domingo, 30 de noviembre de 2025

El caso de las monjas de Belorado - ¿Cuánto hay de verdad en la Ley de Murphy? -.

El caso de las monjas de Belorado - ¿Cuánto hay de verdad en la Ley de Murphy? -

«Si un dispositivo mecánico se rompe, lo hará en el peor momento posible». «El que ronca se duerme primero». «Siempre encontrarás algo en el último lugar donde lo buscas». «Todo lleva más tiempo de lo que crees». 

¿Verdad científica? Casi… La ley de Murphy. En otras palabras, una consideración irónica con la que se intenta predecir los peores escenarios de la vida cotidiana. 

Al menos una vez nos habrá pasado oír hablar de ella en una película, en un bar, en la radio, o quizá incluso la hayamos experimentado en carne propia, ya que «si hay una posibilidad de que varias cosas salgan mal, la que cause el mayor daño será la primera en hacerlo». 

Pero ¿de dónde viene esta misteriosa Ley de Murphy, a medio camino entre la predicción estadística y la sagaz invención irónica? 

Para descubrirlo, debemos retroceder unos decenios y trasladarnos a los Estados Unidos de América en la posguerra, más concretamente a 1949. En ese año, de hecho, el ingeniero aeronáutico Edward Aloysius Murphy estaba comprobando la eficacia de algunos experimentos en el cuerpo humano cuando se dio cuenta de que los técnicos con los que trabajaba, al tener que elegir entre dos formas de acoplar los sensores a un soporte, siempre optaban instintivamente por la incorrecta. 

«Si hay dos o más formas de hacer algo, y una de ellas puede conducir a una catástrofe, entonces alguien lo hará de esa manera», teorizó nuestro hombre, dando vida a la primera ley de Murphy de la historia, presente hoy en día incluso en el Standard College Dictionary de Funk and Wagnalls, seguida de la definición «El principio de que cualquier cosa que pueda salir mal, saldrá mal». 

La llamada «Teoría de Murphy», de hecho, inauguró una larga y afortunada temporada de aforismos en la misma línea, que aún hoy no dejan de multiplicarse como la pólvora por todo el mundo. 

Sin embargo, quien la hizo tan viral no fue el propio ingeniero, sino un humorista estadounidense, llamado Arthur Bloch, que en 1977 recopiló por primera vez el conjunto de leyes y observaciones de las que la Ley de Murphy es considerada la precursora. 

El libro, una recopilación que es un inventario del pesimismo existencial, pero que al mismo tiempo ofrece la risa como el antídoto más antiguo y seguro contra el mal humor, nos fue traído con un libro bajo el título “Ley de Murphy y otras razones porque las cosas salen mal”. 

En realidad, las razones son múltiples, y también lo son las cosas que podrían salir mal en algún momento; por otra parte, «si se prevén cuatro formas posibles en las que algo puede salir mal y se previenen, inmediatamente aparecerá una quinta». 

Por eso, al éxito inmediato de la primera publicación sobre el tema le siguieron muchas otras repletas de nuevas ideas, como «Cualquier cosa que vaya mal, probablemente parecerá que va muy bien» (Ley de Scott), como «Cuando sales tarde del trabajo, nadie se da cuenta. Cuando te vas temprano, te encuentras con el jefe en el aparcamiento» (Ley de Lampner) o «Si estás de buen humor, no te preocupes: se te pasará» (postulado de Boling). 

Las noticias de las monjas de Belorado se suceden en los medios de comunicación… Y uno recuerda aquello de que «Nada va tan mal que no pueda ir peor». 

La existencia de un amplio y desarrollado corpus de teorías sobre el cosmos y la existencia humana, denominado Murfología, se ha ido revelando a partir de la publicación del primer volumen. Desde entonces, se han formado en toda la península, como en el resto de las latitudes geográficas, nuevos círculos filosóficos, nuevas escuelas de pensamiento e incluso nuevas sectas religiosas, todas en nombre de Murphy y su profeta, Arthur Bloch. 

Todo ello, por supuesto, siguiendo el tono paradójico y pseudocientífico para realzar los rasgos caricaturescos que ya habían conquistado al público y la habían convertido en un auténtico éxito editorial. 

No en vano, las frases didácticas típicas de cada Ley de Murphy se han ido convirtiendo en un hito de la sabiduría popular, hasta el punto de que ya habían dado lugar a una adaptación cinematográfica estadounidense en 1986: La ley de Murphy - en inglés Murphy’s Law -, precisamente, película de acción y thriller dirigida por J. Lee Thompson y protagonizada por Charles Bronson y Carrie Snodgress. 

La crítica no se mostró unánimemente entusiasmada, y la trama no puede decirse que esté en línea con las obras de las que hemos hablado anteriormente, aunque demuestra la difusión mediática de esta ley, explotada en el título de una película con la probable intención de conseguir un efecto arrastre. 

