María y Isabel: el Dios de las mujeres y de dos maternidades imposibles
Reconocerse habitados, en el cuerpo, por un anuncio de vida y por una promesa capaz de ampliar el futuro (no solo personal, sino también comunitario) tiene como consecuencia natural ponerse en camino.
María es un cuerpo de mujer habitado, visitado y colmado por la gracia de un encuentro que ha impreso en su vientre los rasgos de un Dios-Verbo. Es un Dios que se pone del lado de la humanidad pequeña, marginal y cotidiana. Y es en su casa de Nazaret donde el ángel la alcanza.
Después de haber recibido de María su «He aquí», el ángel se alejó de ella. El camino de Gabriel ha terminado y da paso al de María en esta tierra.
Incluso antes de emprender el viaje, María se levanta, se eleva, resucita, diríamos.
Tanto es así que este movimiento suyo en el texto griego se expresa con el mismo término que suele indicar la resurrección: «Anastasa».
Hay
una nueva vida que pone en marcha a aquella joven de Nazaret; un anticipo de
resurrección ya susurra en el ruido de aquellos pasos «hacia la montaña» de
aquella mujer embarazada de Dios.
Del mismo modo, la palabra acogida se deposita en nosotros como semilla de resurrección, como posibilidad de renacer.
Si la partida de María está anticipada por un destello de resurrección, lo que la acompaña es igualmente curioso: «con prisa», nos sugiere la traducción oficial. También se podría traducir: «con solicitud, con cuidado, con entusiasmo». No es la frenética prisa de quien hace las cosas a toda prisa, sino la urgencia de un cuidado, el impulso imparable del entusiasmo: de tener «a Dios en la sangre».
La palabra de Dios, cuando nos alcanza, infunde en nosotros su energía creativa y nos saca de los callejones sin salida del cerebro, nos empuja hacia el mundo. Nos libera del repliegue narcisista sobre nosotros mismos y nos conduce hacia la tierra del otro. En María, la Palabra se convierte en camino, pasos, sudor y fatiga, espera de un encuentro, búsqueda de ese Signo recibido...
De hecho, María está movida ante todo por el deseo de encontrar ese Signo que el ángel le indicó en el momento del Anuncio: «Y he aquí que tu pariente Isabel, en su vejez, ha concebido un hijo, y este es el sexto mes para ella». María se pone en camino en busca de la concreción de aquellas palabras que ha escuchado del ángel, y en este avanzar sufre la influencia de la Palabra que la conduce cada vez más hacia la verdad de sí misma.
Una
vida en el seno materno es un rastro del futuro, y eso es lo que hace María:
camina hacia el mañana, sobre la tierra del mañana; ya está recorriendo los
caminos de su hijo Jesús y los de todos nosotros. Su avance alimenta el deseo
de compartir la alegría y el desconcierto que la habitan, en una profunda unión
de almas y cuerpos acogidos y acogedores.
Lo que presenciamos es, de hecho, un encuentro entre dos mujeres, dos madres: una, de edad avanzada y marcada por la esterilidad; la otra, aún demasiado joven y virgen. Dos embarazos, humanamente imposibles o, al menos, impredecibles.
Que la comunidad del evangelista Lucas elija como premisa constitutiva de la experiencia cristiana (es más, de la propia existencia de Jesús) un encuentro totalmente femenino, dice mucho de la carga revolucionaria que, dentro de ese contexto de rígido molde patriarcal, conlleva el anuncio evangélico.
Creo que, siguiendo la línea de estas dos mujeres, estamos invitados a preguntarnos: ¿Hasta qué punto permitimos que la Palabra cree en nosotros, aún hoy, una forma nueva, responsable y libre de vivir? ¿Hasta qué punto la Palabra nos emancipa de un sistema social que exige obediencia a las convenciones, los lugares comunes y los estereotipos? ¿Somos realmente personas que no dependen de un sistema, personas capaces de tomar nuevas decisiones?
Una vez llegada al umbral del nuevo encuentro, María saluda primero a Isabel. Ese saludo es presagio de un triple acontecimiento: el sobresalto del niño en el vientre, la plenitud del Espíritu Santo y la exclamación en voz alta de Isabel.
Estamos ante un relato revelador. Es Pentecostés en un abrazo. María se ha puesto en camino en busca de la verdad de un signo y se encuentra con una mujer que le dice quién es ella, qué le ha sucedido realmente: es en ese encuentro donde el Signo vibra en la carne, se hace historia.
Estas mujeres reconocen, la una en la otra, la obra de Dios; la palabra es relación y crea relaciones. A esto también estamos llamados nosotros: contarnos mutuamente que Dios planta su tienda en el corazón del otro y que, gracias a su Palabra, sembrada en nosotros, tomamos conciencia de la ternura divina custodiada en el cuerpo y en la presencia de cada uno.
La primera bienaventuranza del Evangelio, en Lucas, encuentra aquí su inesperada formulación: «Bienaventurada la que ha creído que se cumplirán las cosas dichas por el Señor», que tal vez sea la raíz original de toda bienaventuranza.
Somos bienaventurados, en efecto, cuando creemos que lo que Dios nos entrega en su Palabra no es «solo» palabra, sino que en su decir, en su promesa, ya reside el signo de su cumplimiento. Creer en la Palabra es emprender un camino que anticipa su cumplimiento y lo manifiesta.
Y siempre en relación con ese ponerse en camino de María, me parece intrigante que el término hebreo ashrei, traducido habitualmente como «bienaventurado», podría traducirse también como «en camino; de pie y adelante», remontándose a su raíz ashar, es decir: ¡pie!
Quien cree es, por tanto, bienaventurado en la medida en que se siente constantemente en camino; ya que la «fe» no es alcanzar certezas que defender, sino abrir caminos nuevos, horizontes que buscar y vivir juntos.
Y
pensando en el don de estas dos mujeres que nos abren a la acogida de la
novedad de Jesús, deseo dedicar a todas las mujeres del mundo las palabras de
esta oración:
Dios
de las mujeres, renueva el mundo.
Vosotras,
mujeres, sois el futuro del mundo, madres siempre embarazadas de Dios
con
vosotras toda la creación se convierte en seno para dar a luz un mundo nuevo
atravesad
sin miedo las montañas porque es el amor que os eleva,
porque
es el amor que vence al miedo.
Que
nadie más os silencie, mujeres, que nadie más os quite la voz
porque
sin vosotras el mundo se apaga, la tierra se marchita y muere.
Que
las Iglesias sean como vosotras, embarazadas de Dios, llenas de amor, lejos de
los palacios del poder.
En
vuestro encuentro se prepara el tiempo nuevo,
en vuestro abrazo se encierra un nuevo sueño y Dios renace en el corazón de la tierra.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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