Resignificar… un debate en el presente, por el pasado y por el futuro
Desde hace ya algunos años se haba de la cancel culture, un tema que se ha vuelto de gran actualidad también a raíz de algunas oleadas de protesta. El término se ha incorporado al uso en el discurso político, en la información y en los debates para referirse a las prácticas de protesta llevadas a cabo por algunos movimientos que tienen como objetivo objetos del patrimonio cultural presentes en el espacio público.
Pienso, por ejemplo, en las imágenes, estatuas, monumentos… dedicados a personalidades o regímenes políticos del pasado, que son pintados, deformados o derribados, o cuya eliminación se solicita, porque representan plásticamente pensamientos y acciones que contrastan con la sensibilidad actual, cuando no son abiertamente ofensivos hacia determinados grupos o minorías sociales, en particular grupos étnicos, mujeres y homosexuales.
Cancel culture no es una definición descriptiva o neutra: quien la adopta transmite un juicio negativo hacia quienes escenifican tales manifestaciones; a la acusación de seguir celebrando eventos y personajes omitiendo sus lados oscuros, se contrapone la acusación de censura, censura que «borra» una parte de la historia, desagradable, en nombre de la actual corrección política (cada vez más estigmatizada como anacrónica, ignorante, conformista...).
En realidad, una lectura más profunda de la cuestión pone de manifiesto la complejidad que encierra la «patrimonialización» de la cultura, es decir, el reconocimiento del valor público y compartido, por tanto «universal», de un bien cultural, por su interés artístico, histórico, arqueológico, etnoantropológico, archivístico, bibliográfico, … La elección de un bien cultural es un acto históricamente debatido, y nunca neutral, en el que, desde siempre, y a partir del presente, se confrontan las diferentes ideas políticas del pasado y del futuro, en una disputa sobre el juicio histórico y la genealogía cultural.
Bien sabemos a estas alturas que el patrimonio cultural nunca es neutral ni «innato» o inmutable, sino que es el fruto de procesos históricos. Hay quien protesta no tanto por la historia en sí misma considerada sino más bien, y, sobre todo, por el presente y el futuro. Esta protesta la llevan a cabo grupos sociales que aún se sienten oprimidos, que se enfadan con los monumentos… porque los perciben como símbolos de opresión que hay que superar para alcanzar una sociedad más justa.
Por lo tanto, no es la ira de «unos» contra el patrimonio de «todos»; no es el enfrentamiento entre quienes quieren borrar la historia y quienes, en cambio, se erigen en defensores del arte y del pasado, de los que quieren extraer la base de las tradiciones identitarias locales y nacionales. El objetivo de la protesta no es la historia en sí misma sino conseguir dar un nuevo sentido a los productos culturales, cuestionando de manera plural y compartida cómo hacer que ese patrimonio del pasado sea «justo».
Si todo acto de borrado es político, también lo es el hecho de que una determinada imagen haya adquirido esa posición en el espacio público y en el patrimonio. Porque ningún rastro del pasado nos ha llegado intacto y neutro: es más bien el resultado final del esfuerzo realizado por las sociedades pasadas para tratar de imponer a la futura una determinada visión de sí mismas.
Tomar conciencia de los procesos de producción de las imágenes permite superar la idea de que son indiscutibles, haciendo plural una realidad que, solamente de una manera tan superficial como engañosa, parece única. La impugnación políticamente fundamentada de los monumentos se convierte en una operación que pone a quien la ejerce en una relación de comprensión crítica del pasado. Por lo tanto, un acto que, lejos de querer borrar la historia, la quiere tomar en serio, en lugar de sufrirla pasivamente o evitar cuestionarse sus huellas presentes a lo largo de las calles de las ciudades y en el centro de las plazas de los pueblos.
Yo creo que ciertas prácticas de protesta tienen al menos el mérito de interrogar a la opinión pública sobre su historia colectiva, y que la decisión sobre lo que es o no «patrimonio cultural» es siempre el resultado de conflictos y negociaciones nunca definitivas. Y entiendo que una tarea compleja, y seguramente hasta difícil, es precisamente la de re-escribir el espacio público de nuestro país y re-significar el patrimonio cultural. Porque, lo queremos o no, también hay una relación entre el poder y las imágenes.
Las estatuas, las imágenes, los edificios…nunca son objetivos, su presencia en el espacio público es el resultado de una voluntad política, que dirige su visión y su representación al presente y al futuro. Por el hecho de ser el resultado de una mediación y de no constituir nunca un absoluto definitivo, los objetos del patrimonio cultural pueden y deben ser puestos en tela de juicio. No para borrar una parte de la historia, sino para que «toda» la historia sea recordada, no solo la favorable a los poderes pasados y presentes, rehabilitando el punto de vista de los vencidos y oprimidos.
