sábado, 31 de mayo de 2025

La Ascensión: otra forma de la encarnación del Hijo de Dios.

La Ascensión: otra forma de la encarnación del Hijo de Dios

Hay un día en el que el cielo ya no parece tan lejano. Un día en el que sientes que tu historia, sí, precisamente la tuya, está escrita en lo alto, dentro de Dios. Ese día es hoy: el umbral luminoso de la Ascensión, donde la tierra toca el cielo y el cielo abraza la tierra. 

Incluso habiendo caminado mucho, con el corazón cansado y las manos aún abiertas, nos encontramos juntos bajo un cielo abierto. No para perdernos en el vacío. Hoy, en Dios, se ha instalado un hombre. Y no es una forma de hablar. Es una verdad que nos concierne a todos, profundamente. 

La Ascensión no es un adiós, sino un encargo. No es una ausencia, sino una promesa cumplida. Jesús sube al Padre llevando consigo todo lo que ha vivido con nosotros: la carne, las miradas y las manos, los silencios, los abrazos, la alegría y el dolor, las lágrimas, el cansancio, los deseos y las heridas. Un hombre se ha instalado en el corazón de Dios. Todo lo que es auténticamente humano mora en la intimidad de Dios. Lo humano está en lo divino y lo divino está en lo humano. 

En el Evangelio según Lucas, Jesús entrega a los suyos un mandato sencillo e infinito: «De esto sois testigos». ¿Testigos de qué? De un amor que ha atravesado la muerte, que ha levantado a los perdidos, que ha comido con los pecadores, que ha tocado los cuerpos heridos, que ha devuelto la dignidad a cada rostro. 

Somos testigos del amor del Hijo, que no olvida nada de lo humano que ha asumido en su carne mortal y que ahora, precisamente ahora, ha puesto su morada en Dios. 

Somos testigos de una belleza posible, de un amor que no ha abandonado a los hombres. Testigos de un Dios que no olvida la aventura humana vivida con nosotros, que no se aparta de nuestra historia, sino que la abraza hasta el final. 

Y no nos deja solos. Nos confía su Espíritu, fuerza mansa y tenaz, que eleva cada paso en la esperanza y nos hace vivir, en los gestos de cada día, su Evangelio. 

La Ascensión no es el momento del abandono, sino de la confianza. Es la promesa de una presencia nueva, ya no exterior, sino íntima, encendida en el corazón de nuestras existencias. Jesús no subió para dejarnos: subió para llevar a cumplimiento su presencia en el mundo. 

Y ahora vive en Dios... por nosotros. El Hijo está ante el Padre, llevando nuestros nombres, nuestras fatigas, nuestro deseo de vivir y amar hasta el final. Nada se perderá, nada se olvidará. Todo se cumplirá. Para siempre, nuestra humanidad, en la humanidad del Hijo, será asumida en Dios. 

Jesús bendice a los suyos con las manos traspasadas y promete el Espíritu. No los deja solos: los hace capaces de ser, a su vez, semilla de futuro. Así es como la Ascensión se convierte en misión: subir no para huir, sino para enviar. Subir para permanecer de otra manera, en el corazón de cada uno de nuestros gestos que llevan esperanza. 

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de quienes se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él se liberan del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. 

Todos formamos parte de esta inmensa confianza. Donde hay un hombre o una mujer que mantiene viva la esperanza en un amor más fuerte que la muerte, allí está Cristo. Donde alguien se levanta después de una caída, donde se seca una lágrima, donde se perdona, donde se vuelve a empezar, allí continúa la Pascua. Y se cumple la Ascensión. 

Por eso creer en Jesús es dar razón de la esperanza que nos habita. Es creer que la carne no es un obstáculo, sino un lugar de encuentro, y que la muerte no es el fin, sino solo un umbral que nos revela que nuestro destino último está en Dios. 

Por eso creer en Jesús es profesar esperanza en el hombre. No una idea vaga, sino una confianza plena: la carne está destinada a la luz, la historia tiene sentido, la vida tiene futuro. Cada gesto de amor, cada perdón, cada paso de libertad hacia la verdad ya forma parte de la eternidad que viene. 

En un tiempo que devalúa la memoria, la carne, la Ascensión nos dice: todo lo que nos concierne, todo lo que es auténticamente humano, es asumido en la humanidad de Dios en Dios. 

No estamos vacíos. Somos rostros. No somos espíritus errantes: somos rostros, historias, carne prometida destinada a la luz. Dios nos quiere con él, enteros, tal como somos. Todo se recompone. El Espíritu nos recrea. 

Toda espera se cumplirá. El cielo es una casa abierta. Hay lugar para todos, para cada rostro que ha amado, para cada vida que ha creído, para cada gesto de esperanza que no se ha rendido. 

La bendición está en seguir siendo humanos, porque Dios se ha quedado con nosotros, llevando en sí mismo, en la humanidad de su Hijo, toda nuestra humanidad. 

Con vosotros

con corazón agradecido

somos peregrinos de esperanza,

hermanos confiados

que caminan hacia un cielo abierto.

 

No es un adiós,

es una entrega.

No todo está cerrado

todo está cumplido.

 

Somos testigos

de un amor que no se retira,

que abraza lo humano

hasta el fondo.

 

Como en el principio.

La carne es tierra,

la muerte es umbral,

la vida una historia

que no se pierde.

