viernes, 20 de junio de 2025

Para los maestros de mi vida.

Para los maestros de mi vida 

«¡Basta ya de maestros!» es un eslogan que se remonta a la gran revuelta estudiantil de 1968 y que parece resonar al unísono con otro similar: «¡Basta ya de padres!». 

Su contenido ideológico implícito es que toda formación auténtica debe ser ante todo una autoformación: sin procedencia, sin dependencia, sin deuda simbólica. Se trata más bien de hacerse uno mismo. El principio liberal del hombre hecho a sí mismo se funda así con el anárquico de una libertad sin ataduras. 

Pero la ilusión de la autoformación resulta siempre perversa en el fondo, porque afirma una autonomía del sujeto que querría prescindir completamente de todo vínculo. Por el contrario, todo proceso de formación se desarrolla pasando necesariamente por la mediación del otro. 

Es una famosa tesis la que dice que para poder prescindir de la dependencia del otro hay que reconocerla y saber hacer un uso positivo de ella. Toda formación es, en este sentido, siempre una hetero-formación. La experiencia de la escuela, a pesar de su tendencia contemporánea a la tecnificación y la digitalización, confirma la evidencia de esta verdad: no existe la enseñanza sin relación del sujeto con el otro. 

Pero ¿qué otro? ¿Un maestro-educador que pretende conocer el bien o el camino correcto para sus alumnos? ¿Un maestro-amo, propietario de un saber objetivo y codificado de una vez por todas? En este caso, el maestro (educador o amo), en su ejemplaridad idealizada o en su ejercicio de dominio, prolongaría fatalmente una dependencia que condenaría al alumno a una condición de minoridad crónica. 

Pero el encuentro necesario con la persona y el saber del maestro no implica en absoluto su idealización. El maestro no está obligado en absoluto a encarnar un saber sin carencias, compacto, ejemplar, sino a ofrecerse a sí mismo precisamente en su carencia, dando testimonio en primera persona de que nunca se puede saber todo. 

Por el contrario, los maestros que se presentan como ejemplares y modelos se convierten, como ocurre fatalmente también con los padres que cometen el mismo error con sus hijos, en pesadillas atroces para sus alumnos. Al ser ideales inalcanzables, solo generan miedo e inhibición. 

En este sentido, un maestro siempre trabaja contra sí mismo y contra los procesos de idealización que inevitablemente tienden a invadirlo. Por eso, la verdadera herencia de un maestro nunca consiste en la monumentalización idólatra de su enseñanza, sino en un resto que resiste, en un pequeño rasgo, en algo que no podemos olvidar porque ha dejado en nosotros una huella indeleble. 

De hecho, la palabra «enseñanza» lleva en su etimología la experiencia de una huella que permanece, que no se borra: quien enseña es quien ha sabido dejar una huella. Por ejemplo, la de un simple polvo de tiza. 

Así me lo contó una vez un profesor de bachillerato, profesor de física, que había identificado el origen de su pasión por los estudios científicos en la impresión que le habían causado las clases de su antiguo profesor de física, tan absorto en sus explicaciones en la pizarra que cada vez que salía del aula estaba cubierto de tiza blanca. Pero ¿qué significaba ese polvo de tiza que quedaba en la chaqueta del viejo profesor? 

No era un conocimiento anónimo y objetivamente completo, sino más bien la materialización del deseo singular del propio maestro, de su vocación más profunda. Cuando el joven profesor se dio cuenta de que ocurría lo mismo cada vez que terminaba sus clases, comprendió que en ese polvo de tiza estaba todo lo que había heredado de su maestro. 

He aquí un sencillo ejemplo de cómo se transmite el deseo de saber de una generación a otra. He aquí un ejemplo de lo que debería ser la vida escolar. Más que la transmisión de un conocimiento consolidado, lo que está en juego es un resto que se convierte en la huella indeleble del deseo vivo de saber propio del maestro: el polvo de tiza que antes estaba en la chaqueta del viejo profesor se encuentra ahora en la de su alumno. 

Se trata de un ejemplo luminoso del movimiento más propio de la herencia. Toda verdadera herencia está constituida, de hecho, por casi nada. No por bienes, genes, propiedades o rentas. No se hereda, en realidad, nada más que el acto mismo que nos constituye como herederos. 

Como le ocurre también a Philip Roth en su “Patrimonio: una historia verdadera”, lo que queda del padre es su mierda, el resto humanísimo e indeleble de su presencia en el mundo. Es ese resto carbonizado que, como sostiene el profeta Isaías, es tarea de los verdaderos herederos transformar en una «semilla santa». 

La benévola ironía que el viejo profesor provocaba en sus alumnos cuando salía del aula cubierto de polvo de tiza es la misma que el joven profesor provoca ahora al final de sus clases. Algo se repite en una diferencia. Es esta diferencia y este resto lo que caracteriza todo legado y, como tal, nos recuerda que nuestro origen nunca puede borrarse, que nadie puede dar forma a su vida sin pasar por el encuentro con el otro, que nadie puede pretender hacerse un nombre por sí mismo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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