viernes, 20 de junio de 2025

Llevar la paz: tarea del evangelizador.

Llevar la paz: tarea del evangelizador 

El pasaje del Evangelio según Lucas no solo es rico en mensajes sobre la misión de los discípulos, sino que resulta muy inspirador en este momento de la Iglesia, para una nueva comprensión de la evangelización entre los pueblos. 

Jesús ya ha iniciado la misión, enviando a los Doce a quienes había llamado «apóstoles», es decir, misioneros, enviados (cf. Lc 6,13; 9,1), para que anunciaran el Reino de Dios y curaran a los enfermos. Ahora, sin embargo, siente la necesidad de designar a otros, diferentes de los Doce y también de los mensajeros enviados a Samaria. Ante la necesidad y la urgencia de la misión, Jesús es libre, visionario, creativo y se muestra, podríamos decir, como «el Señor de los ministerios». 

Estos discípulos designados son setenta y dos, el número de las gentes paganas fijado en Génesis 10 (según la versión griega) y en el pensamiento judío. Por lo tanto, son enviados idealmente a todas las gentes de la tierra, hacia las cuales, no por casualidad, se dirigirán los apóstoles después de la resurrección de Jesús, en una misión universal atestiguada por Lucas. 

Se necesitan misioneros y, cuando estos se muestran insuficientes, hay que rezar ante todo al Señor de la mies para que envíe obreros para esta cosecha, metáfora de la recolección escatológica de todos los seres humanos en el Reino. 

Pero también se necesita audacia y creatividad para elegir enviados diferentes de los Doce, pero siempre al servicio del Reino que se acerca. He aquí, pues, una nueva forma de misión dictada por la necesidad de la salvación de todos los seres humanos. También estos setenta y dos, que no reciben un nombre ministerial como el de «Apóstoles», reservado a los Doce, son enviados «como corderos en medio de lobos», como precursores de Jesús en las diferentes ciudades a las que Él se dirigiría (¡también en el tiempo post-pascual, como Señor resucitado y vivo!), y deben asumir un comportamiento esencial para el discípulo: mansedumbre, no violencia, humildad, disponibilidad incluso a ser atacados por los lobos. 

Jesús los envía de dos en dos, para que su testimonio, basado en la palabra de dos testigos (cf. Dt 19,15), resulte creíble, fiable, pero también porque en pareja se puede vivir la fraternidad, la solidaridad, la ayuda mutua; sin olvidar que la presencia de otro hermano es una invitación a no ceder a las tentaciones individualistas y egocéntricas. 

La dimensión comunitaria es esencial en la misión porque impide la autorreferencialidad, la falta de corrección mutua, el vértigo del yo que nunca se atribuye a sí mismo los errores o los pecados. Por eso, en los Hechos de los Apóstoles, Lucas se complace en narrar las misiones de Pablo y Bernabé, de Pablo y Silas, de Bernabé y Marcos... 

Pero hay otras consignas de Jesús. En primer lugar, pide que se confíe plenamente en Dios, viviendo con sobriedad y sin buscar ansiosamente medios de subsistencia como el dinero o el equipamiento. El equipaje para la misión debe ser ligero, porque cuanto más pobres se es, más se puede anunciar la gratuidad del Reino de Dios que viene, la gratuidad del amor de Dios, que nunca debe ser merecido ni comprado. 

El enviado depende solo de su Señor, pero también puede confiar en los discípulos, en los amigos del Señor mismo. ¡Ay de los misioneros de Jesús que se presenten como predicadores itinerantes que viven como funcionarios o incluso como jornaleros, que se hacen pagar generosamente o se hacen mantener por las comunidades por las que deambulan, recogiendo dinero! 

Tampoco deben aparecer como charlatanes que hablan con cualquiera que se encuentran, olvidando que su misión nunca es comparable a un viaje en el que se satisfacen curiosidades o se comporta uno como un turista. 

Y cuando estos enviados entran en una casa, primero anuncian y traen la paz, para que si en esa casa hay alguien que desea y busca la paz, la obtenga como una bendición que da vida, despierta alegría e inspira reconciliación. 

