Padre Nuestro, la oración que une la tierra y el cielo
Señor, enséñanos a orar. Todo en el mundo ora: los árboles del bosque y los lirios del campo, las montañas y las colinas, los ríos y los manantiales, los cipreses de la colina y la infinita paciencia de la luz. Oran sin palabras: «toda criatura ora cantando el himno de su existencia, cantando el salmo de su vida» (Conferencia Episcopal Japonesa).
Los discípulos no piden al maestro una oración o fórmulas que repetir, ya conocían muchas, tenían todo un salterio que les servía de guía. Pero piden: enséñanos a estar ante Dios como Tú estás, en tus noches de vigilia, en tus cascadas de alegría, con un corazón adulto y niño a la vez. Rezar es volver a unir la tierra al cielo: enséñanos a volver a unirnos a Dios, como se une la boca a la fuente.
Y Él les dijo: cuando oréis, decid «Padre». Todas las oraciones de Jesús que nos han transmitido los Evangelios comienzan con este nombre. Es el nombre de la fuente, palabra de los comienzos y de la infancia, el nombre de la vida.
Rezar es tutear a Dios, llamarlo «padre», decirle «papá», en el lenguaje de los niños y no en el de los rabinos, en el dialecto del corazón y no en el de los escribas. Es un Dios que sabe de abrazos y de hogar; un Dios afectuoso, cercano, cálido, del que recibir las pocas cosas indispensables para vivir bien.
Santificado sea tu nombre. Tu nombre es «amor». Que el amor sea santificado en la tierra, por todos, en todo el mundo. Que el amor santifique la tierra, transforme y transfigure esta historia de ídolos feroces o indiferentes.
Venga tu Reino. El tuyo, aquel en el que los pobres son príncipes y los niños entran los primeros. Y sea más hermoso que todos los sueños, más intenso que todas las lágrimas de quienes vivieron y murieron en la noche para alcanzarlo.
Sigue dándonos cada día nuestro pan de cada día. Aquí estamos, juntos, todos dependientes cada día del cielo. Danos un pan que sea «nuestro» y no solo «mío», pan compartido, porque si uno está saciado y otro muere de hambre, ese no es tu pan. Y si el pan fragante, que nos espera en el centro de la mesa, es demasiado para nosotros, danos buena semilla para nuestra tierra; y si un pan ya preparado no es cosa de hijos adultos, proporciona buena levadura para la dura masa de los días.
Y quita de nosotros nuestros pecados. Desecha, lejos de nuestro corazón. Abraza nuestra fragilidad y nosotros, como tú, abrazaremos la imperfección y la fragilidad de todos.
No nos abandones a la tentación. No nos dejes solos a cantar nuestros miedos. Toma nuestra mano y sácanos de todo lo que nos hace daño, de todo lo que pesa sobre nuestro corazón y lo envejece y lo aturde.
Padre que amas, muéstranos que amar es defender toda vida de la muerte, de todo tipo de muerte.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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