 

Sigamos siendo humanos.

No estamos vacíos.

Somos rostros.

Todo se recompone.

 

En lo divino

está el corazón de lo humano.

En lo humano

está la carne de lo divino.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

viernes, 30 de mayo de 2025

Sumergirse en los ritos.

Sumergirse en los ritos 

Con motivo del 28º título de liga del Fútbol Club Barcelona, la afición culé (y no solo en Barcelona) organizó fiestas, pancartas, coreografías múltiples y tuvo tiempo para darme cuenta de la dimensión de la celebración del mencionado título. 

Con su título se vivió una tensión casi inmediata entre lo que es real y lo que es verdadero: durante horas, la afición del Barça (que también podríamos traducir como gran parte de Catalunya) se vio en «tensión». Una tensión «escatológica», es decir, nostalgia de un futuro deseado. 

No voy a contar aquí las diversas escenas de las que he sido testigo. Y pido disculpas si, como creyente, reflexiono sobre el acontecimiento del fútbol: pero un creyente que no piensa en contextos culturales y sociales corre el riesgo de pensar sin cabeza y proponer solo pretextos abstractos. 

Así que escribo ahora: y escribo de lo que es para mí evidente. El fenómeno de la emoción culé agrupa. Es más, ese sentimiento, vivido como un rito, crea sentido, estructura, atrae, forma comunidad, establece intersubjetividades inéditas... 

La «emoción» no existe sin rito. El ritual anticipa las emociones: las canaliza, las dirige, las transforma y les da «significado», es decir, les da «un» sentido. El ritual «funciona» incluso sin que lo sepan quienes van al estadio, quienes se apresuran a ver un partido con sus amigos, quienes van en busca de la «camiseta» o se hacen con una «bufanda». 

El ritual identifica a los individuos en una única acción: desde el coro hasta la bufanda, desde la euforia hasta la tensión. El ritual convierte al individuo en sujeto en el momento de la acción ritual que intersubjetiviza. Este es el dato del fenómeno. 

Jóvenes, ancianos, grupos, familias, turistas «lejanos», se reconocen en una única acción.

Ahora está claro: el rito también puede ser desviado. El rito es en sí mismo ambiguo. Pero la fuerza de la acción ritual permanece. 

Entonces, he aquí el dato fenomenológico que se convierte en cuestión fenomenológica: ¿por qué las liturgias cristianas no atraen? ¿Por qué las liturgias cristianas cansan? ¿Por qué las liturgias cristianas convierten más en fuerzas centrífugas que centrípetas? 

Para muchos liturgistas, la respuesta es sencilla: los ritos funcionan porque utilizan las emociones, las dirigen, las fomentan, las canalizan... Entonces, ¿qué les falta a nuestras liturgias cristianas? 

Yo creo que les falta la capacidad de hacer aflorar la emoción; es más, muchos ritos apagan las emociones bajo el manto y el hollín de los moralismos y los racionalismos más articulados. 

Si luego la preocupación de los «expertos» es si el agua del bautismo debe tocar la frente o el cabello del bautizado..., entonces está claro que nuestros jóvenes, nuestras familias, nuestros ancianos tendrán poco de lo que emocionarse y muy poco que soñar en nuestras celebraciones litúrgicas cristianas. 

Los ritos cambian antes incluso de que te des cuenta de que han cambiado. Esto significa que los ritos nos sumergen en comportamientos con ritmo, con percepciones, con sentimientos y con pensamientos, incluso antes de que los pensamientos puedan ser «puros». 

En otras palabras, el rito es inmersivo. El «fanatismo» demuestra claramente que incluso los «ritos no religiosos» dictan comportamientos que tienden a cambiar a los individuos y a los grupos. La ambigüedad permanece: y esta es otra prueba del rito. Pero la fuerza sigue siendo más evidente que el rito mismo. 

Sin embargo, a menudo tenemos la sensación de que después de una celebración litúrgica nada ha cambiado: constatamos así la ineficacia e incluso la inconsistencia de aquellas liturgias que están demasiado envueltas en moralismos, palabras doctrinales, prohibiciones y reglas, mientras que necesitaríamos cantos que nos hicieran respirar al unísono, poéticas atractivas, narraciones contemplativas. 

¿Qué hacer? ¿Es posible cambiar los ritos? ¿No es acaso porque, precisamente cuando los filtramos a través de nuestro control, para obtener cambios, pierden su eficacia y su consistencia? 

Si te preguntas cómo te cambian los ritos, lo primero que debes tener en cuenta es que los ritos no te cambian como tú quieres. No son instrumentos de un proyecto... Cuanto más transforman el individuo, la comunidad y la Iglesia los ritos en instrumentos, más incapaces serán estos de transformar al individuo, a la comunidad y a la Iglesia. Ya no tendrán nada sorprendente porque estarán sometidos a un control que no acepta sorpresas, ya no serán eficaces porque estarán gestionados por un proyecto que ya ha decidido cuál debe ser su eficacia. 

Aprender del rito para celebrar el rito no significa otra cosa que aprender de cómo el rito se inscribe en el entramado de las acciones humanas. Y es precisamente en este punto donde surge la gran inversión de energías humanas, como sonidos, gestos, palabras, imágenes, espacios, tiempos, emociones, sentimientos. 

