Llamada de la selva, escalada de la barbarie o descenso a los infiernos
Reaccionar con consternación ante la escalada bélica entre Israel e Irán es justo y comprensible. Seguir considerándola una excepción, ya no.
El
enfrentamiento entre ambos países es solo la última señal brutal de lo mucho
que está cambiando la historia y, hoy, el verdadero reto es descifrar qué nueva
imagen del mundo podrá surgir una vez unidos todos los puntos sembrados por
estas crisis infinitas. Quizás antes de que se produzca uno de esos giros
históricos que, de repente, dan sentido a toda una época, pero siempre a un
precio muy alto.
Pero, es
necesario agudizar la mirada y evitar caer en la trampa de proyectar en la
imagen que se compone solo lo que deseamos ver. Por ejemplo, el querido
derecho internacional, aún evocado casi de soslayo durante la última
cumbre del G7 en Canadá, como si no supiéramos que lleva mucho tiempo
muerto: quizá ya con las bombas sobre Belgrado o Bagdad, y sin duda
enterrado bajo los escombros de Gaza y Járkov.
Sería
igualmente necesario reconocer que la lógica de la disuasión también ha quedado
fuera de juego. Una pérdida que el intercambio de misiles entre Teherán
y Tel Aviv no ha hecho más que confirmar, pero que ya era evidente con la
invasión rusa de Ucrania y con la masacre perpetrada por Hamás el 7 de octubre
de un lejano… 2023.
El
temor de que, al golpear al enemigo, acabáramos haciéndonos demasiado daño unos
a otros se ha evaporado. En su lugar, se ha impuesto la idea de que cada actor
puede llevarnos siempre más lejos, subiendo la apuesta sin importarle las
consecuencias. Lo han hecho Putin, Hamás, Netanyahu, Ucrania. También
lo hacemos los europeos, al aceptar que las posibles repercusiones del envío de
misiles de largo alcance a Kiev son un riesgo que estamos dispuestos a correr.
En cuanto
a los Estados Unidos de América, su capacidad de disuasión parece haber
desaparecido junto con una estrategia política capaz de sostenerla. Considerábamos
a Biden débil porque intentaba garantizar un orden multilateral ya desmoronado.
Pero hoy Trump corre el riesgo de parecer aún más frágil e impotente: en
su intento por desactivar los mismos conflictos, ha apelado únicamente a su
voluntad de pacificación, cueste lo que cueste… también si cuesta la escalada
de la violencia.
Pero no
ha sido solo la inconsciencia de los tiempos lo que ha acabado con la
disuasión: es la propia naturaleza de la guerra moderna la que la ha hecho
impracticable. Antes se podían predecir los movimientos del enemigo
calculando las conveniencias políticas y la potencia de fuego. Hoy en día,
drones de bajo coste son capaces de diezmar flotas de bombarderos o bloquear
rutas comerciales globales: la ecuación estratégica se ha vuelto
indescifrable y ya no distingue entre una superpotencia, un actor regional o un
grupo terrorista.
Y
aquí radica uno de los mayores peligros: si las armas se vuelven cada día más
baratas, letales y sofisticadas, tarde o temprano alguien se verá obligado a
restablecer su margen de disuasión con el único instrumento que aún infunde un
temor real.
Para
hacer aún más dramática la situación, se añade una prueba más: hoy en
día, todas las guerras se han convertido en existenciales. Agresores y
agredidos luchan por la mera supervivencia, inmersos en conflictos
desordenados, es decir, desprovistos de cualquier referencia a un orden
reconocible.
Los
ataques no prevén una estrategia para la victoria, ni una salida en caso de
derrota. No hay margen para la negociación, ni espacio para el diálogo.
No hay cascos azules, ni mediación creíble, ni equilibrio que salvar. En estas
guerras modernas, el único resultado posible es la aniquilación del otro.
Dignidad
y honor han perecido en el combate. No hay derecho, ni disuasión, ni voluntad
política. Lo único que regula las relaciones entre las naciones es la fuerza, o
mejor dicho, la disposición a hacer uso de ella.
Una
lógica de poder que, entre otras cosas, ahoga en su nacimiento cualquier sueño
de racionalidad mientras seguimos alimentando sueños que no podemos
permitirnos, prisioneros de esa misma miopía selectiva que nos hace ver más lo
que deseamos que lo que realmente existe.
Quizás aunque
solo fuera por el deseo de sobrevivir, si realmente quisiéramos detener esta
carrera por convertir el mundo en una jungla, poco podríamos hacer, a menos que
cambiáramos nuestra mirada y nuestros instrumentos. Si seguimos utilizando las
mismas categorías culturales que fundaron el pensamiento político del siglo
pasado, fracasaremos como quien se empeña en empuñar una honda contra un caza
de sexta generación.
Los
principios del antiguo orden no deben abandonarse, por supuesto, pero seguirán
siendo impotentes si no tenemos el valor y la lucidez para reinterpretarlos en
el nuevo contexto en el que nos encontramos.
Pero,
todavía parecemos incapaces de hacerlo. No por falta de voluntad o de buenas
intenciones, sino quizá porque el mundo aún no ha cambiado lo suficiente como
para imponernos una mirada verdaderamente alternativa.
La
verdad más amarga es que podrían ser necesarias más crisis, otras crisis, otros
choques, más choques antes de poder vislumbrar la figura completa de esta llamada
de la selva, escalada de la barbarie o descenso a los infiernos.
P. Joseba
Kamiruaga Mieza CMF
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