acaba siendo un paliativo, en el sentido no técnico y peyorativo del término, como sucede en las inquietantes «relaciones», por así decirlo, con los thanabots. 

Por eso, intentar pensar en algún tipo de fraternidad / hermandad en y con la muerte, con todas las implicaciones prácticas, no es una observación, sino una contestación. No es el reconocimiento de una realidad natural pacífica que no pide nada más que ser reconocida, sino la negativa a aplastarse sobre ella. 

Lo que implica, precisamente, cuestionar el hecho en múltiples niveles: cuestionar los límites “naturales” (del espacio o de las especies) de las muertes que nos interpelan; desafiar la creencia de que informar una verdad factual, desnuda y cruda, es equivalente a comunicarse con un paciente; desafiar la idea de que asumir la responsabilidad de alguien significa engañarse pensando que se la podemos quitar o que acompañarlo hasta el final es inútil si no se supera la soledad subyacente; desafiar la ilusión de quienes quieren reglas sin interpretaciones y el irenismo de quienes piensan que es necesario estar de acuerdo en todo para delinear un horizonte de referencia eficaz. 

Llamar hermana a la muerte significa elegir actuar a pesar de todo, con la misma obstinación paradójica de quien en su lamento impugna –y, al hacerlo, de hecho niega– su propia soledad: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La paz… en el pleno sentido de la palabra.

La paz… en el pleno sentido de la palabra   Confieso que empiezo a sentir cierta molestia cuando, en medio de las tragedias de las guerras a...