viernes, 28 de febrero de 2025

Alegría de Júbilo.

Alegría de Júbilo 

En el vocabulario clásico del Jubileo la palabra “alegría” es prácticamente inexistente. Sin embargo, en el origen judío del jubileo, el año sabático, la alegría era el tono subyacente que dominaba la escena de los textos y las “acciones” que lo celebraban. 

Fue una alegría que nació esencialmente porque el sufrimiento, el cansancio, las penas de la vida se interrumpieron: se habló de liberación de esclavos (Ex 21, 2-6), de anulación de deudas (Dt 15, 1-11), de descanso compartido (Dt 16, 13-15), de renovada confianza en el Dios que provee a las necesidades humanas (Lv 25, 1-7). 

El peligro evitado de que la vida fuera esencialmente sufrimiento y terminara en muerte generó en el alma de los judíos la sensación liberadora de ligereza y energía vital que caracteriza siempre la alegría. 

Pero con Jesús esta emoción adquiere otro color, mucho más potente. No sólo se confirma la experiencia liberadora de los judíos (Lc 4,16-21), sino que se anuncia y se realiza la posibilidad de la plenitud de la vida. 

Desde su nacimiento (“Os anuncio una gran alegría” – Lc 2,10), pasando por la experiencia de la conversión (“habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta” – Lc 15,7), hasta el imprevisible e inesperado anuncio de la resurrección (“las mujeres salieron rápidamente del sepulcro con temor y gran alegría, y corrieron a dar la noticia a los discípulos” – Mt 28,8), el hombre es proyectado en la posibilidad de realizar sus propios deseos, hasta un punto verdaderamente impensable. 

Porque la plenitud de vida es precisamente la meta del amor de Cristo por nosotros: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10); “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene nunca tendrá hambre; y el que en mí cree nunca tendrá sed” (Jn 6,35); “En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros tenéis todo plenamente en Él” (Col 2,9). 

Por eso, en Emaús, los dos discípulos, al encontrarse con Cristo, hacen de la alegría el elemento distintivo de la fe: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?» (Mt 24,32). El carcelero de Pablo que llegó a la fe “se regocijó con toda su casa de haber creído en Dios” (Hechos 16,34). Toda la comunidad a la que escribe Pedro está llena de alegría, porque ama a Cristo, sin haberlo visto: «y ahora, sin haberlo visto, creéis en él». “Por tanto, alegraos con un gozo inefable y glorioso” (1 Pe 1,8). 

E incluso en el sufrimiento, este tono emocional subyacente no se pierde: “Bienaventurados seréis cuando por mi causa os insulten y os persigan y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. “Alegraos y regocijaos” (Mt 5, 11-12); “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas” (Santiago 1,2). 

Hasta Pablo que considera la alegría uno de los primeros frutos de la acción del Espíritu Santo en nosotros: «El fruto del Espíritu es amor, alegría y paz» (Jl 5,22); “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). 

¿Cómo, entonces, logramos colorear con esfuerzo, sacrificio y a veces hasta sufrimiento, la construcción mental que da sentido al jubileo? 

Aquellos que realmente han experimentado el Jubileo tal como es, en cambio, describen una sensación de alegría, ligereza y plenitud de vida posible, como el sello emocional de su experiencia. Por eso deberíamos realmente incluir esta palabra en el vocabulario del Jubileo y convertirla en la prueba de fuego de la verdad de nuestra experiencia jubilar. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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