Una operación similar, aunque más reciente y relacionada con el mundo de los dibujos animados, llegó también de Estados Unidos en 2016, cuando la Disney Television Animation emitió La ley de Milo Murphy - en inglés, Milo Murphy’s Law -, una serie animada creada por Dan Povenmire y Jeff «Swampy» Marsh, y cuyo protagonista es un joven y simpático descendiente del «Murphy Original» (o, al menos, eso se cree al principio...). 

«Si se dejan solas, las cosas tienden a ir de mal en peor», quinta ley de Murphy. «Por muy oculto que esté un defecto, la naturaleza siempre lo descubrirá», ley número 10. «Cuando se encuentra y se corrige un error, se ve que antes estaba mejor», segunda ley de Scott. 

Limitándome solo a las citadas, surge ahora la pregunta: ¿se trata solo de supersticiones y chistes, o estamos ante sentencias con algún fondo de verdad? La duda es legítima si, con mayor razón, tenemos en cuenta el éxito de estos lemas, que siguen siendo retomados por influencers y cantantes de las formas más dispares. 

Pues bien, para decirlo una vez más con Murphy, «nada es tan fácil como parece», ni siquiera dar una respuesta exhaustiva a una pregunta como esta. 

Su primera ley, de la que se derivan las más hilarantes y abstrusas, es, de hecho, la reelaboración simplificada de una noción estadístico-matemática según la cual, al tender a infinito la repetición de una circunstancia dada, es plausible que se verifique incluso la variante más improbable. 

En 2004, el psicólogo David Lewis, el economista Keylan Leyser y el matemático Philip Obadya transformaron esta afirmación en una auténtica fórmula, en la que se aplican los principios de la ley de Murphy teniendo en cuenta los cinco principios de urgencia (U), complejidad (C), importancia (I), habilidad (H) y frecuencia (F) para un evento. 

Las leyes posteriores, sin embargo, se basan en la idea de que la peor de las hipótesis posibles se produce ya en el primer intento, y con una probabilidad estadística muy alta. 

Al distorsionar la frecuencia real de un hecho, las sentencias se han convertido en una versión burlona de la realidad física en la que vivimos… pero su fundamento no está muy lejos de alcanzar el 100 % ... por ejemplo y a partir de lo que se va conociendo en el caso de las exmonjas de Belorado… 

Aunque se mueve en la delgada línea entre el sarcasmo y la verdad, la Ley de Murphy sigue siendo un culto imperecedero y la chispa que ha dado lugar a una serie de libros de gran repercusión, por lo que, en mi opinión, sería prudente tener en cuenta algunas máximas… visto lo visto hasta ahora en el caso Belorado… y hasta sospechando lo que puede estar por venir… 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

¡Venga a nosotros tu Reino!

¡Venga a nosotros tu Reino! 

En nuestra época, hablar de responsabilidad ética a la luz del Evangelio también significa evitar al menos dos reducciones opuestas pero igualmente engañosas. 

Por un lado, la de una fe anestesiada, reducida a un calmante social, a un bálsamo que promete consuelo futuro sin afectar al presente; por otro, la de una religión reducida a mera operatividad, valorada solo por su capacidad de intervenir en lo social (hospitales, inmigración, caridad organizada, educación …). 

La primera corre el riesgo de someter el mensaje evangélico a un poder que lo utiliza para mantener el statu quo, transformándolo en un Evangelio que no perturba, no provoca, no libera. 

Pero también la segunda, más sutil, vacía la fe de su centro vital: el mundo del trabajo social hoy pide a la Iglesia más acción que Espíritu, más presencia concreta que visión trascendente. La teología, los sacramentos, el propio anuncio de la Gracia son fácilmente relegados como elementos secundarios o incluso divisivos, en comparación con la práctica. 

El cristianismo no puede ni debe reducirse ni a ideología ni a servicio, porque es increíblemente más que eso. No es solo una promesa futura, ni solo una ONG comprometida con lo social. En su esencia, el cristianismo une el cielo y la tierra, la acción y la contemplación, la liberación material y la salvación espiritual, en un equilibrio muy sutil. 

San Pablo escribe: «Que el Dios de la paz os santifique por completo, y que vuestra persona, espíritu, alma y cuerpo, se conserven irreprensibles para la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Ts 5,23). 

Es esta visión integral del hombre y de la historia la que propone el Evangelio: una fe que actúa en el presente, pero que nunca pierde el aliento de la eternidad; que se convierte en caridad concreta, pero siempre arraigada en la verdad y en la Gracia. 