La racionalidad (ética, filosófica, teológica) debe ayudar a evitar desviaciones, no a reprimir aquellas sensaciones y emociones que hacen del rito una experiencia viva y vivaz. 

Esta es también una tarea actual de la Iglesia del siglo XXI: pasar de la racionalización del rito y de la funcionalización pastoral de la acción litúrgica a la formación en la fe en los ritos y a la realización de liturgias «rituales» cada vez más orientadas a involucrar las emociones antes que las mentes. Estas últimas vienen después. 

Quien se sumerge en acciones rituales «no olvida» y comienza a «amar». Es cierto que los ritos son ambiguos y ambivalentes (como en el caso de los ritos de iniciación a la delincuencia, a las sectas...), pero la fuerza de los ritos los hace imprescindibles. ¡Y esto es un hecho! 

La teología, el derecho canónico, la pastoral y la liturgia de este siglo XXI no pueden eludir esta tarea. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La justicia y la paz se besan (Salmo 85, 10-13).

La justicia y la paz se besan (Salmo 85, 10-13) 

Durante mucho tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial, se habló de desarme y las economías se prepararon para el proceso de reconversión de la industria bélica en industria civil. 

Parecía que por fin se estaba haciendo realidad el sueño mesiánico de Isaías (2,4) y Miqueas (4,3): «Él juzgará a las naciones y será árbitro entre muchos pueblos. Forjarán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces; un pueblo no levantará más la espada contra otro pueblo, ni se adentrarán más en el arte de la guerra». Era casi el amanecer del periodo escatológico cuando el ángel «agarró al dragón, la serpiente antigua —es decir, el diablo, Satanás— y lo encadenó por mil años» (Apocalipsis, 20,2). 

Ahora, por desgracia, la actualidad nos hace asistir al inicio del camino inverso: las industrias civiles en crisis -especialmente las automovilísticas- están a punto de convertirse en industrias militares. Porque son más rentables. 

En este retorno parece destacar la Alemania de la coalición del Canciller Friedrich Merz, que, con la excusa de llevar ayuda a la Ucrania invadida, pretende resolver la crisis de Volkswagen fabricando armas en lugar de automóviles. 

El Anticristo se toma la revancha. Lo hace con astucia, porque da a entender que este retorno de los arados a las espadas se produce en nombre de la búsqueda de la paz; o, mejor aún, para ser más creíble: en nombre de la paz justa. 

No importa si, en nombre de una justicia afirmada, se puede desatar una guerra destructiva del mundo y, por lo tanto, una anulación de la vida que es el presupuesto de la virtud ética de la justicia. No importa si lo que más interesa es el negocio de la paz. 

Desde el tiempo mesiánico se vuelve así al tiempo gobernado por el Príncipe de este mundo, o Anticristo, que persuade poniendo en práctica el astuto engaño de transportar el eschaton en el tiempo, exigiendo en la historia la superposición de la paz y la justicia, que solo coincidirán perfectamente al final de la historia, cuando «la misericordia y la verdad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán» (Salmo, 84,11), es decir, se unirán perfectamente. 

El versículo del salmo —como recordarán los supervivientes de la era del Papa Pío XII— era el lema de aquel Papa que, llamándose Eugenio Pacelli, jugaba con la asonancia de su nombre con la paz (Paz-Pacelli). 

Pero al pretender una superposición imposible de paz y justicia, se destruye la paz posible, que es el fin de la ciudad del hombre. Y precisamente los realistas que sostienen que la paz absoluta nunca podrá existir en el tiempo de la historia, deberían saber que nunca podrá haber en la historia un tiempo en el que la justicia y la paz se besen plenamente, ni siquiera en el que la misericordia y la verdad se encuentren en su plenitud. 

Pero aquí y ahora siempre se encontrarán parcialmente y en una dialéctica. Y esto solo se da con el diálogo y con la confianza de los pueblos: dando y recibiendo confianza. Sin pretender la superposición total, porque siempre es mejor alguna paz que una guerra en nombre de una paz justa que nunca llegará. 

Muchos hoy tratan de predecir los futuros movimientos del Papa León XIV al respecto, tirándole a menudo de la chaqueta. Se apoyan en su vocación «agustina» para recordarle que, para San Agustín de Hipona, la verdadera paz solo existe en compañía de la justicia. Y así no hacen ni paz ni justicia. 

Pero San Agustín fue probablemente el primer pensador cristiano antiguo en oponerse al principio si vis pacem, para bellum si quieres la paz, prepara la guerra»-, es decir, la finalización de la guerra para la paz. 

Y lo hacía recordando, precisamente a un alto representante político (Dario, gobernador romano de África), su nuevo y revolucionario principio: «adquirir la paz con la paz, no con la guerra» -acquirere vel obtinere pacem pace, non bello- en su Epístola 229, 2. 

Porque ningún fin (como es la paz) justifica un medio que lo contradice (como es la guerra), sino que requiere un medio homogéneo con él, es decir, que progrese gradualmente hacia él. 

La justicia (como virtud ética) es un instrumento que no trasciende el tiempo, mientras que la paz mira hacia lo eterno y es signo de lo eterno. 

En el beso de los dos sujetos (la paz y la justicia), es la paz la que besa primero y en cualquier caso, porque la justicia, virtud ética que da a cada uno lo suyo, juzga cuál es «lo suyo» que le corresponde a cada uno y, por lo tanto, evalúa a quién dar su beso; mientras que la paz sabe que «lo suyo» del ser humano es su propio fin como ser humano de estar en paz, y por lo tanto lo hace digno de ser besado por ella. 

