sábado, 21 de junio de 2025

Dadles vosotros de comer… hacedlo en memoria mía.

Dadles vosotros de comer… hacedlo en memoria mía

Cae la tarde

 

El día comenzaba a declinar. Y con el día, también nosotros. Cae la tarde, y llevamos sobre nosotros el peso de los pasos, de las palabras no dichas, de los vacíos de sentido y de los agujeros en el corazón.

 

Allí donde ya no hay nada —ni alojamiento, ni provisiones, ni certezas—, Jesús no congela la esperanza. Y no despide a la multitud. En cambio, dice a los discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Este es el mandamiento.

 

La Eucaristía no se reduce a un rito: es una forma de estar en la vida. Con las manos desnudas que acogen y parten, con la palabra que consuela y cura, con el cuerpo que se deja tocar, que se ofrece en comunión, que se deja consumir.

 

Jesús es el Verbo que no solo habla. Alimenta el cuerpo, sana el alma, da sustancia al Espíritu. Es voz que se hace caricia, pan que se hace carne, sangre que no clama venganza, vida que perdona y reconcilia. Es el Dios que se detiene cuando te derrumbas. Es el Dios que te levanta cuando caes y te invita a reanudar el camino. Es el amigo fiel que permanece cuando termina el día.



Se da de comer

 

El pan partido es un gesto profundamente humano, escandalosamente divino: el ídolo come; el Dios de Jesús se da de comer. Y luego la bendición de lo poco que tenemos es compartir lo mucho, el don que vence a la muerte.

 

Dice algo inaudito: «No es cierto que todo termine en la oscuridad. No es cierto que el amor se pierda». Al contrario, el tiempo tiene carne. El tiempo tiene un corazón que aún late: es el tuyo, Cristo Jesús. Cuerpo entregado, sangre derramada, vida sembrada al atardecer para que florezca por la mañana.

 

Cada Eucaristía es tarde. Cada Eucaristía es también un grito. Una pausa en la cresta del tiempo, donde todo parece escapar, mientras el Señor dice: «Este es mi cuerpo, por vosotros». No para los puros, no para los merecedores, no para los fuertes. Para vosotros: también para los heridos, los ingratos, los desilusionados. Para quienes piensan que el día ha terminado y que nada tiene sentido.



Hoy hay quienes disparan contra quienes piden un poco de pan

 

El misterio de la Eucaristía es la respuesta al grito de los hambrientos: hambrientos de pan, hambrientos de amor, hambrientos de justicia, hambrientos de verdad, hambrientos de libertad, hambrientos de vida. Hambrientos de ser reconocidos, escuchados, salvados. Hambrientos de no morir solos. Abandonados. Olvidados por todos, desechados.

 

«Dadles vosotros de comer». Es una invitación que nunca se agota: Dad. Nada más, no remitáis a otros. Dad vosotros mismos. De vosotros mismos. Y en abundancia, derramado de vuestro seno, porque con la medida con que medís, se os medirá a vosotros.

 

¿Y nosotros? ¿Dónde estamos, mientras hay un pueblo que muere de hambre, sitiado y exterminado? ¿Dónde estamos, mientras hay quienes disparan contra la multitud que busca donde se distribuye el pan? Nosotros, en una tarde de verano, estamos sentados a la mesa, en un lugar al aire libre, fresco y tranquilo. Con amigos. ¿Somos las doce cestas de sobras? Frágiles recipientes de lo que queda, abundancia que no conoce el hambre. Y el Señor nos repite: «Dadles vosotros de comer».

 

«Haced esto en memoria mía». Y no para complacerle, sino para hacer justicia a los hombres. No es un rito, es una forma de vida. Somos ese trozo de pan que puede alimentar si no se retiene, si no se aísla. «Haced esto» significa: vivid como yo, poned vuestro cuerpo donde hay hambre, vuestra voz de denuncia donde reina el silencio de la indiferencia y la complicidad, poned vuestra mano donde falta ternura, comed con los olvidados.

 

Haced memoria con los gestos, no solo con los deseos. Cada vez que partís el pan —así en mi memoria— con los hambrientos, hacéis Pascua.


Y aún hoy el día declina

 

El día declina. También hoy mueren de hambre mujeres, hombres, ancianos y niños. No nos sorprenda el sueño de la muerte en la quietud de quienes piensan y creen estar vivos. Jesús, quédate hasta el final allí donde hay un pueblo que tiene hambre. No como un fantasma, sino en la carne concreta de tu cuerpo, en el pan y en los rostros que aún saben amar.

 

Al atardecer de la historia, al atardecer de cada uno de nuestros días, llama el Dios vivo: quiere cenar con nosotros, sentarse, escucharnos, sanarnos y luego partirse en medio de nosotros. Y cuando lo reconozcamos en el hambre de quien se sienta a nuestro lado, en quien aún es desenterrado entre los escombros del mundo, entonces será Pascua otra vez.

 

¿Un trozo de pan puede hacernos hermanos bajo el cielo bombardeado? Nunca he comido solo mi trozo de pan... En la trágica escena de la historia que no conoce fin, desde los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial hasta los campos de prisioneros de hoy, los lugares separados por el Muro en Israel-Palestina, en las tierras ocupadas y asediadas y en las ciudades destruidas como Gaza, hay mujeres y hombres «íntegros» que se parten como pan.

 

«Dadles vosotros de comer». Y seguiremos vivos. Y seguiremos siendo hombres. Y nuestro tiempo seguirá hambriento de esperanza. Corpus Domini. Corpus Hominis. Para que nadie sea invisible.


Un pan partido que alcanza para todos

 

El día declina.

Pero Él permanece.

Toma el pan.

Lo bendice.

Lo parte.

Lo da.

Todo está ahí.

No es un rito.

Es una urgencia.

 

La multitud tiene hambre

y no sabe adónde ir.

Dios se deja comer.

Amar.

 

En el vacío

en la desesperación.

Masticado por los últimos.

 

En el cuerpo que muere,

la memoria resiste.

Como la madre,

que salva a su hijo

con un trozo de pan,

en un infierno donde el cuerpo es desprecio,

la humanidad había desaparecido

y Dios parecía ausente.

 

Como en Sarajevo,

tomada por el hambre,

donde se comía

más polvo que pan.

 

Como en Gaza,

que hoy muere

con el estómago vacío

y el seno lleno de lágrimas.

 

Como en todos los campos de refugiados,

en todas las cárceles,

en todas las periferias de lo humano,

donde se niega el pan

y el hambre no es solo carencia,

sino humillación.

 

Y allí,

entre las ruinas y los cuerpos en el suelo,

una voz no se rinde:

«Dadles vosotros de comer».

Nada más.

No mañana.

No quien puede.

Tú. Ahora.

Con lo que puedas.

 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF





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