jueves, 27 de marzo de 2025

Simón de Cirene: una vocación.

Simón de Cirene: una vocación 

He tratado de colarme entre la multitud que seguía aquel extraño espectáculo camino del Calvario. El que iba a ser condenado no era uno de los criminales habituales, sino alguien que, según el mismo Pilato, no había hecho nada malo. 

De repente me doy cuenta de que Jesús no puede hacerlo: cae exhausto al suelo. Lo que pesa es, por supuesto, la madera de la cruz, pero más aún todo lo que esa madera representa. 

Lo que pesa es el no reconocer el bien realizado, es tomar ese camino que lo llevará al patíbulo de los hombres que preferirán replegarse en su propia piel, como Él mismo había predicho. 

Yo también conozco el sufrimiento y la repugnancia que se siente cuando lo que uno hace por alguien no sólo no es bien recibido, sino que, de hecho, no es reconocido o se confunde con otra cosa. 

Mientras lo veo en el suelo, aparece un hombre, obligado –literalmente– a cargar la cruz y caminar un tramo del camino junto al condenado. 

¡Pobre Simón de Cirene! Como si sus esfuerzos y preocupaciones no fueran suficientes. ¿Otro problema? ¿Otra cruz? “Me habría ido mejor quedándome en el campo”, debió pensar el pobre Simón de Cirene, “mira en qué lío me he metido”. 

Él venía del campo, quizá ni siquiera del suyo: trabajar en el campo es un trabajo manual y, desde luego, no es fácil. ¡Quién sabe cuánta incomodidad debió sentir al tener que cargar con una carga que no era suya! ¡Cuántas cosas recuerda su llegada del campo! 

Habíamos sido diseñados para disfrutar de lo que Dios había puesto a nuestra disposición sin conocer la carga del esfuerzo y, en cambio, nos hemos encontrado amargamente pasando de tenerlo todo a tener que procurarlo todo con el sudor de nuestra frente. 

Ese encuentro en el camino del Gólgota se convierte en reconciliación con el Señor que entra en nuestra misma lucha. 

Y sin embargo, esa persona, precisamente a través de un encuentro involuntario, entra en la historia misma del Hijo de Dios, él que hasta ese momento era sólo un don nadie. 

Me imagino el modo en que Jesús miró a Simón: si es cierto que había mirado con amor al joven rico, ¿qué no tendría reservado para este hombre que, a su pesar, aceptó no pasar de largo y se convirtió en icono de alguien capaz de llevar el peso del otro? 

La mirada de Jesús habría sido nuevamente una mirada de compasión, pero esta vez al revés: pide al hombre que sufra con Él. 

Él mismo, un día, para explicar el modo diferente de estar en el mundo de sus discípulos, había dicho: a cualquiera que te pida que vayas con él una milla, ve con él dos. 

Aquí está Simón: no sólo completa el tramo del camino sino que también asume el peso que el otro se ve obligado a llevar a lo largo del camino. 

Simón descubre que en su humanidad, Dios no puede hacerlo solo. Y así, quien no ha recibido una llamada particular del Señor como muchos de los discípulos, recibe una vocación muy particular. Una vocación ad actum (cuando es necesaria, por una circunstancia), se podría decir. ¡Cuántas veces la vida nos da esta vocación ad actum

No se le pregunta si está de acuerdo, simplemente se le obliga. No tuvo tiempo para pensarlo, no pudo tomarse el tiempo necesario para el discernimiento. Ojalá hubiera sido para algo feliz. Pero se trataba más bien de una cuestión de sangre, de un asunto sucio. 

San Marcos especificará que Simón era padre de dos hijos que probablemente pertenecían a la comunidad cristiana, Alejandro y Rufo. 

Un encuentro casual con una persona desafortunada, en un día cualquiera, se convierte en la oportunidad para que brote la fe. Incluso lo que parece una caridad forzada siempre conserva su fecundidad. 

Ni siquiera el fastidio, ni el rechazo, ni la prisa son rechazados cuando se trata de hacerse cargo de aquellos que demasiadas veces han caído bajo el peso de la vida. 

La historia de este hombre nos recuerda que a veces, justo cuando no logramos superar algún imprevisto que obstaculiza nuestros planes, es posible encontrar a Dios incluso sin haberlo buscado. 

Dios entra en nuestra vida justo cuando no lo esperamos, cuando parece que el curso de los acontecimientos debe ser otro. 

Para todos llega un momento en que la vida extrae tu número, sin pedirte permiso, y te pone cara a cara con el sufrimiento. En esos momentos no hacen falta las palabras: sólo hace falta la voluntad de recorrer juntos un tramo del camino, para aliviar un dolor. 

En el camino, Simón de Cirene toma el lugar de Simón de Betsaida, el discípulo fracasado, aquel que no es capaz de acompañar y ayudar a Jesús. 

Esta misma historia nos recuerda que somos discípulos no porque lo declaramos con nuestros labios, sino porque no rehuimos aquello que se nos pide asumir, a veces de manera involuntaria y sin ganas. 

En ese momento Simón de Cirene, como yo, sólo siente el peso de aquella madera, no sabe que está haciendo algo extraordinario, no sabe el valor de lo que ha caído sobre él. 

En realidad –lo comprenderá sólo más tarde– no es tanto él quien lleva esa cruz, sino aquel que es llevado por ella. Tal como nos pasa a todos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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