Y sabe que si besa primero, la paz tiene la capacidad de estimular la reciprocidad de la paz, como la chispa que brota en el eros de Platón, donde el amor responde al amor recibido. 

De este tipo es la lección, elevada y compleja, del grande Obispo San Agustín de Hipona sobre la paz. Y el Papa León XIV es su hijo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La contemplación como acto de fe.

La contemplación como acto de fe 

Una palabra poco extendida en el lenguaje popular católico, pero que indica una experiencia espiritual que se encuentra en lo más profundo de la fe. 

Cuando estamos enamorados de alguien y esa persona no está físicamente con nosotros, nuestra mente tiende a perderse en el recuerdo de los momentos bonitos vividos juntos y en la fantasía de los que podrían llegar a ser. De este modo, al escuchar nuestras emociones y nuestros sentimientos, verificamos si realmente esa persona nos atrae tanto como para elegirla como nuestro amor, consolidamos nuestra decisión de ser y vivir para él o ella y podemos presagiar nuestra vida futura juntos. 

La contemplación es lo mismo. Antes del cristianismo, la palabra indicaba la delimitación mental de un espacio del cielo en el que se podía observar y describir el vuelo de los pájaros y el movimiento de las estrellas. Es decir, ponerse delante de una ventana que nos abre al infinito y dejar que esto entre en resonancia interior con el infinito que hay dentro de nosotros. 

Cuando estamos enamorados de Jesús, esta experiencia adquiere tonos de asombro, de maravilla, de agradecimiento por el amor infinito que Él nos tiene y por el valor que tenemos para Él. 

La contemplación cristiana, por lo tanto, nos permite verificar si Jesús nos ama tanto como para elegirlo como nuestro amor, consolidar nuestra elección de ser y vivir para Él y presentir la infinita belleza de nuestra vida futura juntos, en su Reino. 

Una experiencia que tiene sus raíces ya en el Antiguo Testamento, con Moisés en la zarza ardiente (Ex 3,3); o con el profeta Elías en el monte Horeb (1 Re 19). Pero, sobre todo, una experiencia que se sitúa en el centro de la vida espiritual del mismo Jesús, quien, según el Nuevo Testamento, especialmente en Lucas, dice hasta diez veces que contempla al Padre. 

Y de la que tenemos testimonio, en los creyentes, a lo largo de los dos mil años de cristianismo, desde el siglo I hasta hoy. Una experiencia que no se improvisa, que hay que buscar sobre todo refugiándose en el silencio, delimitando espacios y tiempos específicos, y activando el deseo de estar en su presencia: «Mi corazón ha dicho de ti: «Buscad su rostro»; tu rostro, Señor, yo lo busco. No me escondas tu rostro» (Sal 26, 8). 

Una experiencia que moviliza todo nuestro ser, desde la cabeza hasta el corazón y el cuerpo, y hace posible una fe espiritual y carnal al mismo tiempo. Hasta hace 30 o 40 años, era una experiencia que solo se consideraba posible para algunos que tenían una vocación a la relación mística con Cristo, suponiendo que el fiel común podía vivir su fe dentro de las formas de relación con Dios definidas por los ritos religiosos clásicos. 

Hoy en día, se tiende a pensar, en cambio, que este tipo de experiencia espiritual es la base de una fe auténtica que ya no puede apoyarse en el contexto cultural en el que se vive, sino en la calidad de la experiencia individual en la relación personal con Cristo. 

Ciertamente, no todos pueden pensar en alcanzar las cimas de la contemplación mística que nos han contado los grandes santos: Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, por citar solo algunos de los más conocidos. 

Pero todos podemos intentar encaminarnos hacia esta experiencia, porque contemplar es la prueba más verdadera de una fe menos religiosa y más espiritual y carnal al mismo tiempo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Estuve enfermo y vinisteis a verme.

Estuve enfermo y vinisteis a verme

Al pedir que se ofrezcan signos de esperanza a los enfermos y a las personas con discapacidad, el Papa Francisco deseaba que «sus sufrimientos encuentren alivio en la cercanía de quienes los visitan y en el afecto que reciben» (Spes non confundit 11). El texto se hace eco de las palabras de San Agustín: «No sé cómo sucede que, cuando un miembro sufre, su dolor se alivia si los demás miembros sufren con él. Y el alivio del dolor no proviene de una distribución común de los mismos males, sino del consuelo que se encuentra en la caridad de los demás» (Epístola 99, 2).

 

Ahora bien, la enfermedad es una experiencia de extranjería: el enfermo es como un emigrante en un país extranjero del que no conoce la lengua, los usos y las costumbres. Por eso nos resistimos a acercarnos a un enfermo: nos convierte a su vez en extranjeros. La debilidad del enfermo hace aflorar el miedo a «contagiarse» de su sufrimiento. Así, la visita a un enfermo puede convertirse en un penoso teatro en el que se representan la vergüenza y la hipocresía, la reticencia y la falsedad, la duplicidad y la condescendencia, la banalidad y la conspiración del silencio: no es casualidad que en el Antiguo Testamento, que exhorta a visitar al enfermo («No tardes en visitar a los enfermos», Eclo 7,35), falte el testimonio a favor del buen resultado de la relación de los visitantes con el enfermo. El libro de Job es la historia de unos amigos que se convierten en enemigos mientras visitan a un enfermo.