Incluso una Iglesia que se limita a hacer el bien, reducida a una ONG, puede terminar inconscientemente sirviendo a un sistema injusto. Puede volverse funcional a un orden que acepta la pobreza siempre que se gestione, el sufrimiento siempre que se silencie. Se curan las heridas, pero no se tocan las causas. E incluso las buenas obras pueden convertirse en una forma de anestesia. 

La cuestión es que Jesús no se limita a consolar: su acción en la historia es profundamente, intrínsecamente liberadora. Y sus palabras, sobre todo las más duras, siguen siendo piedras vivas que nos invitan a servir a lo eterno a través de lo mundano, a estar en el mundo, desde las calles hasta las salas del poder, con el reto de no pertenecer a él. 

Las bienaventuranzas de las que habla Jesús son el movimiento vertical hacia lo eterno: la referencia a la justicia de Dios, a la dulce promesa que supera la medida de nuestro actuar falaz. Las maldiciones opuestas —tal y como aparecen en el Evangelio de Lucas— son lo horizontal: nos llaman a la acción concreta, a la responsabilidad de tomar posición en la historia. 

La tensión entre verticalidad y horizontalidad está simbolizada a la perfección por la cruz. Mucho más que un mero signo religioso, la cruz es la figura teológica en la que se encuentran el cielo y la tierra, lo inmenso y lo finito. 

El eje vertical indica la apertura al Padre y la confianza en su justicia; el eje horizontal es el abrazo a toda la humanidad, con sus alegrías y sus desgracias. Sin la verticalidad, la horizontalidad se reduce a un activismo vertiginosamente afanado en perseguirse a sí mismo, pero sin meta. Sin la horizontalidad, la verticalidad se convierte en un espiritualismo evanescente, ajeno a la carne del mundo. 

Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, encarna la Cruz. Es el Verbo Eterno y, al mismo tiempo, el Hijo del Hombre; la mejilla ofrecida al ofensor y la mesa de los mercaderes traficantes volcada; la mirada dirigida al cielo y las manos sumergidas en el polvo de las calles; es el amor universal y la concreción de un hombre que toca, cura, llora, sufre. 

En Cristo crucificado, el horizonte divino y el humano se cruzan de manera definitiva y perfecta. La cruz se convierte así en el lugar donde Dios se deja tocar, el punto en el que lo Infinito entra en la historia. 

El Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros (Jn 1,14). 

No es casualidad que Jesús se encarnara entre los pobres. Si hubiera nacido entre los más ricos y poderosos, difícilmente habríamos podido captar la profundidad de su humanidad. La riqueza protege, aísla, distorsiona la mirada y sacia el hambre y la sed. La pobreza, en cambio, revela, abre, involucra. 

La pobreza, tanto material como del corazón, de las relaciones y de las certezas, crea un espacio de espera, de vulnerabilidad, de silencio. Es allí donde Dios elige entrar, llamando a una puerta que nos corresponde abrir. Porque el Evangelio no se impone desde arriba, sino que se deja acoger por quienes tienen hambre y sed de Dios. 

Isaías lo había profetizado con palabras sorprendentes: «No tiene apariencia ni belleza que atraiga nuestras miradas» (Is 53,2). El Mesías no es reconocible por su belleza física, ni por su rango social: es reconocible porque comparte las heridas del hombre, y precisamente este compartir permite a la humanidad reconocer en él el rostro de Dios. 

Esta es la pobreza que revela: la que nos obliga a dejar de fingir autosuficiencia. Revela porque nos libera de la necesidad de aparentar. Abre porque derriba las barreras del orgullo. Involucra porque nos obliga a reconocer en el otro, frágil como nosotros, una parte de nosotros mismos. Y precisamente en esta desnudez del encuentro, se abre espacio el rostro de Dios. 

Ante Dios debemos ser como niños, completamente dependientes de nuestros padres para nuestras necesidades más vitales; solo así podemos realmente revestirnos de mansedumbre, que es la virtud de los fuertes, ya que nos permite renunciar al ego y beber de la fuerza que viene de lo eterno. 

En el fondo, la pobreza evangélica no es un ideal social, sino un camino espiritual: nos enseña a saber recibir y confiar. A encontrar a Dios no en el poder orgulloso, sino en el compartir gozoso. No en la fuerza prepotente, sino en el amor humilde que se rebaja. Jesús no eligió a los pobres por ideología, sino porque solo quien sabe que necesita ayuda está dispuesto a dejarse salvar. 

Dios no ha elegido el camino de la gloria perfecta, que ya le pertenecía, en la que ya habitaba, sino el camino de la imperfección humana, de la existencia herida. Y precisamente allí, donde todo parece faltar, se revela la perfección de su amor. 

