Un cuerpo entregado
La última noche, antes de morir, Jesús reúne a sus amigos alrededor de una mesa. Los reúne tal y como son: distraídos, divididos, temerosos y cobardes. Distraídos, porque están ocupados con cosas sin importancia, preocupados por los primeros puestos, por quién es el más grande entre ellos... Divididos, porque desconfían unos de otros, se miran con recelo y, ante la perspectiva de la traición, se acusan unos a otros, se justifican a sí mismos: «¿Soy yo?».
Temerosos, porque sienten el clima de violencia que se cierne sobre el Maestro y sobre ellos, temen por Él, pero quizás sobre todo por sí mismos... y luego un poco cobardes, conscientes, más allá de la bravuconería de Pedro, que declara «yo nunca te traicionaré», de que quizás no estarán a la altura en el momento de la prueba, no estarán a la altura de lo que el amor y la amistad les exigirían.
Sin embargo, Jesús los quiere con él, los reúne, tal como son, los acoge a pesar de todo, para una última cena.
¿Cómo mantenerlos juntos, para que no se dispersen del todo —como en parte sucederá— y no se pierdan en la noche de la prueba? Realiza un último gesto: toma un pan, lo parte y lo entrega; tomad, esto es mi cuerpo.
Entrega su cuerpo en sus manos. Y ellos no comprenden que en ese gesto está toda su vida, que esto es Jesús: un cuerpo que se entrega en nuestras manos.
Desde el principio, esto es Jesús: un pequeño cuerpo de niño entregado en las manos amorosas de María y José, o en las manos arrugadas de un anciano como Simeón. Luego, durante toda su vida, será un cuerpo que se deja tocar, aplastar, devorar por las multitudes hambrientas, por los leprosos, por los pobres y los excluidos, por los pecadores y los infelices, por los hombres y las mujeres que buscan un signo de ternura, un signo que les dé aún un poco de pan y de vida.
Pero ahora es sobre todo un cuerpo que se entrega en manos de sus amigos, como si él mismo no pudiera separarse de ellos. Y, finalmente, será un cuerpo que se entrega desarmado también en manos de sus enemigos, de los soldados, de los jueces, de los verdugos.
Este es Jesús: una entrega desarmada que expresa una fuerza extraordinaria de amor, lo único que puede mantener unidos a esos discípulos desorientados, la única fuerza de amor que puede resistir incluso ante la violencia de los enemigos.
Entregar el cuerpo como un gesto de amor, un don sin condiciones, una forma de hacer de la propia vida un don total: «Tomad, todo soy mío y todo vuestro, y todo lo que soy está ahora en vuestras manos».
Así definía yo ese gesto de entregar el propio cuerpo, hasta el punto de no poder ser olvidado; desde los discípulos hasta nosotros hoy, que, en memoria de su mandato, repetimos exactamente ese mismo gesto: extendemos nuestras manos para recibir su cuerpo.
Nuestras manos no son mejores que las de los discípulos. Son las manos vacías de quien no tiene nada que dar, no tiene méritos que exhibir, no tiene dignidad que alardear: «No soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y seré sanado».
Manos de mendigos, que, vacías como están, solo pueden pedir. Son manos frágiles, que no siempre han soportado el cansancio de la vida, del trabajo, del cuidado. Son manos sucias, porque vivir es ensuciarse las manos, es entrar en contacto con el mal del mundo. Son manos sucias, a veces incluso de sangre, porque también nosotros hemos traicionado, hemos incumplido promesas de amor, hemos abandonado a nuestros amigos.
Sin embargo, él se entrega en nuestras manos, y solo este gesto nos salva, purifica nuestras manos, nos hace dignos de Dios; la entrega de su cuerpo nos habita, nos convierte en un cuerpo, su cuerpo, el Templo de su encarnación, el hoy y el aquí de su presencia.
Esta entrega puede transformar nuestros cuerpos porque también nosotros nos hacemos capaces de la misma fuerza de amor de quien da la vida, como dice Pablo: «Ofreced vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual» (Rm 12,1). Esto es lo que nos convierte en el cuerpo entregado de Jesús: esto es mi cuerpo. Nosotros nos convertimos en su cuerpo.
Nuestra vida puede convertirse en un cuerpo que se entrega: en los gestos cotidianos de servicio, cada vez que aprendemos de nuevo a amar, cada vez que confiamos y nos ponemos en manos de los demás; en el cuidado de los pequeños y los pobres; en la amistad que no deja solo a nadie; hasta entregarnos desarmados incluso a quienes no nos quieren. Solo un cuerpo que se entrega puede salvar nuestra vida y transformar el mundo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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