 

Los amigos de Job se equivocan, no solo porque convierten el lecho del enfermo en un lugar de catequesis, sino sobre todo porque presumen «saber» lo que el enfermo necesita mejor que él mismo y creen poder consolarlo adecuadamente. Al presentarse como salvadores, desencadenan un círculo vicioso en el que culpan al enfermo, lo convierten en víctima y se convierten en sus perseguidores, y a su vez se convierten en blanco de sus acusaciones. Los visitantes y el enfermo entran en una relación compleja en la que ambos, alternativamente, asumen el papel de perseguidor y víctima, y esto a partir de la pretensión de los visitantes de ser salvadores.

 

Se produce el triángulo dramático teorizado por el psicólogo Stephen Karpman. La visita se convierte en un infierno. Las buenas intenciones no bastan: quien visita a un enfermo debe entrar en la perspectiva de no tener poder sobre él, atenerse al marco relacional que presenta y convertir su posición de poder en una posición de servicio. Más que la intención de hacer el bien, es importante ser consciente de por qué se quiere visitar a un enfermo.


 

Jesús, además, se identifica con el enfermo, no con el visitante: «Estaba enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36). El enfermo es «sacramento de Cristo», por lo que el visitante debe entrar en esa pobreza gracias a la cual puede tener lugar el encuentro durante el cual el propio enfermo, en su debilidad, llevará al visitante a la semejanza con Cristo, que «de rico se hizo pobre» (2 Cor 8,9).

 

Y el enfermo pide esencialmente ser escuchado y aceptado, aunque lo que haga o diga no sea del agrado del visitante. Dice Job: «El enfermo tiene la lealtad de sus amigos, aunque reniegue del Todopoderoso» (Job 6,14). Silenciar las palabras inconvenientes del enfermo o censurar sus gestos de rebelión significa negarle la posibilidad de expresar (por muy alterado que esté) lo que está sucediendo en su vida. En cambio, escuchar es dejar que el otro esté presente con lo que siente y expresa.

 

Visitar al enfermo significa hacerle espacio, no ocupar o negar su espacio. Significa ponerse en una posición que sabe unir impotencia y no inutilidad. Impotencia ante el sufrimiento del enfermo, no inutilidad al permanecer a su lado, regalándole tiempo y presencia, escucha y palabra, sin juzgar.

 

La crisis en la que nos sitúa el enfermo se vuelve radical ante la persona con discapacidad, sobre todo mental. Ese ser humano con el que convivíamos pacíficamente se convierte en una pregunta dramática: ¿qué es el ser humano? ¿Qué es vivir? ¿Quién soy yo? ¿Quién y cómo podría llegar a ser?

 

Y antes de suscitar preguntas, el encuentro con la persona con discapacidad suscita inquietud y miedo, turbamiento y ganas de huir. La identidad personal de quien está marcado por la discapacidad queda prácticamente secuestrada por esa discapacidad que es como su segunda piel, la que se impone al observador. Es el estigma, y nosotros, de hecho, creemos que la persona con un estigma es menos humana o «no es realmente humana» (Erving Goffman).

 

Nos enfrentamos al problema radical que plantea la discapacidad: ¿qué es un ser humano? Y así es como, paradójicamente, la discapacidad se revela como una experiencia específica capaz de iluminar la complejidad de lo humano.

 

Más precisamente, cuando decimos que la experiencia nos ayuda a comprender la discapacidad, omitimos la parte más importante, que es que la discapacidad nos ayuda a comprendernos a nosotros mismos.



P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Un canto a la vida.

Un canto a la vida 

El encuentro entre María y Isabel, dos mujeres embarazadas que ocupan todo el escenario del texto, se convierte en la parábola del Evangelio del Reino. 

Justo después de recibir el anuncio de que será madre de Jesús, lo primero que hace María no es exultar y regocijarse magnificando a Dios, sino realizar tres acciones absolutamente inusuales para una joven, y más aún embarazada. 

En primer lugar, se levanta y se pone en camino «apresuradamente». Lucas utiliza aquí una palabra que aparece doce veces en el Nuevo Testamento, pero diez de ellas en Pablo, y que significa celo, dedicación total, mientras que en este texto (al igual que en el resto de Marcos) tiene precisamente el sentido de quien se apresura porque le impulsa la necesidad imperiosa de responder, y bien, a un deseo vital. 

Esto indica que, además de la evidente intención de María de ir a «servir» a Isabel, hay algo más que la mueve. Como si esa adición del ángel (tu prima Isabel...) hubiera despertado en ella el deseo de dar solidez a su decisión de confiar en Dios, casi como si quisiera tocar con sus propias manos las grandes cosas que Dios había hecho. 

La segunda. Toma el camino más rápido, pero más difícil y peligroso, hacia la montaña, por donde atravesaría Samaria, territorio históricamente hostil, sobre todo viajando sola, en lugar del valle del Jordán, que era la ruta habitual, más segura aunque más larga, para ir de Galilea a Judea. Realmente, esa «prisa» parece no dejarla razonar lo suficiente, porque la necesidad interior de tener más certeza de lo que le ha dicho el ángel parece mucho mayor que el miedo a un viaje así. 

