La justicia y la paz se besan (Salmo 85, 10-13)
Durante mucho tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial, se habló de desarme y las economías se prepararon para el proceso de reconversión de la industria bélica en industria civil.
Parecía que por fin se estaba haciendo realidad el sueño mesiánico de Isaías (2,4) y Miqueas (4,3): «Él juzgará a las naciones y será árbitro entre muchos pueblos. Forjarán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces; un pueblo no levantará más la espada contra otro pueblo, ni se adentrarán más en el arte de la guerra». Era casi el amanecer del periodo escatológico cuando el ángel «agarró al dragón, la serpiente antigua —es decir, el diablo, Satanás— y lo encadenó por mil años» (Apocalipsis, 20,2).
Ahora, por desgracia, la actualidad nos hace asistir al inicio del camino inverso: las industrias civiles en crisis -especialmente las automovilísticas- están a punto de convertirse en industrias militares. Porque son más rentables.
En este retorno parece destacar la Alemania de la coalición del Canciller Friedrich Merz, que, con la excusa de llevar ayuda a la Ucrania invadida, pretende resolver la crisis de Volkswagen fabricando armas en lugar de automóviles.
El Anticristo se toma la revancha. Lo hace con astucia, porque da a entender que este retorno de los arados a las espadas se produce en nombre de la búsqueda de la paz; o, mejor aún, para ser más creíble: en nombre de la paz justa.
No importa si, en nombre de una justicia afirmada, se puede desatar una guerra destructiva del mundo y, por lo tanto, una anulación de la vida que es el presupuesto de la virtud ética de la justicia. No importa si lo que más interesa es el negocio de la paz.
Desde el tiempo mesiánico se vuelve así al tiempo gobernado por el Príncipe de este mundo, o Anticristo, que persuade poniendo en práctica el astuto engaño de transportar el eschaton en el tiempo, exigiendo en la historia la superposición de la paz y la justicia, que solo coincidirán perfectamente al final de la historia, cuando «la misericordia y la verdad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán» (Salmo, 84,11), es decir, se unirán perfectamente.
El
versículo del salmo —como recordarán los supervivientes de la era del
Papa Pío XII— era el lema de aquel Papa que, llamándose Eugenio Pacelli, jugaba
con la asonancia de su nombre con la paz (Paz-Pacelli).
Pero al pretender una superposición imposible de paz y justicia, se destruye la paz posible, que es el fin de la ciudad del hombre. Y precisamente los realistas que sostienen que la paz absoluta nunca podrá existir en el tiempo de la historia, deberían saber que nunca podrá haber en la historia un tiempo en el que la justicia y la paz se besen plenamente, ni siquiera en el que la misericordia y la verdad se encuentren en su plenitud.
Pero aquí y ahora siempre se encontrarán parcialmente y en una dialéctica. Y esto solo se da con el diálogo y con la confianza de los pueblos: dando y recibiendo confianza. Sin pretender la superposición total, porque siempre es mejor alguna paz que una guerra en nombre de una paz justa que nunca llegará.
Muchos hoy tratan de predecir los futuros movimientos del Papa León XIV al respecto, tirándole a menudo de la chaqueta. Se apoyan en su vocación «agustina» para recordarle que, para San Agustín de Hipona, la verdadera paz solo existe en compañía de la justicia. Y así no hacen ni paz ni justicia.
Pero San Agustín fue probablemente el primer pensador cristiano antiguo en oponerse al principio si vis pacem, para bellum -«si quieres la paz, prepara la guerra»-, es decir, la finalización de la guerra para la paz.
Y lo hacía recordando, precisamente a un alto representante político (Dario, gobernador romano de África), su nuevo y revolucionario principio: «adquirir la paz con la paz, no con la guerra» -acquirere vel obtinere pacem pace, non bello- en su Epístola 229, 2.
Porque ningún fin (como es la paz) justifica un medio que lo contradice (como es la guerra), sino que requiere un medio homogéneo con él, es decir, que progrese gradualmente hacia él.
La justicia (como virtud ética) es un instrumento que no trasciende el tiempo, mientras que la paz mira hacia lo eterno y es signo de lo eterno.
En el beso de los dos sujetos (la paz y la justicia), es la paz la que besa primero y en cualquier caso, porque la justicia, virtud ética que da a cada uno lo suyo, juzga cuál es «lo suyo» que le corresponde a cada uno y, por lo tanto, evalúa a quién dar su beso; mientras que la paz sabe que «lo suyo» del ser humano es su propio fin como ser humano de estar en paz, y por lo tanto lo hace digno de ser besado por ella.
Y sabe que si besa primero, la paz tiene la capacidad de estimular la reciprocidad de la paz, como la chispa que brota en el eros de Platón, donde el amor responde al amor recibido.
De este tipo es la lección, elevada y compleja, del grande Obispo San Agustín de Hipona sobre la paz. Y el Papa León XIV es su hijo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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