Empezar de nuevo viviendo como resucitados
La tarea de los discípulos de Jesús, desde la mañana de
Pascua, es buscar al Jesús vivo en la Galilea de los gentiles, hoy, donde, aún
después de más de 2000 años de cristianismo, las interminables extensiones de
huesos secos de Ezequiel nos hacen tropezar a cada paso, pero donde cada mañana
vuelven a aparecer brotes que, aunque cortados, rebrotan con más vigor que
antes, pequeños signos cotidianos que embellecen el mundo.
Galilea, la tierra que nos espera, a donde el Señor nos envía. «Él va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Ese es nuestro mundo, en el que debemos practicar la Resurrección en la vida cotidiana, como lo fue la vida de Jesús en sus primeros 30 años.
Por eso no necesitamos tácticas refinadas, elucubraciones esotéricas, sino hombres íntegros, sencillos, rectos, obedientes a la Palabra tal como es, en su desnudez. Es un camino a tientas, no hay nada triunfalista.
Todo comienza con unas mujeres que, en una mañana nueva,
el primer día después del sábado, se dirigen al sepulcro para ocuparse del
cadáver de Aquel a quien tanto habían amado. Y allí experimentan la impotencia
humana. El sepulcro está vacío. Es el fracaso de la vida. El fracaso de una
promesa.
Hay que empezar de nuevo, siguiendo las huellas de Jesús, ya no simplemente de un rabino, ni de un profeta, ni de un pastor, ni siquiera de un rey, sino del Hombre de la cruz condenado a muerte por «los suyos», el Consejo de los ancianos, los Sumos Sacerdotes y los escribas, con la complicidad del poder político, Herodes y Pilato.
Es ante Jesús colgado en el madero que alguien puede exclamar: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39).
Hay que recorrer el penoso camino hacia la cruz, como lo hizo un tal Simón de Cirene, icono inconsciente del Hijo del hombre, y luego todas las mujeres que detrás y a los lados «se golpean el pecho», aquellas mujeres a las que incluso se les prohibía la Torá. Y aquí vislumbramos a la viuda de Naín junto a Marta y María, la pobre anciana que echa en el tesoro del Templo «todo lo que tenía para vivir», la samaritana, la hemorroisa, la hija de Jairo con la pecadora perdonada porque «ha amado mucho», la mujer cananea, la suegra de Pedro y muchas otras que «habían sido curadas de espíritus malignos y que les asistían con sus bienes».
También está María, la madre, escondida entre la gente, abatida por el dolor de «esa espada que le traspasó el alma».
Es la «multitud de los que no son» los
invitados al banquete de las bodas del Cordero.
No puedo pensar, aunque los Evangelios no lo atestiguan, que en este macabro cortejo no estuviera también Pedro llorando por haber renegado de su Maestro, al igual que Santiago y Juan, que quizá aún discutían acaloradamente sobre cuál de los dos era «era el mayor», pero también Zaqueo, el endemoniado, el leproso, Lázaro y el ciego de nacimiento, el centurión y su siervo, Nicodemo y «todos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica», para terminar, llegados al Calvario, con el buen ladrón, el primer santo de la Iglesia: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
El Vía Crucis de entonces y de todos los tiempos es el de
aquellos que, de alguna manera, se dejaron encontrar y reconocieron en el
Hombre de Nazaret el rostro misericordioso del Padre.
Ciertamente, también hoy el camino es tortuoso y angosto porque el Evangelio propone algo radicalmente diferente de lo que el mundo considera debido: una vida entregada, perdida, una vida despojada de sí misma para conformarse a Cristo.
No es estancamiento, sino camino, siempre en devenir, porque la Palabra no se da de una vez por todas, sino que hay que desearla, custodiarla, traducirla en la práctica en el lenguaje de nuestro tiempo, interpretarla con la inteligencia de la fe, manteniendo siempre la mirada fija en el Crucificado resucitado.
Por otra parte, la resurrección no es un genérico ‘querámonos los unos a los otros’, que nos deja tranquilamente indiferentes, sino que es la potencia del amor de Cristo que supera todo conocimiento, para que también nosotros podamos estar llenos de la potencia de Dios.
Así debe ser reconocido, tocado y amado el Resucitado, en el cuerpo herido de quienes sufren, de quienes mueren desgarrados por estas guerras blasfemas y asesinas que invaden el mundo, de quienes son víctimas de las injusticias de la historia, de quienes nunca han sido amados y no saben amar, de los muchos pobres que invaden nuestras calles ricas, de los muchos, demasiados últimos olvidados y en toda carne bajo el signo multiforme del mal.
Por ellos estamos llamados a comprometernos, a ensuciarnos las manos, a arriesgarnos incluso yendo contra corriente, a abandonar nuestras seguridades, quizá encerrándonos en un culto tranquilizador un poco demasiado amortiguado, en el que se ha perdido el olor del hombre, que es el perfume de Cristo.
Esto es vivir resucitados.
De lo contrario, la fe no es fe: se evapora en superstición y alienación.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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