Tercero. Una vez llegada, no cumple con el ritual tradicional del saludo, ignorando tranquilamente a Zacarías y yendo directamente a saludar a su prima. Para los judíos, el saludo no es solo una formalidad social, sino el reconocimiento del valor y el papel de la persona saludada. No saludar al dueño de la casa, y más aún a un sacerdote judío, se percibía realmente como un insulto. Pero María parece no darse cuenta siquiera de la gravedad del gesto. También aquí esa necesidad interior de tener confirmaciones parece presidir toda la dinámica de las decisiones de María, que se permite incluso infringir las normas sociales. 

Si solo la animara el deseo de servir a Isabel, tal vez se habría comportado de manera menos transgresora, respetando las formas y las precauciones de la cultura judía. 

En cambio, tiene una necesidad casi desesperada de encontrarse de inmediato y directamente con Isabel, quien le regala tres expresiones muy densas que María comprende muy bien. 

La primera: «Con un gran grito, dijo: Bendita tú entre las mujeres». Isabel habla con el cuerpo, como quizá solo saben hacer las mujeres; da voz a las señales físicas que le envía el cuerpo: «el niño saltó en su vientre» y con un «grito» de alegría incontenible llama a María «bendita». 

Una palabra muy densa, que vuelve siempre cada vez que la historia de la salvación da un giro esencial, en el que Dios vuelve su mirada de amor hacia los hombres y reconoce su valor, más allá de sus límites y pecados. «Bendita», por lo tanto, es un adjetivo que indica, para María, haber sido elegida por Dios, a pesar de su pequeñez y pobreza. Y esto se convierte en un sentimiento inimaginable de sorpresa y agradecimiento, que tal vez en María se convierte en un «¿de verdad, de verdad?». 

La segunda. «¿De dónde viene esto: que la madre de mi Señor venga a mí?». Una pregunta retórica y quizás irónica, pero que hace que las dos mujeres se sientan y se reconozcan unidas en un misterio más grande que ellas, que las llena humanamente mucho más allá de lo que hubieran esperado, es decir, ser madres. Se dan cuenta, es decir, de que su maternidad no solo se ha realizado, sino que ha sido asumida dentro del amor de Dios para dar cuerpo a un acontecimiento que las supera, del que se sienten plenamente investidas, pero del que no conocen los contornos exactos. 

Y esto se convierte en la raíz del sentimiento de asombro gozoso que impide a ambas pronunciar la respuesta a esa pregunta, que queda sin decir, pero que ambas perciben con fuerza: ¡Dios nos ama infinitamente! 

La tercera. «Dichosa la que ha creído que se cumplirán las palabras del Señor». «Bienaventurada», otra palabra «densa», que expresa la condición de plenitud y relajación de quien, habiendo reconocido que es amado por Dios, abandona las luchas interiores de la vida y la espera de su plenitud, y acepta sentirse «como un niño destetado en brazos de su madre» (Sal 130,2). 

Por eso, las dos mujeres se abrazan, apoyándose la una en la otra y, suspirando con ligereza, «sienten», más que comprender, que Dios «mantiene su alianza y su benevolencia por mil generaciones» (Dt 7,9). Y esto se convierte en la raíz de esa emoción compartida que se intercambian sin pronunciar la palabra: ¡por fin! 

Por eso, el hecho de que María estalle en su maravilloso himno de alegría y agradecimiento a Dios, solo después de que Isabel le haya confirmado todo esto, sugiere que solo ahora tiene la certeza en la fe de lo que le ha sucedido. Solo ahora se convence de que Dios realmente puede hacer todo (como le había hecho entender el ángel) y puede expresar esos sentimientos en su Magnificat. 

Dos mujeres embarazadas son la presencia concreta y visible, imposible de ocultar, de la vida que continúa y que nos permite seguir sintiendo su plenitud posible. Esto puede impulsarnos también hoy, a pesar de todo, a revivir los sentimientos de María: ¿De verdad? ¿De verdad Dios nos ama infinitamente? Sí, ¡por fin! 

Aunque no la frecuentemos a menudo, hoy estamos llamados a la alegría, no a la de los brillos y los regalos debidos, sino a la más deseada y casi inesperada, la que nos hace sentir que la vida «vale la pena». Quizás no va como la habíamos imaginado, pero avanza, no se detiene y no se rinde, la vida. Y que la promesa de una vida plena, que desde que nacemos buscamos sin saberlo, se cumple, empezando por aquí y ahora. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

María y Isabel: el Dios de las mujeres y de dos maternidades imposibles.

María y Isabel: el Dios de las mujeres y de dos maternidades imposibles

Reconocerse habitados, en el cuerpo, por un anuncio de vida y por una promesa capaz de ampliar el futuro (no solo personal, sino también comunitario) tiene como consecuencia natural ponerse en camino. 

María es un cuerpo de mujer habitado, visitado y colmado por la gracia de un encuentro que ha impreso en su vientre los rasgos de un Dios-Verbo. Es un Dios que se pone del lado de la humanidad pequeña, marginal y cotidiana. Y es en su casa de Nazaret donde el ángel la alcanza. 

Después de haber recibido de María su «He aquí», el ángel se alejó de ella. El camino de Gabriel ha terminado y da paso al de María en esta tierra. 

Incluso antes de emprender el viaje, María se levanta, se eleva, resucita, diríamos. 

Tanto es así que este movimiento suyo en el texto griego se expresa con el mismo término que suele indicar la resurrección: «Anastasa». 

