El sabor del pan y el gusto del vino - hacer de todo y siempre acción de gracias -
La Eucaristía ejerce un magisterio silencioso pero eficaz en su propia materialidad: pan y vino colocados sobre una mesa; pan partido y compartido; vino bebido de un único cáliz... Esta dimensión material, acompañada de gestos y palabras, es capaz de expresar el gran misterio de la fe cristiana.
La referencia al pan implica una referencia al vino,
porque juntos, nunca separados, son una introducción necesaria a la exégesis
del gesto y las palabras de Jesús en la Última Cena, cuando entregó a los
discípulos el mandato de repetir su gesto en memoria suya, hasta que él viniera
en la gloria.
Es necesario reflexionar sobre el hecho de que la
comunidad cristiana, cuando se reúne en el Día del Señor, celebra la Cena del
Señor y los discípulos (¡los cristianos de hoy!) llevan a la mesa el pan y el
vino, no como ofrenda a Dios, sino para compartir la bendición y el
agradecimiento al Creador, al Señor de la tierra y de la humanidad.
Esto es lo que contemplamos durante la liturgia en el
altar: el pan, un pan verdadero, visiblemente pan - y no una hostia como
lamentablemente todavía ocurre -, y el vino en la copa del júbilo y de la
bendición.
Esta realidad en el altar es ya un icono que habla al
corazón del cristiano, pero también al corazón de todo hombre y mujer.
El pan es el alimento del Mediterráneo que se extendió
por todo Oriente Medio. En esas culturas mediterráneas, comer ha sido
también comer pan, el alimento por excelencia. En la Biblia, la tierra
de Israel se describe a menudo como «tierra de trigo y mosto, tierra de
pan y viñas» (2 Reyes 18,32), y el pan se considera el alimento por
antonomasia, «pan de la tierra», por lo tanto, un don del
Creador, pero también fruto del trabajo del hombre, que debe ganárselo con el
sudor de su frente.
El pan, elaborado con harina de cereales, agua y, a
veces, levadura, se cuece al fuego sobre piedras o en el horno y se convierte
en el alimento de los judíos aún nómadas, de los que están en Egipto y de los
que se han establecido en la tierra de Israel.
Para los pueblos de Oriente Medio, la falta de pan,
relacionada en su mayor parte con la hambruna, significaba hambre, una
existencia precaria y, por lo tanto, el pan no solo era precioso, sino que
también se consideraba un símbolo de la vida.
La falta de pan, aún hoy, significa enfermedad,
muerte. Por eso el pan expresa la «necesidad», es algo necesario, alimento
cotidiano, diario, porque este es el ritmo con el que se alimenta el ser
humano.
El pan tiene una historia maravillosa que es necesario
conocer para comprender cómo puede ser y significar en la Eucaristía. Solo si
vivimos una relación auténtica y sabia con el pan, el vino y la naturaleza,
podemos «hacer de todo Eucaristía» (cf. Ef 5,20).
El pan:
basta con considerarlo en su materialidad para acoger un brote de símbolos y
significados, una cosecha de metáforas.
El pan, con su corteza
dorada o morena, sus múltiples formas, es siempre pan para partir, para comer,
para tomar como alimento para vivir.
El pan: basta con olerlo
cuando sale del horno para embriagarse de alegría, es como una promesa de ganas
de vivir.
El pan: basta con
llevarlo a la mesa, colocarlo majestuosamente sobre el mantel o en la cesta,
cogerlo con veneración y partirlo con ese crujir de la corteza para hacer un
gesto de acogida y compartir.
El pan: basta con
llevarlo a la boca y saborearlo para decir que está bueno, una experiencia que
nos permite decir de una persona: «¡Es tan buena como el pan!».
Saborear el pan en soledad o en compañía, mojado en una copa de vino o
aderezado con un hilo de aceite de oliva, es realizar un gesto lleno de
sabiduría, placer y alegría.
El pan: por desgracia, hoy se desperdicia, a menudo se tira
a la basura... ¡un pecado que clama venganza ante Dios en nombre de tantos
hambrientos de la tierra!
El pan pide respeto, veneración, y entonces se vuelve
elocuente. Por eso Jesús partió el pan y nos pidió que hiciéramos lo mismo en
memoria suya, para hacerlo presente y vivo entre nosotros.
Él es el pan que es vida, el pan bajado del cielo,
vida partida y rota por nosotros hasta la muerte en la cruz. Él es el pan
antídoto contra la muerte, el pan que resucita a los muertos.
Y así, en la Eucaristía comienza esa transfiguración
que hace de esta creación el Reino de Dios, de esta historia la Historia de
Salvación, de esta humanidad la humanidad del Cuerpo de Cristo y de todo la
carne resucitada por la acción dinámica del Espíritu Santo.
Junto a la necesidad del pan está la gratuidad del
vino.
También la vid crece en los países mediterráneos y
crece junto al trigo: ¡la vid en las colinas y en las laderas, el trigo en las
llanuras y en los valles! Israel es «tierra de trigo y de mosto»
(Dt 33,28), y no es casualidad que los exploradores enviados por Moisés a
reconocer la tierra prometida regresaran con un sarmiento al que se adherían
grandes racimos de uvas.
Es Dios, pues, quien ha dado a su pueblo la «tierra
que mana vino», en hebreo jajin, en arameo chamar,
literalmente «el rojo», el don más bendito junto con el pan.
La Biblia sitúa el origen del vino en la época posterior al diluvio, cuando Noé
salió del arca y encontró el vino para consolarse, recuperar fuerzas y
alegrarse.
El vino no es necesario para la existencia como el
pan, se puede vivir sin beber vino, por lo que el vino indica gratuidad, está
fuera del espacio de la necesidad. Pero en la gratuidad hay placer, alegría,
posibilidad de fiesta, júbilo de los corazones...
Dice el Eclesiástico: «¿Qué vida es aquella en
la que falta el vino que Dios creó desde el principio para alegría de los
hombres?» (Eclo 31,27). El vino es el fruto de la vid, una planta que
requiere mucho trabajo, mucho cuidado y muchos años para dar buenos frutos.
Solo el sedentario, el que habita la tierra, puede
conocer el cultivo de la vid y, cuando puede decir: «¡Tengo una viña!»,
es como si dijera: «¡Tengo una casa, tengo una esposa!».
Es casi imposible para quien no lo ha vivido
comprender el vínculo entre un viticultor y su viña: es una relación
apasionada, es un verdadero compartir de las estaciones, del buen y del mal
tiempo. Siempre hay algo que hacer en la viña: en invierno, la poda de los
sarmientos; en primavera, el atado; luego, en verano, el emparejamiento de los
sarmientos, el deshojado... Y finalmente, tras mucha expectación, a principios
de otoño, ¡la vendimia! Se hace cantando, luego viene el prensado con el aroma
del mosto.
Y, por fin, ¡ahí está el vino con sus colores tan
diferentes! Por eso, cuando se sirve en las copas, hay que contemplarlo
levantando la copa hacia la luz.
Luego hay que olerlo sin falta, porque desprende
aromas inefables.
Cuando se lleva a la boca, se saborea y se degusta. Y
entonces llega el placer: ¡el vino de la felicidad, de la amistad, de los
amantes!
No es casualidad que el Cantar de los Cantares celebre
el amor con el vino, y que Jesús en Caná regale el vino nuevo, el buen vino que
marca la fiesta y celebra la alegría. Jesús, no lo olvidemos, nos prometió
pocas cosas para el más allá, pero entre ellas sin duda una: que beberá con
nosotros vino nuevo en el reino de Dios (cf. Mc 14,25).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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