La responsabilidad ética del cristiano nace de esta mirada: ver en cada fragilidad una llamada, en cada pobreza un lugar teológico, en cada dolor una ocasión para encarnar la justicia del Reino, caminando sobre una cuerda tensa entre la acción y la contemplación, entre el misticismo y la presencia en el mundo. 

El Evangelio nos regala una mirada vertical capaz de convertirse en acción horizontal, porque la cruz hace posible lo imposible. Y solo en el punto en el que se entrelazan la responsabilidad humana y la justicia divina podemos encontrar el Reino que viene, y que comienza aquí, ahora, en nuestras elecciones cotidianas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

sábado, 29 de noviembre de 2025

Horizontes amplios… perspectivas vastas… caminos abiertos… y Código de Derecho Canónico cerrado.

Horizontes amplios… perspectivas vastas… caminos abiertos… y Código de Derecho Canónico cerrado 

Algunos de mis amigos me dicen que les extraña que en mis reflexiones sobre la sinodalidad no trate de otros temas que se suelen considerar desde importantes hasta fundamentales... Y es que,  lo confieso, uno tiene cierto respeto. No digo miedo. Digo respeto. Y me explico. 

Tratando de simplificar, pero sin caer en lo que podría ser un análisis simplista, a mí me parece que en la Iglesia hay una preocupación institucional y una preocupación pragmático-pastoral. Yo soy de aquellos que echan de menos que aquellas personas e instituciones que, a mi modo de ver, tienen un legítimo enfoque más institucional, no muestren tanto otros signos de apertura progresiva y de mayor alcance pastoral. 

Es verdad que en la actual andadura sinodal se va mostrando una complejidad de perspectivas y de opciones abiertas por la reflexión teológica y pastoral. Y uno tiene la sensación de que es el Código de Derecho Canónico el que, en su estructura interna y, diría yo, "fundacional", debe cambiar con respecto a algunos temas. 

La actual y futura andaduras de la sinodalidad se sitúa nen un momento crucial de la vida eclesial. 

El Sínodo de los Obispos, iniciado por el Papa Francisco, y destinado a continuar hasta la Asamblea eclesial de 2028, ha suscitado esperanzas y aperturas pastorales, pero aún sigue siendo incierta su capacidad para influir en la reforma real de las estructuras jurídicas de la Iglesia. 

La pregunta fundamental para mí es clara y la puedo formular de esta manera: ¿el proceso sinodal seguirá siendo una experiencia afectiva y espiritual, o sabrá transformarse en una reforma concreta? 

Y me refiero, muy someramente, a algunos temas que enuncio en forma de lista: 

1. El clericalismo jurídico (can. 129, §1) 

La potestad de gobierno reservada únicamente a los ministros ordenados sanciona una separación injustificada entre el clero y los laicos, creando una casta privilegiada. Seguramente éste puede ser el fundamento del clericalismo que divide al Pueblo de Dios. Por otra parte (y muchos canonistas lo saben), «cooperar» no significa no tener ya la posibilidad de hacerlo por el sacramento del bautismo. El estrecho vínculo entre potestas y orden se debe a un enfoque doctrinal reciente. Y esto hay que recordarlo. 

2. El papel subordinado de los laicos (can. 129, §2) 

Los laicos solo pueden «cooperar» con el poder clerical, sin autonomía. En una Iglesia sinodal, en cambio, la comunidad debería reconocer y confiar los ministerios en función de los carismas, no por elección o designación desde arriba, sino para colaborar a partir de los munera bautismales. 

3. La exclusividad masculina del ministerio ordenado (can. 1024) 

La ordenación reservada a los hombres se considera una herencia cultural, no evangélica, es decir, no de la lógica del Reino. Cambiar «vir» por «christifidelis» bastaría para superar una discriminación que divide al Pueblo de Dios. 

4. El poder soberano de los Obispos (can. 381, §1) 

El Obispo es descrito como un monarca absoluto de la Diócesis. Este modelo, asimilable a una monarquía, contrasta con la fraternidad que exige la sinodalidad y sofoca la participación comunitaria y sinodal. 

5. El anonimato de la parroquia (can. 518) 

La parroquia se define por territorio, no como comunidad de fieles. En una sociedad móvil y relacional como es la nuestra, este criterio geográfico reduce la parroquia a una asamblea anónima. La parroquia territorial es realmente insostenible. 

6. La pirámide decisoria (can. 532) 

El párroco es el único representante de la parroquia, al igual que el Obispo lo es de la Diócesis. La comunidad desaparece en los «negocios jurídicos» y la gestión participativa en la toma de las decisiones sigue siendo, si no imposible, sí difícil. 

