¡Es el Señor! - San Lucas 10, 38-42 -
Sucede, sí. Me ha pasado.
Sucede
que Dios te visita cuando menos te lo esperas.
Cuando
estás agotado por el calor y ya no tienes esperanzas. Cuando has aguantado
durante mucho tiempo, has conservado la fe, te has atrevido a creer. Y justo
cuando no te queda ningún futuro, llegan las plagas bíblicas: la peste, la
hambruna, la sequía, la guerra. Solo que Dios no tiene nada que ver.
Sucede
que Dios te visita en el momento en que desearías no existir, no ser, no estar.
Como le
sucede a Abraham.
Han
pasado diez años desde la promesa de un descendiente. Y aventuras dignas de una
novela. Pero el hijo no, no ha llegado.
Abraham
se sienta, resignado, a la sombra de las encinas de Mambré, en la hora más
calurosa del día.
Y cuando
menos lo espera, Dios lo visita. Y le trae la noticia, por fin, de la llegada
de un hijo.
Dios está
ahí. Y te visita. Date cuenta.
Esto es
lo que estamos llamados a contar a los muchos desanimados, enfadados y
desconsolados que encontramos.
Como
ministros a quienes Dios confía la misión de revelar a los hombres el secreto
de su amorosa presencia, como escribe san Pablo.
Aunque
cueste esfuerzo y sufrimiento.
Porque en
este momento las personas tienen el corazón endurecido y resignado, como el de
Abraham.
Y a los
peregrinos en las encinas de Mambré, en lugar de abrirles la casa como hizo el
padre Abraham, la gente, exasperada, les ordenaría que se marcharan.
Qué
tristeza.
Más
allá del samaritano
El «en
cambio» del Buen Samaritano aún resuena en nuestros oídos.
Amar se
declina a partir de quienes tenemos a nuestro lado. De quienes elegimos amar.
De quienes tenemos el valor de cargar en nuestro burro. De quienes nos dan
compasión (no pena). De aquellos de quienes nos hacemos cargo. De aquellos a
quienes elegimos cuidar.
Pero para
no correr el riesgo de caer en el eficientismo, de confundir la comunidad
cristiana con una organización (meritoria, por supuesto) de ayuda social, para
no convertirnos en los aplaudidos enfermeros de la Historia que hacen lo que la
sociedad no puede (y no quiere) hacer, entonces debemos aprender a
sentarnos a escuchar.
Como hace
María, la hermana de Marta.
Betania
Dios
necesita abandonar las disputas teológicas del templo, las inútiles
contraposiciones de quienes se pelean en nombre del Altísimo, para encontrar
una familia, un hogar, una cena.
Para
poder ser Él mismo, reconfortado, cuidado. En Betania.
El
nuestro es el Dios del pan, del buen aroma de la comida que se cocina, de la
flor del campo puesta en el centro de la mesa para celebrar al invitado.
El Dios
de las pequeñas cosas.
El Dios
de los detalles que ensanchan el corazón, que lo inundan.
Que nos
ayudan a vivir, que nos ayudan a comprender el horizonte alto y otro.
Me
conmueve ver a Dios tejer una relación, que pide ser escuchado, que ama
sentarse con sencillez alrededor de una mesa y reír y bromear.
Si
pudiéramos, de vez en cuando, invitar a Dios y escucharlo, prepararle, como
Abraham, una buena comida y yogur fresco.
¡Hagamos
de Betania nuestra vida!
El Dios
de Jesús es también un en cambio.
No es el
Dios que habita en Templos fastuosos construidos por el ingenio humano, sino el
Dios de los apartamentos de dos habitaciones, de los suburbios abrasados, de
los pueblos que se vacían.
Sorprendente.
Mujeres
Qué
sorprendente, políticamente incorrecto, excesivo es lo que ocurre en Betania.
Acoger al
huésped era tarea del cabeza de familia. O, al menos, del varón.
Y en esa
casa hay un varón: Lázaro, a quien conocemos bien gracias al evangelista Juan.
Solo
había hombres sentados con las piernas cruzadas escuchando a los Rabinos en la
renacida Jerusalén. Las mujeres no se consideraban aptas para leer la Torá, era
mejor quemarla que entregársela a una mujer.
Una
mujer, Marta, acoge al Maestro. Una mujer, María, lo escucha como discípula.
Una
página tan fuerte que incluso las primeras comunidades cristianas tendrán que
mitigarla de alguna manera, dejarla caer, armonizarla con el machismo
imperante.
Jesús, en
cambio, invierte esta lógica machista y, como ya hizo con su madre,
propone como modelo de escucha a una mujer.
Escucha
y acción
María y
Marta representan las dos dimensiones de la vida interior: la oración y la
acción.
María
escucha con atención las palabras del Maestro, las memoriza, se nutre de ellas.
Como muchos, aún hoy, pende de los labios del Señor, espera que él le hable a
su corazón.
En el
origen de toda fe, el corazón de toda experiencia religiosa es y sigue siendo
el encuentro íntimo y misterioso con la belleza de Dios. Dios, a quien solo
vislumbramos a través de la espesa niebla de nuestras limitaciones, pero del
que, sin embargo, podemos tener una experiencia cristalina temporal.
Volvamos
a poner la oración y el silencio en el centro de nuestro día, como fuente de
serenidad y alegría. También durante el verano llevemos con nosotros de
vacaciones el deseo de entrar en nuestra alma, tal vez sentados a escuchar las
olas del mar.
Marta
realiza la bienaventuranza de la acogida, la concreción del amor y de la
hospitalidad.
Ella
también sabe que escuchar al Maestro es el origen de todo encuentro, pero
también sabe que si este encuentro no cambia la vida, queda estéril e
inconcluso.
Marta
alimenta al Cristo que María adora.
No existe
una oración auténtica que no desemboque en el servicio.
Es
estéril una caridad que no comienza y termina en la contemplación del misterio
de Dios.
A Marta
se le invita a no agitarse (¡no a dejar de cocinar!) y a sacar su servicio de
la escucha (no de la clausura...). Marta y María son la representación de cómo
debe conducirse nuestra vida de fe.
En mi casa
trato de tener presente este lema: Hic Christus adoratur et pascitur.
Aquí
se adora y se alimenta a Cristo.
Marta y
María.
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