La contemplación como acto de fe
Una palabra poco extendida en el lenguaje popular católico, pero que indica una experiencia espiritual que se encuentra en lo más profundo de la fe.
Cuando estamos enamorados de alguien y esa persona no está físicamente con nosotros, nuestra mente tiende a perderse en el recuerdo de los momentos bonitos vividos juntos y en la fantasía de los que podrían llegar a ser. De este modo, al escuchar nuestras emociones y nuestros sentimientos, verificamos si realmente esa persona nos atrae tanto como para elegirla como nuestro amor, consolidamos nuestra decisión de ser y vivir para él o ella y podemos presagiar nuestra vida futura juntos.
La contemplación es lo mismo. Antes del cristianismo, la palabra indicaba la delimitación mental de un espacio del cielo en el que se podía observar y describir el vuelo de los pájaros y el movimiento de las estrellas. Es decir, ponerse delante de una ventana que nos abre al infinito y dejar que esto entre en resonancia interior con el infinito que hay dentro de nosotros.
Cuando estamos enamorados de Jesús, esta experiencia adquiere tonos de asombro, de maravilla, de agradecimiento por el amor infinito que Él nos tiene y por el valor que tenemos para Él.
La contemplación cristiana, por lo tanto, nos permite verificar si Jesús nos ama tanto como para elegirlo como nuestro amor, consolidar nuestra elección de ser y vivir para Él y presentir la infinita belleza de nuestra vida futura juntos, en su Reino.
Una experiencia que tiene sus raíces ya en el Antiguo Testamento, con Moisés en la zarza ardiente (Ex 3,3); o con el profeta Elías en el monte Horeb (1 Re 19). Pero, sobre todo, una experiencia que se sitúa en el centro de la vida espiritual del mismo Jesús, quien, según el Nuevo Testamento, especialmente en Lucas, dice hasta diez veces que contempla al Padre.
Y de la que tenemos testimonio, en los creyentes, a lo largo de los dos mil años de cristianismo, desde el siglo I hasta hoy. Una experiencia que no se improvisa, que hay que buscar sobre todo refugiándose en el silencio, delimitando espacios y tiempos específicos, y activando el deseo de estar en su presencia: «Mi corazón ha dicho de ti: «Buscad su rostro»; tu rostro, Señor, yo lo busco. No me escondas tu rostro» (Sal 26, 8).
Una experiencia que moviliza todo nuestro ser, desde la cabeza hasta el corazón y el cuerpo, y hace posible una fe espiritual y carnal al mismo tiempo. Hasta hace 30 o 40 años, era una experiencia que solo se consideraba posible para algunos que tenían una vocación a la relación mística con Cristo, suponiendo que el fiel común podía vivir su fe dentro de las formas de relación con Dios definidas por los ritos religiosos clásicos.
Hoy en día, se tiende a pensar, en cambio, que este tipo de experiencia espiritual es la base de una fe auténtica que ya no puede apoyarse en el contexto cultural en el que se vive, sino en la calidad de la experiencia individual en la relación personal con Cristo.
Ciertamente, no todos pueden pensar en alcanzar las cimas de la contemplación mística que nos han contado los grandes santos: Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, por citar solo algunos de los más conocidos.
Pero todos podemos intentar encaminarnos hacia esta experiencia, porque contemplar es la prueba más verdadera de una fe menos religiosa y más espiritual y carnal al mismo tiempo.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario