sábado, 21 de junio de 2025

Llamada de la selva, escalada de la barbarie o descenso a los infiernos.

Llamada de la selva, escalada de la barbarie o descenso a los infiernos

Reaccionar con consternación ante la escalada bélica entre Israel e Irán es justo y comprensible. Seguir considerándola una excepción, ya no.

 

El enfrentamiento entre ambos países es solo la última señal brutal de lo mucho que está cambiando la historia y, hoy, el verdadero reto es descifrar qué nueva imagen del mundo podrá surgir una vez unidos todos los puntos sembrados por estas crisis infinitas. Quizás antes de que se produzca uno de esos giros históricos que, de repente, dan sentido a toda una época, pero siempre a un precio muy alto.

 

Pero, es necesario agudizar la mirada y evitar caer en la trampa de proyectar en la imagen que se compone solo lo que deseamos ver. Por ejemplo, el querido derecho internacional, aún evocado casi de soslayo durante la última cumbre del G7 en Canadá, como si no supiéramos que lleva mucho tiempo muerto: quizá ya con las bombas sobre Belgrado o Bagdad, y sin duda enterrado bajo los escombros de Gaza y Járkov.

 

Sería igualmente necesario reconocer que la lógica de la disuasión también ha quedado fuera de juego. Una pérdida que el intercambio de misiles entre Teherán y Tel Aviv no ha hecho más que confirmar, pero que ya era evidente con la invasión rusa de Ucrania y con la masacre perpetrada por Hamás el 7 de octubre de un lejano… 2023.

 

El temor de que, al golpear al enemigo, acabáramos haciéndonos demasiado daño unos a otros se ha evaporado. En su lugar, se ha impuesto la idea de que cada actor puede llevarnos siempre más lejos, subiendo la apuesta sin importarle las consecuencias. Lo han hecho Putin, Hamás, Netanyahu, Ucrania. También lo hacemos los europeos, al aceptar que las posibles repercusiones del envío de misiles de largo alcance a Kiev son un riesgo que estamos dispuestos a correr.

 

En cuanto a los Estados Unidos de América, su capacidad de disuasión parece haber desaparecido junto con una estrategia política capaz de sostenerla. Considerábamos a Biden débil porque intentaba garantizar un orden multilateral ya desmoronado. Pero hoy Trump corre el riesgo de parecer aún más frágil e impotente: en su intento por desactivar los mismos conflictos, ha apelado únicamente a su voluntad de pacificación, cueste lo que cueste… también si cuesta la escalada de la violencia.


 

Pero no ha sido solo la inconsciencia de los tiempos lo que ha acabado con la disuasión: es la propia naturaleza de la guerra moderna la que la ha hecho impracticable. Antes se podían predecir los movimientos del enemigo calculando las conveniencias políticas y la potencia de fuego. Hoy en día, drones de bajo coste son capaces de diezmar flotas de bombarderos o bloquear rutas comerciales globales: la ecuación estratégica se ha vuelto indescifrable y ya no distingue entre una superpotencia, un actor regional o un grupo terrorista.

 

Y aquí radica uno de los mayores peligros: si las armas se vuelven cada día más baratas, letales y sofisticadas, tarde o temprano alguien se verá obligado a restablecer su margen de disuasión con el único instrumento que aún infunde un temor real.

 

Para hacer aún más dramática la situación, se añade una prueba más: hoy en día, todas las guerras se han convertido en existenciales. Agresores y agredidos luchan por la mera supervivencia, inmersos en conflictos desordenados, es decir, desprovistos de cualquier referencia a un orden reconocible.

 

Los ataques no prevén una estrategia para la victoria, ni una salida en caso de derrota. No hay margen para la negociación, ni espacio para el diálogo. No hay cascos azules, ni mediación creíble, ni equilibrio que salvar. En estas guerras modernas, el único resultado posible es la aniquilación del otro.


 

Dignidad y honor han perecido en el combate. No hay derecho, ni disuasión, ni voluntad política. Lo único que regula las relaciones entre las naciones es la fuerza, o mejor dicho, la disposición a hacer uso de ella.

 

Una lógica de poder que, entre otras cosas, ahoga en su nacimiento cualquier sueño de racionalidad mientras seguimos alimentando sueños que no podemos permitirnos, prisioneros de esa misma miopía selectiva que nos hace ver más lo que deseamos que lo que realmente existe.

 

Quizás aunque solo fuera por el deseo de sobrevivir, si realmente quisiéramos detener esta carrera por convertir el mundo en una jungla, poco podríamos hacer, a menos que cambiáramos nuestra mirada y nuestros instrumentos. Si seguimos utilizando las mismas categorías culturales que fundaron el pensamiento político del siglo pasado, fracasaremos como quien se empeña en empuñar una honda contra un caza de sexta generación.

 

Los principios del antiguo orden no deben abandonarse, por supuesto, pero seguirán siendo impotentes si no tenemos el valor y la lucidez para reinterpretarlos en el nuevo contexto en el que nos encontramos.

 

Pero, todavía parecemos incapaces de hacerlo. No por falta de voluntad o de buenas intenciones, sino quizá porque el mundo aún no ha cambiado lo suficiente como para imponernos una mirada verdaderamente alternativa.

 

La verdad más amarga es que podrían ser necesarias más crisis, otras crisis, otros choques, más choques antes de poder vislumbrar la figura completa de esta llamada de la selva, escalada de la barbarie o descenso a los infiernos.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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