Hay una nueva vida que pone en marcha a aquella joven de Nazaret; un anticipo de resurrección ya susurra en el ruido de aquellos pasos «hacia la montaña» de aquella mujer embarazada de Dios. 

Del mismo modo, la palabra acogida se deposita en nosotros como semilla de resurrección, como posibilidad de renacer. 

Si la partida de María está anticipada por un destello de resurrección, lo que la acompaña es igualmente curioso: «con prisa», nos sugiere la traducción oficial. También se podría traducir: «con solicitud, con cuidado, con entusiasmo». No es la frenética prisa de quien hace las cosas a toda prisa, sino la urgencia de un cuidado, el impulso imparable del entusiasmo: de tener «a Dios en la sangre». 

La palabra de Dios, cuando nos alcanza, infunde en nosotros su energía creativa y nos saca de los callejones sin salida del cerebro, nos empuja hacia el mundo. Nos libera del repliegue narcisista sobre nosotros mismos y nos conduce hacia la tierra del otro. En María, la Palabra se convierte en camino, pasos, sudor y fatiga, espera de un encuentro, búsqueda de ese Signo recibido... 

De hecho, María está movida ante todo por el deseo de encontrar ese Signo que el ángel le indicó en el momento del Anuncio: «Y he aquí que tu pariente Isabel, en su vejez, ha concebido un hijo, y este es el sexto mes para ella». María se pone en camino en busca de la concreción de aquellas palabras que ha escuchado del ángel, y en este avanzar sufre la influencia de la Palabra que la conduce cada vez más hacia la verdad de sí misma. 

Una vida en el seno materno es un rastro del futuro, y eso es lo que hace María: camina hacia el mañana, sobre la tierra del mañana; ya está recorriendo los caminos de su hijo Jesús y los de todos nosotros. Su avance alimenta el deseo de compartir la alegría y el desconcierto que la habitan, en una profunda unión de almas y cuerpos acogidos y acogedores.

Lo que presenciamos es, de hecho, un encuentro entre dos mujeres, dos madres: una, de edad avanzada y marcada por la esterilidad; la otra, aún demasiado joven y virgen. Dos embarazos, humanamente imposibles o, al menos, impredecibles. 

Que la comunidad del evangelista Lucas elija como premisa constitutiva de la experiencia cristiana (es más, de la propia existencia de Jesús) un encuentro totalmente femenino, dice mucho de la carga revolucionaria que, dentro de ese contexto de rígido molde patriarcal, conlleva el anuncio evangélico. 

Creo que, siguiendo la línea de estas dos mujeres, estamos invitados a preguntarnos: ¿Hasta qué punto permitimos que la Palabra cree en nosotros, aún hoy, una forma nueva, responsable y libre de vivir? ¿Hasta qué punto la Palabra nos emancipa de un sistema social que exige obediencia a las convenciones, los lugares comunes y los estereotipos? ¿Somos realmente personas que no dependen de un sistema, personas capaces de tomar nuevas decisiones? 

Una vez llegada al umbral del nuevo encuentro, María saluda primero a Isabel. Ese saludo es presagio de un triple acontecimiento: el sobresalto del niño en el vientre, la plenitud del Espíritu Santo y la exclamación en voz alta de Isabel. 

Estamos ante un relato revelador. Es Pentecostés en un abrazo. María se ha puesto en camino en busca de la verdad de un signo y se encuentra con una mujer que le dice quién es ella, qué le ha sucedido realmente: es en ese encuentro donde el Signo vibra en la carne, se hace historia. 

Estas mujeres reconocen, la una en la otra, la obra de Dios; la palabra es relación y crea relaciones. A esto también estamos llamados nosotros: contarnos mutuamente que Dios planta su tienda en el corazón del otro y que, gracias a su Palabra, sembrada en nosotros, tomamos conciencia de la ternura divina custodiada en el cuerpo y en la presencia de cada uno. 

La primera bienaventuranza del Evangelio, en Lucas, encuentra aquí su inesperada formulación: «Bienaventurada la que ha creído que se cumplirán las cosas dichas por el Señor», que tal vez sea la raíz original de toda bienaventuranza. 

Somos bienaventurados, en efecto, cuando creemos que lo que Dios nos entrega en su Palabra no es «solo» palabra, sino que en su decir, en su promesa, ya reside el signo de su cumplimiento. Creer en la Palabra es emprender un camino que anticipa su cumplimiento y lo manifiesta. 

Y siempre en relación con ese ponerse en camino de María, me parece intrigante que el término hebreo ashrei, traducido habitualmente como «bienaventurado», podría traducirse también como «en camino; de pie y adelante», remontándose a su raíz ashar, es decir: ¡pie! 

Quien cree es, por tanto, bienaventurado en la medida en que se siente constantemente en camino; ya que la «fe» no es alcanzar certezas que defender, sino abrir caminos nuevos, horizontes que buscar y vivir juntos. 

Y pensando en el don de estas dos mujeres que nos abren a la acogida de la novedad de Jesús, deseo dedicar a todas las mujeres del mundo las palabras de esta oración: 

Dios de las mujeres, renueva el mundo.

Vosotras, mujeres, sois el futuro del mundo, madres siempre embarazadas de Dios

con vosotras toda la creación se convierte en seno para dar a luz un mundo nuevo

atravesad sin miedo las montañas porque es el amor que os eleva,

porque es el amor que vence al miedo.