En cuanto a la comida y la hospitalidad que se recibe, hay que acogerlas con gratitud, sin pretender comodidades, lujos ni refinamientos. Ya no valen las normas judías sobre los alimentos puros e impuros, ni las ascéticas que condenan o prohíben algunos alimentos. No, el misionero sabe que en la mesa se han abolido todas las barreras (cf. Mc 7,14-20), sabe que todo lo que Dios ha creado es bueno (cf. Sab 11,24), sabe que debe respetar la comida, dar gracias por ella y, sobre todo, compartirla con los pobres y necesitados (cf. 1 Cor 9,15-18; 11,20-22). Y hay que prestar atención: no se trata de prescripciones secundarias o meros detalles, sino de exigencias que definen el comportamiento, el estilo cristiano entre los demás hombres y mujeres. 

En cuanto al mensaje que hay que anunciar, es muy breve: «El Reino de Dios se ha acercado a vosotros», es decir, «podéis hacer reinar a Dios en vuestras vidas, en vuestras historias, en el mundo en que vivís; dejad que Dios sea el Señor, el único Señor, y entonces el reino de Dios estará entre vosotros y en vosotros». 

Jesús advierte luego a los discípulos que también les puede suceder que no sean acogidos, que sean hostigados, expulsados e incluso perseguidos. Lo que Él ha vivido en su vida también lo vivirán sus enviados. En tal caso, los discípulos no responderán con insultos, maldiciones u hostilidad, sino que con mansedumbre saldrán de la ciudad y sacudirán el polvo de sus pies, afirmando que ni siquiera quieren llevarse eso consigo... 

De todos modos, llegará el juicio de Dios en su «día», y entonces se manifestará que el pecado de los habitantes de Sodoma (cf. Gn 19) es menos grave que el pecado de quienes no acogen la buena nueva de la salvación. En efecto, cuanto mayor es el don recibido de Dios, mayor es el pecado de quien lo rechaza. 

Así resuenan también en boca de Jesús las invectivas proféticas dirigidas a las ciudades en las que no solo había predicado la conversión, sino que también había realizado prodigios (cf. Lc 10,13-15). Así, el antiguo oráculo contra Babilonia (cf. Is 14,13-15), ciudad enemiga del Dios vivo, se renueva contra Cafarnaúm, la ciudad que fue centro de la actividad y la misión de Jesús. 

Estas imágenes del juicio nos intimidan, pero tratemos de captar en ellas la pasión de Jesús por la venida y la acogida del Reino de Dios, así como su clarividencia profética sobre el camino que conducía a la ruina precisamente a los destinatarios de su palabra. La suya es, en efecto, la palabra de Dios, de aquel que lo envió para que fuera escuchado, y es la misma palabra que Él entregó a los discípulos misioneros. Por eso, quien desprecia al enviado, desprecia también a quien lo ha enviado (cf. Lc 10,16). 

Por último, Lucas narra también el regreso de los setenta y dos de las treinta y seis misiones que habían realizado. Grande es la alegría porque, según la promesa contenida en el envío a la misión, los demonios retroceden ante su predicación llena de autoridad y ante la invocación del nombre de Jesús. 

Y es precisamente Jesús mismo, el Señor, quien, al escuchar su relato, les confía la visión que ha tenido: como vidente y profeta, ha contemplado la caída de Satanás del cielo hacia abajo, como cae un rayo. No se trata aún del fin definitivo de Satanás, pero ya la presencia de Cristo y su lucha resultan victoriosas sobre el mal y las potencias diabólicas. 

Pero esa alegría de los discípulos —les recuerda Jesús— es poca cosa en comparación con la alegría que debe habitar en lo más profundo de ellos, la alegría de saber que son amados por Dios ahora y más allá de la muerte, porque también en el cielo de la vida eterna continuará la vida del discípulo. 

El pasaje evangélico debe, por tanto, estimular a cada uno de nosotros y a la Iglesia en su conjunto a rogar al Señor que envíe obreros a su mies, como y donde Él quiera. 

Al mismo tiempo, debe recordarnos que, ante las urgencias de la misión, primero Jesús y luego la Iglesia supieron crear ministerios, encontrar formas inéditas, llamar a nuevos sujetos a ser «enviados» del Reino de Dios. 

Que también hoy el Espíritu Santo renueve en nosotros la audacia, el valor y la firmeza de la fe.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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