Dadles vosotros de comer… hacedlo en memoria mía
Cae
la tarde
El día
comenzaba a declinar. Y con el día, también nosotros. Cae la tarde, y llevamos
sobre nosotros el peso de los pasos, de las palabras no dichas, de los vacíos
de sentido y de los agujeros en el corazón.
Allí
donde ya no hay nada —ni alojamiento, ni provisiones, ni certezas—, Jesús no
congela la esperanza. Y no despide a la multitud. En cambio, dice a los
discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Este es el
mandamiento.
La
Eucaristía no se reduce a un rito: es una forma de estar en la vida. Con las
manos desnudas que acogen y parten, con la palabra que consuela y cura, con el
cuerpo que se deja tocar, que se ofrece en comunión, que se deja consumir.
Jesús es
el Verbo que no solo habla. Alimenta el cuerpo, sana el alma, da sustancia al
Espíritu. Es voz que se hace caricia, pan que se hace carne, sangre que no
clama venganza, vida que perdona y reconcilia. Es el Dios que se detiene cuando
te derrumbas. Es el Dios que te levanta cuando caes y te invita a reanudar el
camino. Es el amigo fiel que permanece cuando termina el día.
El pan
partido es un gesto profundamente humano, escandalosamente divino: el ídolo
come; el Dios de Jesús se da de comer. Y luego la bendición de lo poco que
tenemos es compartir lo mucho, el don que vence a la muerte.
Dice algo
inaudito: «No es cierto que todo termine en la oscuridad. No es cierto
que el amor se pierda». Al contrario, el tiempo tiene carne. El tiempo
tiene un corazón que aún late: es el tuyo, Cristo Jesús. Cuerpo entregado,
sangre derramada, vida sembrada al atardecer para que florezca por la mañana.
Cada
Eucaristía es tarde. Cada Eucaristía es también un grito. Una pausa en la
cresta del tiempo, donde todo parece escapar, mientras el Señor dice: «Este
es mi cuerpo, por vosotros». No para los puros, no para los
merecedores, no para los fuertes. Para vosotros: también para los heridos, los
ingratos, los desilusionados. Para quienes piensan que el día ha terminado y
que nada tiene sentido.
Hoy hay quienes disparan contra quienes piden un poco de pan
El
misterio de la Eucaristía es la respuesta al grito de los hambrientos:
hambrientos de pan, hambrientos de amor, hambrientos de justicia, hambrientos
de verdad, hambrientos de libertad, hambrientos de vida. Hambrientos de ser
reconocidos, escuchados, salvados. Hambrientos de no morir solos. Abandonados.
Olvidados por todos, desechados.
«Dadles
vosotros de comer». Es una invitación que nunca se agota: Dad. Nada
más, no remitáis a otros. Dad vosotros mismos. De vosotros mismos. Y en
abundancia, derramado de vuestro seno, porque con la medida con que medís, se
os medirá a vosotros.
¿Y
nosotros? ¿Dónde estamos, mientras hay un pueblo que muere de hambre, sitiado y
exterminado? ¿Dónde estamos, mientras hay quienes disparan contra la multitud
que busca donde se distribuye el pan? Nosotros, en una tarde de verano, estamos
sentados a la mesa, en un lugar al aire libre, fresco y tranquilo. Con amigos.
¿Somos las doce cestas de sobras? Frágiles recipientes de lo que queda,
abundancia que no conoce el hambre. Y el Señor nos repite: «Dadles
vosotros de comer».
«Haced
esto en memoria mía». Y no para complacerle, sino para hacer justicia a
los hombres. No es un rito, es una forma de vida. Somos ese trozo de pan que
puede alimentar si no se retiene, si no se aísla. «Haced esto»
significa: vivid como yo, poned vuestro cuerpo donde hay hambre, vuestra voz de
denuncia donde reina el silencio de la indiferencia y la complicidad, poned
vuestra mano donde falta ternura, comed con los olvidados.
Haced
memoria con los gestos, no solo con los deseos. Cada vez que partís el pan —así
en mi memoria— con los hambrientos, hacéis Pascua.
Y aún hoy el día declina
El día
declina. También hoy mueren de hambre mujeres, hombres, ancianos y niños. No
nos sorprenda el sueño de la muerte en la quietud de quienes piensan y creen
estar vivos. Jesús, quédate hasta el final allí donde hay un pueblo que
tiene hambre. No como un fantasma, sino en la carne concreta de tu
cuerpo, en el pan y en los rostros que aún saben amar.
Al
atardecer de la historia, al atardecer de cada uno de nuestros días, llama el
Dios vivo: quiere cenar con nosotros, sentarse, escucharnos, sanarnos y luego
partirse en medio de nosotros. Y cuando lo reconozcamos en el hambre de quien
se sienta a nuestro lado, en quien aún es desenterrado entre los escombros del
mundo, entonces será Pascua otra vez.
¿Un trozo
de pan puede hacernos hermanos bajo el cielo bombardeado? Nunca he comido solo
mi trozo de pan... En la trágica escena de la historia que no conoce fin, desde
los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial hasta los campos de
prisioneros de hoy, los lugares separados por el Muro en Israel-Palestina, en
las tierras ocupadas y asediadas y en las ciudades destruidas como Gaza, hay mujeres
y hombres «íntegros» que se parten como pan.
«Dadles
vosotros de comer». Y seguiremos vivos. Y seguiremos siendo hombres. Y
nuestro tiempo seguirá hambriento de esperanza. Corpus Domini. Corpus
Hominis. Para que nadie sea invisible.
Un pan partido que alcanza para todos
El día declina.
Pero Él permanece.
Toma el pan.
Lo bendice.
Lo parte.
Lo da.
Todo está ahí.
No es un rito.
Es una urgencia.
La multitud tiene hambre
y no sabe adónde ir.
Dios se deja comer.
Amar.
En el vacío
en la desesperación.
Masticado por los últimos.
En el cuerpo que muere,
la memoria resiste.
Como la madre,
que salva a su hijo
con un trozo de pan,
en un infierno donde el
cuerpo es desprecio,
la humanidad había
desaparecido
y Dios parecía ausente.
Como en Sarajevo,
tomada por el hambre,
donde se comía
más polvo que pan.
Como en Gaza,
que hoy muere
con el estómago vacío
y el seno lleno de
lágrimas.
Como en todos los campos
de refugiados,
en todas las cárceles,
en todas las periferias de
lo humano,
donde se niega el pan
y el hambre no es solo
carencia,
sino humillación.
Y allí,
entre las ruinas y los
cuerpos en el suelo,
una voz no se rinde:
«Dadles vosotros de
comer».
Nada más.
No mañana.
No quien puede.
Tú. Ahora.
Con lo que puedas.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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