7. La voz consultiva de los consejos (can. 536, §2) 

Los Consejos Pastorales solo tienen voto consultivo y no son obligatorios. Su irrelevancia muestra lo poco que el Derecho Canónico valora la dimensión pastoral frente a la administrativa. En algunos casos, el Consejo Pastoral se convierte en una buena reunión donde dar sugerencias… 

8. La Liturgia sin fieles (can. 837, §2) 

Después de afirmar que la Liturgia es una acción comunitaria, el Código de Derecho Canónico añade la frase «cuando sea posible», lo que vacía de fuerza la obligación de participar. La Eucaristía corre así el riesgo de volver a ser (o de ser entendida como) un acto, si no total, sí fundamentalmente individual. 

9. La noción de «súbditos» (can. 87, §1 y otros) 

Hablar de súbditos implica soberanos y perpetúa una visión feudal de la Iglesia. Contrasta con la igualdad proclamada por el Concilio Vaticano II y con la idea de comunidad fraterna y sinodal. 

10. La caridad olvidada (can. 375, §1) 

El Código de Derecho Canónico atribuye a los Obispos funciones de doctrina, de culto y de gobierno, pero no menciona la caridad. Una laguna por lo menos sorprendente, ya señalada por el Papa Benedicto XVI, y que priva a la Iglesia de una de sus tareas fundamentales. 

En resumen, el camino me parece largo. Seguramente, también complejo. No sé si difícil. 

Voy a poner dos últimos ejemplos. 

1.- Uno puede pensar que la posibilidad de un diaconado femenino pueda abrir nuevas perspectivas o, incluso en la Iglesia de rito latino, la de la ordenación presbiteral de los «viri probati». Puede ser. 

Pero la estructura fundamental del Código de Derecho Canónico sigue siendo problemática y anclada en una visión eclesial ligada a la sociedad del honor y la dignidad solo del ministro ordenado varón célibe (éste en el caso del rito latino de la Iglesia católica)

Y en esta estructura los bautizados y las bautizadas siguen apareciendo al margen, de espaldas, como sombras. 

2.- ¿La indisolubilidad del matrimonio, es decir, el «una sola carne», está determinada únicamente por un «consentimiento inicial», por un «» original? ¿O no es más bien una meta que hay que alcanzar? Yo me inclino por lo segundo. 

El pasaje de San Mateo 19 - que se cita tres veces de forma explícita (Mt 19,3-9; Mt 19,4-6; Mt 19,6), en la reciente Nota doctrinal “Una caro” y al menos seis veces de forma indirecta - se utiliza para reafirmar el proyecto «original del Creador» sobre la unión conyugal y para fundamentar teológicamente el elogio de la monogamia. 

Si, por un lado, la cita quiere destacar la prioridad del vínculo conyugal sobre los lazos de sangre, en el uso que hace Jesús aparece como un «programa escatológico». Y me explico. 

Cabe señalar que en las narraciones bíblicas todo lo que es antropológico resulta ser también escatológico: en otras palabras, decir «en el principio» no es una referencia temporal o moral, sino sobre todo una exhortación paradigmática: el «en el principio» reafirma la indisolubilidad y la exclusividad, no tanto como voluntad moralista del Creador, sino como expresión de un camino que recorrer, de una meta que alcanzar. 

La narración evangélica expresa más un estilo que una lógica jurídica. 

San Mateo 19 se encuentra en un contexto muy concreto: Jesús está curando cuando se le acercan algunos fariseos y le hacen preguntas capciosas. El contexto inmediato viene dado además por el machismo de quienes interrogan a Jesús, y la cita del Génesis es una referencia y no un mandato. En la referencia al mito adámico hay que destacar un valor protológico y escatológico a la vez: la indivisibilidad y la unicidad de los esposos es un don equitativo en devenir y no un estado ontológico inmovilizador. 

En esta perspectiva, los elementos esenciales del matrimonio, la unicidad y la indisolubilidad, deben leerse como la culminación de un camino. ¿Cuándo se dará cuenta de ello el Código de Derecho Canónico? Esta, por ejemplo, es una de las cuestiones que considero urgentes para la teología del matrimonio y para los canonistas. 

Acabo ya. 

Me parece que los retos siguen estando abiertos y son complejos. ¿Difíciles? Prefiero que el lector responda.

Mientras tanto entiendo que el Código de Derecho Canónico sigue permaneciendo fundamentalmente cerrado.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Vivir cristificados - es la tensión del Adviento -.

Vivir cristificados - es la tensión del Adviento -

«Hermanos, haced esto conscientes del momento», conscientes del καιρός, que es el tiempo oportuno, el tiempo favorable, el tiempo que no se agota en el vacío de su transcurrir, καιρός es un tiempo cargado, un tiempo que pide ser escuchado. Un tiempo de anunciación. 

San Pablo nos ayuda a comprender que el tiempo que vivimos no puede reducirse únicamente a algo que transcurre acompañándonos inexorablemente hacia el final, el tiempo presente para el cristiano exige la conciencia del despertar: «Ya es hora de despertar del sueño». 