Por eso, también creo que detrás de la (negativa) etiqueta de cancel culture se encuentra la reacción de aquellos que quieren mantener el statu quo. La propuesta no sería tanto «borrar» las obras sino tomar conciencia de su historia, o cambiar la lectura de las imágenes, por ejemplo, destinándolas a una función diferente, trasladándolas a museos, cuando sea posible, o convirtiéndolas en objeto de recorridos compartidos con las diferentes comunidades que comenten su historia, su procedencia, su desarrollo, incluso con nuevas leyendas.
No quiero entrar propiamente tal en el tema de la controvertida polémica sobre el Valle de los Caídos y que ya se denomina oficialmente Valle de Cuelgamuros. No soy quién para hacerlo. Pero sí apunto un criterio: la posibilidad de re-semantizar el mencionado monumento como lugar de la memoria democrática compartida de este país. He leído que es “imposible resignificar” ese edificio. No sé exactamente qué signifique en este tema “imposible” y “resignificar”. En un país como Italia, en el que he vivido y trabajado durante más de 9 años, sí hay ejemplos de que ha sido posible resignificar su patrimonio muy ligado al régimen fascista. Y ciertamente esa resignificación a la que yo aludo tampoco ha sido fruto de un consenso real unánime de toda una población o fuerzas sociales.
La memoria es una función psíquica y neuronal propia de los humanos, pero, en general, es la capacidad común a muchos organismos vivos de conservar rastros de experiencias pasadas, vividas directamente o asumidas por otros. Existen muchas formas de memoria: individual, familiar, colectiva, etc. La experiencia de la aún ‘reciente’ pandemia, que afectó a gran parte de la humanidad, también nos ha familiarizado con una dimensión biológica de la memoria, la memoria inmunológica, por la que un organismo vivo, tras un contacto inicial con un antígeno -al que sigue la producción de anticuerpos-, responde a un contacto posterior con el mismo antígeno con una producción eficaz de anticuerpos como defensa.
La memoria es recuerdo y evocación de experiencias anteriores, revividas personalmente y no pocas veces transmitidas a otros para hacer de ellas una memoria colectiva, compartida en el dolor (duelo) o la alegría (celebración). La memoria histórica es uno de estos modos que, por su propia naturaleza, puede crear identidad individual o comunitaria. Es, en esencia, un proceso, a veces individual y a veces colectivo, que construye, fundamentalmente a través del recuerdo, caminos colectivos e individuales al dar reconocimiento a aquellas experiencias y percepciones que nos han traído hasta aquí. Y esa memoria suele estar vinculada, también, a lugares, edificios arquitectónicos, obras de arte, ...
La destrucción del pasado o, mejor aún, el derribo y el enterramiento de todo aquello que conecta la experiencia de los contemporáneos con la de las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más extraños para mí como, por ejemplo -y salvadas las innegables distancias con el tema de este escrito-, vemos en los talibanes destruyendo su patrimonio artístico, cultural, histórico…
La mayoría de los jóvenes han crecido en una especie de presente permanente, en el que carecen de toda relación orgánica con el pasado histórico del tiempo en el que han nacido y viven. Este fenómeno hace que la presencia y la actividad de aquellas personas, lugares, edificios, relatos…, cuya tarea es recordar lo que otros olvidan, quizá sigan siendo aún más esenciales. Sabiendo de dónde venimos, seguramente tengamos más claro a dónde no queremos regresar y sí por dónde queremos seguir avanzando y a dónde queremos llegar. Yo creo que no es indiferente para una sociedad, que sabe a dónde no quiere regresar y hacia dónde quiere ir, elegir el camino. Y en ese camino también juega su papel nuestra memoria individual y colectiva.
A nosotros nos corresponde la responsabilidad de seguir educando la forma en la que nosotros y las generaciones futuras miremos, percibamos y entendamos ese Valle de Cuelgamuros resignificando lo que fue y simbolizó como Valle de los Caídos. No se me oculta su complejidad. Probablemente incluso su dificultad. Pero me resisto a creer que una sociedad adulta y democrática no pueda de-construir un espacio que seguramente tuvo, a los ojos de muchos, el aura de un lugar sagrado y simbólico, y que no deja de resultar hasta un incómodo legado del imaginario y de la arquitectura franquistas. A lo mejor, resignificando podemos incluso salir al paso de los micro-fascismos tan al acecho y amenazantes en nuestra época, y seguir dando pasos cualitativos de calidad democrática.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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