Que nadie más os silencie, mujeres, que nadie más os quite la voz

porque sin vosotras el mundo se apaga, la tierra se marchita y muere.

Que las Iglesias sean como vosotras, embarazadas de Dios, llenas de amor, lejos de los palacios del poder.

En vuestro encuentro se prepara el tiempo nuevo,

en vuestro abrazo se encierra un nuevo sueño y Dios renace en el corazón de la tierra. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La encarnación como plenitud.

La encarnación como plenitud

El tiempo litúrgico de Adviento nos invita a reflexionar sobre el misterio de la encarnación. Al preparar fiestas, árboles, belenes y regalos, corremos el riesgo de dar por sentada la celebración de la Navidad del Señor. Quizás no somos muy conscientes del alcance de lo que creemos. 

¿Qué sentido tiene, para el creyente, decir que «Dios se hizo carne y puso su tienda entre nosotros»? 

¿La encarnación y el nacimiento de Jesús están ligados únicamente a nuestra necesidad de redención? Y si no hubiera habido pecado original, ¿Dios se habría hecho hombre de todos modos? 

No soy el único que se hace estas preguntas... Estoy en buena compañía: Duns Scoto y el Papa Benedicto XVI. Y tomo como punto de partida una nota que me hice sobre una catequesis del Papa Benedicto XVI, en la que cita al filósofo y teólogo medieval Duns Scoto (1266-1308). 

Sobre el misterio de la encarnación, Duns Scoto dice: «Pensar que Dios habría renunciado a tal obra [la encarnación] si Adán no hubiera pecado sería completamente irracional. Digo, pues, que la caída no fue la causa de la predestinación de Cristo, y que, aunque nadie hubiera caído, ni el ángel ni el hombre, en esta hipótesis Cristo habría sido predestinado de la misma manera» (Duns Escoto, Reportata Parisiensia in III Sent., d. 7, 4). 

Reflexionando sobre ello, lo que afirma Duns Scoto aquí es fuerte, pero también hermoso y liberador. 

Una reflexión teológica, a su manera, sobre el prólogo de Juan. Sin negar la realidad del pecado y del mal (para ello basta con mirar a nuestro alrededor) ni la necesidad que tiene la humanidad de la redención, no reduce el misterio de la encarnación a esto, no aplana la extraordinaria idea de Dios que quiere relacionarse con el ser humano de manera directa, llevando al ser humano a su plenitud en Cristo. 

El Papa Benedicto XVI lo expresa así: «Este pensamiento, quizá un poco sorprendente, nace porque para Duns Escoto la encarnación del Hijo de Dios, proyectada desde la eternidad por Dios Padre en su plan de amor, es la culminación de la creación y hace posible que toda criatura, en Cristo y por medio de Él, sea colmada de gracia y dé alabanza y gloria a Dios en la eternidad. Duns Scoto, aunque consciente de que, en realidad, debido al pecado original, Cristo nos redimió con su Pasión, Muerte y Resurrección, reitera que la Encarnación es la obra más grande y más bella de toda la historia de la salvación, y que no está condicionada por ningún hecho contingente, sino que es la idea original de Dios de unir finalmente toda la creación consigo mismo en la persona y en la carne de su Hijo» (Benedicto XVI, Audiencia General, 7 de julio de 2010). 

Cabe señalar que, en el pensamiento de Duns Escoto, la redención existe (y es necesaria), pero está subordinada a la encarnación. Dios se habría hecho hombre de todos modos, porque no es solo para redimirnos por lo que Dios vino a habitar entre nosotros. Llevar a la humanidad a su plenitud no es solo una cuestión de redención. 

A este respecto, podríamos recordar la enseñanza de San Atanasio sobre la encarnación, donde afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros nos convirtiéramos en Dios («αὐτὸς γὰρ ἐνηνθώπησεν, ἵνα ἡμεῖς θεοποιηθῶμεν», De Incarnatione 53,4). 

Leída desde esta perspectiva, la encarnación se enriquece. Deteniéndonos entonces ante el belén, contemplando este misterio, podríamos preguntarnos:

 

a.- ¿Qué significa para mí, es decir, en la realidad concreta de mi vida, que «Dios se hizo carne y puso su tienda entre nosotros»?

 

b.- ¿Qué dignidad reconozco en mi humanidad (¡a pesar de mis muchas limitaciones!) si Dios mismo no se hizo carne?

 

c.- ¿Cómo me siento llamado a vivir mi humanidad en plenitud, a imagen y semejanza de Dios?

 

d.- ¿Qué valor tiene para mí la dignidad de toda la creación, porque es querida por Dios?

 

e.- ¿Qué responsabilidades se derivan de ello?

 

f.- ¿En qué aspectos siento que aún necesito crecer? ¿O ser perdonado? ¿O ser redimido? 

Reflexionando sobre esto, podemos pedir la gracia, haciendo nuestra la oración de San Ricardo de Chichester: Oh Redentor de infinita misericordia, amigo y hermano, que pueda CONOCERTE más claramente, AMARTE más profundamente y SEGUIRTE más de cerca. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Qué ministerio eclesial.

Qué ministerio eclesial   Bienaventurados aquellos que personifican el ministerio del que vino a servir (Mc 10, 45).   En las Bienaventur...