Sí, despertar para reconocer que precisamente este tiempo hace sentir sin cesar una llamada personal a la plenitud de la salvación, a una eternidad indispensable para no reducir la vida a una triste repetición de lo mismo. 

Seguir durmiendo, creyendo que, en el fondo, basta con lo que tenemos es terrible. Este es el momento, y no otro, en el que nuestra salvación está más cerca que cuando nos convertimos en creyentes. 

El cristiano vive entre un «ya» del ser justificado, insertado en Cristo (cf. el bautismo), y un «todavía no» de la salvación plena, de la que formarán parte todas las dimensiones de su identidad, incluida la física; cada hora que pasa nos acerca a ese punto de llegada al que apuntan la fe y la esperanza cristianas. 

Un cristianismo aplastado solo por el «ya» de una vida vivida en la justicia, la fraternidad y la bondad es solo una buena ética, en definitiva, útil también para el «mundo», un voluntariado inteligente en el que se ayuda a los más pobres, en el que se prestan servicios a los más débiles sustituyendo las carencias del Estado, el intento de construir un mundo más justo, una filosofía de vida en la que nuestro corazón puede sentirse incluso bueno, un estilo de vida deseoso de construir un futuro mejor para nuestros hijos, todo ello noble, pero, sencillamente, no es cristianismo. Es otra cosa. 

El cristianismo hará las mismas cosas, pero solo como signo de la plenitud que será, solo en virtud de un encuentro con el Viviente que promete la salvación plena, solo por su valor simbólico se romperán las espadas para hacer arados, se harán hoces con las lanzas, pero solo en nombre del monte del Señor, que estará firme en la cima de las montañas, que se elevará por encima de las colinas, al que acudirán todos los pueblos: «al final de los días». ¡Al final de los días! 

Precisamente en esta visión escatológica se crea la fractura, precisamente aquí el escándalo, aquí la dificultad de creer, de ceder a la promesa del Evangelio. Seguir fingiendo que esto no es un problema, no hablar de ello para no sentir la burla del mundo es una actitud culpable. 

Si en nuestro íntimo falta la nostalgia ardiente por el «todavía no», nuestra vida será una vida vivida con los ojos cerrados, dormida, una vida que no logra intuir la sabiduría en la invitación paulina de «deponer las obras de las tinieblas» para sumergirse hasta el fondo y en cada instante en Su luz, porque esto es lo que pide el tiempo καιρός: salir finalmente a la luz, nacer a la salvación plena. 

Caminar en el «ya» de este momento, pero hacerlo sin aturdir nuestros sentidos, sin dispersarnos en relaciones conflictivas o en celos. Sino, por el contrario, vivir para revestirnos de luz o, mejor aún, para revestirnos «del Señor Jesucristo», que es una expresión que nos deja sin aliento. 

Muchos hablan de Jesús, escriben libros sobre Jesús, predican sobre Jesús y dicen cosas interesantes, muchos de ellos se definen como no creyentes, yo querría llegar a no decir nada más de Jesús, a no escribir nada más sobre Él, a no abrir más la boca a cambio de poder revestirme de Él, porque solo esto cuenta, este «todavía no» que hace luminoso y eterno el momento que estamos viviendo. 

La paradoja de la imagen consiste en que habla de algo externo, como es precisamente el vestido, pero en realidad indica la dimensión más interior del hombre, incluido su ser transformado, en cierto sentido, cristificado. Vivir «cristificado», el resto no cuenta nada. 

Revestirse de Cristo, para vivir constantemente el «ya» de la vida ordinaria, pero con el arca abierta de par en par, entrando en el arca que es Jesús, que solo puede hacernos atravesar el diluvio para llegar a los brazos del Eterno. 

Vivir cristificados, revestirnos de Cristo, para arrancar esa parte de nosotros que se engaña pensando que basta con estar en el campo o moler en la muela, aunque lo hagamos bien, para dar sentido a nuestro nacimiento. 

Vivir cristificados para sumergirnos conscientemente en ese «todavía no», porque es cierto que no sabemos el día, pero sabemos con certeza que Él vendrá, porque lo ha prometido, porque sin su llegada nada tendría sentido, porque la vida que vemos, lo que llamamos real, no sería más que una puesta en escena, un lúgubre teatro de sombras en honor al azar. 

Vivir revestidos de Cristo, para velar siempre, incluso en los momentos aparentemente más improbables, incluso cuando no lo imaginamos, incluso cuando la vida parece vacía y sin sentido, incluso cuando los demás solo ven fracaso o enfermedad, incluso en encuentros que no nos apetece en absoluto mantener, siempre es καιρός, tiempo oportuno, tiempo favorable para revestirnos de Cristo, para morir y resucitar con Él. 

