Señor, desármalos y desármanos a nosotros: Lucas 6,39-45
Introducción
Con imágenes sencillas e inmediatas, Jesús nos invita una vez más a mirar dentro de nosotros mismos.
¿Somos realmente conscientes en nuestras vidas? Somos rápidos en culpar a otros por sus decisiones y actitudes, mientras que indulgentemente justificamos y contextualizamos las nuestras.
Sin embargo, no podemos pretender ser guías de los demás o para los otros si nosotros mismos no somos capaces de discernir el camino correcto para nosotros.
Está en nuestra naturaleza humana percibir fácilmente los defectos de los demás, mientras que los nuestros, a menudo incluso mucho mayores, permanecen invisibles para nosotros y nos resulta incómodo reconocerlos.
Jesús es claro al señalar que esta actitud no nos lleva por el camino correcto.
Si aplicáramos a nosotros mismos la misma severidad con que miramos a los demás, nos daríamos cuenta de cuán poca misericordia tenemos y cuán a menudo somos los que más faltamos.
Jesús nos pide que miremos a nuestro hermano con la misma lente con la que nos miramos a nosotros mismos. Nos pide vivir con coherencia.
Si aprendiéramos a mirar a los demás con misericordia, no sólo les ayudaríamos, sino que nosotros mismos viviríamos con más paz.
Esto no significa cerrar los ojos al bien y al mal: Jesús nos ofrece un criterio claro para reconocer el valor de una persona, sin caer en juicios superficiales. “Cada árbol se conoce por su fruto”, no por palabras o intenciones, sino por hechos. Si vuestra vida es fecunda dará frutos buenos, de Dios.
Después del Sermón de la Llanura, estas palabras de Jesús
se convierten en una enseñanza más: aprender a reconocer al otro por sus frutos
y vivir las relaciones con una mirada renovada, hecha de perdón, de comprensión
y de un corazón que, de su buen tesoro, saque lo bueno.
Desarrollo
Nuestra vida está viva si hemos cultivado tesoros de esperanza, de pasión por el bien posible, por la posible buena política, por una ‘casa común’ cuidada y bella, donde sea posible vivir mejor para todos, por…
¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?
Pensamos que la viga está siempre en el ojo ajeno, de una persona poderosa, de una nación, de un poder oculto, de un colega, y que en nuestro propio ojo hay, como mucho, una mota, una responsabilidad trivial.
¿Por qué miras la paja deteniéndote en ella?
Hay una razón: quien no se ama a sí mismo, sólo ve cosas malas a su alrededor, experimenta un síndrome de cerrazón. El que no está bien consigo mismo, también está mal con los demás.
Un ojo que sale de un corazón que no está en paz, sólo ve ojos enfermos, multiplica pajas levantando rayos frente al sol. El ojo bueno, en cambio, es como una lámpara encendida: difunde luz. Quien se reconcilia con su raíz profunda, mira con mirada bendita, clara, inclusiva.
El mal de ojo emana oscuridad, difunde amor por la sombra. Y nacen las guerras. El prior de los siete monjes trapenses decapitados en Thibirine, el Hermano Christian de Clergè, rezaba ante la inminencia del martirio: «¡Señor, desármalos y desármanos a nosotros!». Dos palabras absolutas, totales y suficientes. Evangelio puro.
Señor, desármanos también a nosotros. Repitamos, todos juntos, que la guerra, de la intensidad que sea, pequeña o grande,…, es la mayor blasfemia.
El hombre bueno saca lo bueno del buen tesoro de su corazón. El buen tesoro del corazón: definición tan bella, tan llena de luminosa esperanza, de lo que somos en nuestro misterio íntimo: portadores de un buen tesoro, guardado en vasos de barro, pero llenos de oro fino para distribuir. De hecho, el primer tesoro es nuestro propio corazón: “un hombre vale tanto como vale su corazón” (Gandhi).
Nuestra vida está viva si hemos cultivado tesoros de esperanza, de pasión por el bien posible, por la sonrisa posible, por la posible buena política, por una ‘casa común’ cuidada y bella, donde sea posible vivir mejor para todos, por... Nuestra vida está viva cuando tiene corazón y da generosidad, luz, atención. Nuestra vida vive de la vida dada.
No hay buen árbol que dé malos frutos.
Jesús nos lleva a la escuela de la inteligencia y sabiduría de los árboles. Cuya ley es sencilla: vivir, crecer, florecer, dar fruto, regalarlo.
Éstas son las leyes de la vida real, y coinciden con las de la vida espiritual, con la misma moral evangélica: una ética del buen fruto, de la fecundidad creadora, de la esterilidad vencida, del gesto que verdaderamente hace el bien, de la palabra que verdaderamente consuela, de la sonrisa auténtica que cura a quien está enfermo de soledad. Martin Buber simplificó así la ley última de la vida: “de mí, pero no para mí”.
El corazón del cosmos no habla de simple autosupervivencia, sino de donación: crecer y florecer, dar fruto y regalarlo. Como árboles fuertes, como buenos corazones.
Conclusión
Cuando juzgo es porque, primero, he visto y, luego, he comparado lo que he visto ahora con lo que he visto en el pasado o con lo que pienso y deseo y de esta comparación nace el juicio. En otras palabras, el juicio es, esencialmente, mimético. Hay que comparar para juzgar. Ahora bien, Jesús no dice que no se debe hacer ningún juicio. Sería imposible, de hecho, porque habría que no ver.
En realidad, Jesús sabe muy bien que es necesario ver y que, por tanto, es inevitable juzgar. Simplemente nos sugiere una especie de metodología correcta, es decir, nos muestra cómo ver. Nos dice que primero debemos ver la mota que está en nuestro propio ojo. Tienes que empezar por ti mismo.
Primero porque me resulta más fácil, si quiero, ser objetivo: empiezo a mirar lo más visible, es decir, mi propio mundo. A partir de mi propio mundo puedo ver mejor y, sobre todo, puedo tomar las medidas adecuadas para juzgar lo que está fuera de mi mundo. Comienzo por lo pequeño y cercano, para llegar a lo vasto y lejano. Es una lección de humildad.
Pero, sobre todo, el juicio sobre el otro está bajo la luz de la verdad evangélica que marca mi vida y la vida de mi prójimo. La primera verdad que marca mi vida, de hecho, es que lo he recibido todo. Por encima de todo recibí aquello a lo que menos tenía derecho, es decir, el perdón.
El mayor regalo es el amor que no merezco, la misericordia. Yo soy la oveja perdida: el pastor ha venido a buscarme.
Cuando
juzgo mal no uso misericordia, es decir, no reconozco en los demás lo que hay
en mí. Soy ciego, me dice Jesús en el Evangelio. Al no ser misericordioso, me
he privado a mi vez de la misericordia. Y estoy en la oscuridad: ya no sé a
dónde ir. Lo tengo todo, quizá, pero no sé qué hacer con ello.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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