No hay otra razón, mi Señor, mi Amado, que me convenza de la bondad de abrir los ojos cada día. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

¿A dónde vas Iglesia?

¿A dónde vas Iglesia? 

Las generaciones posconciliares, a partir del Papa Juan Pablo II (que ahora también comienzan a ser maduras ...), quizá ni siquiera saben lo que es el Concilio Vaticano II tal y como lo han conocido, leído, estudiado, profundizado, defendido y anunciado las generaciones anteriores. Para ellos es solo historia de la Iglesia (como lo fue para otros el Concilio Vaticano I) y no un documento vivo, un punto de referencia imprescindible para la presencia en la sociedad, para la pastoral, … 

La realidad de la Iglesia actual es diferente: sociológica, política, …, eclesialmente. 

Sociológicamente asistimos, como en todas partes en esta época, a un retorno a lo privado, a un individualismo vivido como un cierre a nuevas experiencias comunitarias de compromiso y acogida. 

Ha terminado la época de la «efervescencia colectiva» —como la definía Émile Durkheim—, que dio lugar a la temporada de algunos de los nuevos movimientos... 

Basta con mirar algunas iniciativas del mundo católico promovidas en las parroquias o en las plazas para darse cuenta de que la participación, cuando la hay, se remonta demográficamente al siglo pasado... 

La realidad de la Iglesia también es diferente políticamente. 

Un gran número de católicos (incluidos Cardenales y Obispos...) siguen fascinados y admirados por las políticas identitarias, que blanden el nombre de Dios, rosarios y estatuas de la Virgen, que toman como modelo a jefes de Estado autocráticos, que ondean banderas e invocan a Jesucristo para luchar (físicamente, no solo metafóricamente) contra los extranjeros, los musulmanes, los gays, las lesbianas, los woke, los abortistas... 

Basta con mirar a algunos lugares de nuestra Europa para preguntarse de qué electorado obtienen el apoyo los líderes y partidos que hoy en día obtienen mayorías de la derecha no precisamente moderada. 

Pero la realidad de la Iglesia actual es diferente también, y sobre todo, eclesialmente. 

Estamos asistiendo al avance de lo antiguo. Como un río kárstico, de hecho, el movimiento tradicionalista que se pensaba encauzado entre los márgenes de la corriente lefebvriana, ha resurgido con especial relevancia en no pocas realidades eclesiales en algunos países de nuestra Europa. 

Presbíteros que celebran la Misa de espaldas a los fieles. O que imponen en sus parroquias y centros de culto ritos en latín. Chicas que asisten con velo en la cabeza... Jóvenes que se arrodillan con las manos juntas para recibir la comunión en la boca... 

Pero sobre todo —y esto debería hacernos reflexionar— Iglesias que se llenan de jóvenes con estas características, mientras que todas las demás permanecen vacías... o casi. 

Escenas que se repiten con frecuencia, y que los mayores no veían desde hacía sesenta años. Escenas que se repiten cada vez con mayor frecuencia también en algunas de nuestras parroquias y centros de culto. 

Con motivo de la última Pascua, Francia ha registrado un récord de bautismos: 10 384 adultos (un 45 % más que el año anterior y un 60 % más en diez años) y más de 7400 adolescentes de entre 11 y 17 años. Dicen que se han observado fenómenos similares en la Suiza francófona, donde se confirma el aumento del número de catecúmenos. 

En varios lugares, la participación en celebraciones especiales ha aumentado de manera significativa. Una reunión para confirmandos, celebrada recientemente en Ginebra, la ciudad de Juan Calvino registró una asistencia récord. 

El denominador común de estas manifestaciones, que algunos podrían considerar alentador y reconfortante, es que este acercamiento a una práctica religiosa renovada está vinculado a un movimiento tradicionalista que avanza, sobre todo en los grandes centros urbanos. 

¿Qué está sucediendo, pues, en la Iglesia católica? 

Parecería un nostálgico retorno al pasado, si los protagonistas fueran personas mayores que nunca aceptaron las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II. Pero nos damos cuenta de que quienes recuperan antiguas liturgias, adornos polvorientos guardados en los almacenes parroquiales y comportamientos que se creían abandonados son presbíteros recién ordenados y fieles muy jóvenes. 

Se trata de una nueva generación de católicos que avanza mirando hacia un pasado que nunca han vivido y que, por lo tanto, es una novedad para ellos. No se trata, pues, de un retorno al pasado, sino de un «retorno al futuro». 

Es un fenómeno que no está organizado en estructuras definidas, sino que es más bien espontáneo e informal. Un fenómeno que, sin embargo, se está extendiendo cada vez más. No tanto por el número de personas que se adhieren a él (en la realidad local siguen siendo una minoría aunque pueda ser en aumento), sino por su difusión en el territorio. 

Son fieles que, aunque no asisten a las Misas tridentinas, se comportan en nuestras Iglesias según normas litúrgicas ya en desuso o incluso abolidas. Comportamientos espontáneos, alimentados por un número de presbíteros (jóvenes, precisamente) que reintroducen gestos, cultos, prácticas, ornamentos, vestimentas y ornamentos sagrados que el último Concilio había recomendado eliminar. 

A todo esto hay que añadir, algo impensable hasta hace pocos años, que en algunas Diócesis hay lugares de culto donde se autoriza la celebración de la Misa vetus ordo y que se convierten en punto de referencia y de encuentro sistemático. 

Otros ritos tridentinos se celebran, sin autorización, en lugares donde, de un día para otro, los fieles se encuentran asistiendo a liturgias incomprensibles en latín, lo que les crea no pocas perplejidades. Y a un cardenal de la Santa Iglesia Romana se le autoriza la celebración de la Misa preconciliar en la Basílica de San Pedro, en Roma. 

Ahora bien, no es muy importante en sí mismo que algún nostálgico celebre en privado Misas preconciliares lamentando lo que tal vez nunca haya vivido porque nació muchos años después del Concilio Vaticano II. 

Al fin y al cabo son gustos personales, al igual que se puede descartar simplemente como folclore religioso el hecho de volver a proponer en la Iglesia ritos, vestimentas, himnos y paramentos desaparecidos desde hace más de medio siglo. 

Lo que, en cambio y por poner un ejemplo, empieza a preocupar es cuando todo esto es impuesto a toda una comunidad parroquial por un solo presbítero, creando sorpresa, desconcierto, división, abandono y dispersión. 

Es una visión de la Iglesia que preocupa porque rompe la comunión y agrieta la unidad de la propia Iglesia, en nombre de una tradición mal interpretada. En palabras de Gustav Mahler, «la fidelidad a la tradición es custodiar el fuego, no adorar las cenizas». 

Ante estos resurgimientos del movimiento tradicionalista, parece que se ha llegado a adorar lo que ha muerto, en lugar de mantener vivo lo que ha resucitado. 

Estos fenómenos indican una tendencia pero, al mismo tiempo, son indicio de una Iglesia que aún no tiene claro el camino a seguir. Es un período de transición hacia un modelo de Iglesia, pero sobre todo de cristianismo, que ya no es y, al mismo tiempo, aún no es. 

Tantas veces vuelven a la mente aquellas reflexiones del pasado que hoy parecen proféticas. Empezando por el famoso texto del joven teólogo Joseph Ratzinger que, en 1969, escribía aquello de que: 

«De la crisis actual surgirá la Iglesia del mañana, una Iglesia que habrá perdido mucho. Será de tamaño reducido y tendrá que empezar de cero. Ya no podrá llenar todos los edificios construidos durante su período próspero. Con la reducción del número de fieles, perderá numerosos privilegios. A diferencia del período anterior, la Iglesia será percibida como una sociedad de personas voluntarias, que se integran libremente y por elección. Al ser una sociedad pequeña, se verá obligada a recurrir mucho más a menudo a la iniciativa de sus miembros» [Joseph Ratzinger, Fe y futuro, 1971]. 

Pero aún más desconcertantes son las que escribió Emmanuel Mounier en 1946 ante una sociedad de posguerra impregnada de un cristianismo omnipresente y omnipotente (en aquellos días de omnipresencia y omnipotencia eclesiales), que ya mostraba en Francia los signos de su contradicción, que es la naturaleza misma, la naturaleza paradójica del Reino. 

Las palabras de Emmanuel Mounier parecen describir de manera impresionante la fotografía de la realidad actual: 

«El cristianismo no está amenazado por la herejía: ya no apasiona lo suficiente como para que eso ocurra. Está amenazado por una especie de apostasía silenciosa provocada por la indiferencia que lo rodea y por su propia distracción. Estas señales no engañan: la muerte se acerca. No la muerte del cristianismo, sino la muerte de la cristiandad occidental, feudal y burguesa. Una nueva cristiandad nacerá mañana, o pasado mañana, de nuevas capas sociales y de nuevos injertos extraeuropeos. Pero no debemos sofocarla con el cadáver de la otra» [Emmanuel Mounier, La agonía del cristianismo, 1946]. 

¿Es posible que la salvación de la Iglesia no provenga de un nostálgico retorno al pasado (o al futuro...), sino más bien de un retorno al Evangelio sin más? Es otra manera de decir que no debemos sofocar el futuro salvador con aquella cristiandad pasada que nos quieren mostrar como liberadora. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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